En 1920, Vladimir Ilych Ulianov (Lenin) publicó el panfleto “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”, en el que atacaba a los “ultras” europeos por sus posturas irresponsables. Con su habitual pluma mordaz, Lenin los trató de ingenuos e imprudentes, y los acusó de estrategias dañinas para la causa del pueblo.
Recordé ese escrito al leer las declaraciones del presidente del Partido Comunes, una agrupación del Frente Amplio. Dijo que su meta es derrotar a “la casta de la ex Nueva Mayoría”, y que partidos “que han hecho tanto daño, como el PPD”, deben desaparecer.
Los problemas del Frente Amplio van más allá de las declaraciones destempladas de sus dirigentes. Además, muchas de sus propuestas cabalgan entre lo atolondrado y lo pueril, y atentan contra los ciudadanos de bajos ingresos.
Al eximir de impuestos el retiro del 10% de las AFP, les regalaron casi un millón y medio de pesos en exenciones tributarias a miles de personas de altísimos ingresos. Esto es mala política social, y pésima política redistributiva. Me hace recordar la frase de mi colega de UCLA, el intelectual progresista Perry Anderson, quien dijo que los militantes de la izquierda extrema son “radicalmente hostiles hacia el capitalismo, y viven en cómoda colusión con él”.
Las actitudes infantiles están basadas en sueños y deseos desanclados de la realidad. Los niños no consideran, seriamente, el esfuerzo requerido para lograrlos. Además, los razonamientos de los jóvenes “revolucionarios”, a menudo contienen fallas lógicas, son incompletos, y contradicen la historia y la verdad.
En el primer seminario sobre el proceso constituyente organizado por Icare, Claudia Heiss, militante de Revolución Democrática y doctora en ciencias políticas, dijo, repetidamente, que Chile debía emular a los países nórdicos, e incluir los derechos sociales en la nueva Constitución. Pero resulta que, según el prestigioso Comparative Constitutions Project, hay una serie de derechos sociales que no están en las constituciones de la mayoría de los países nórdicos. El derecho a la salud, posiblemente el más icónico de todos, no está en las constituciones de Suecia, Noruega, Islandia y Dinamarca. De las cinco naciones nórdicas, solo Finlandia tiene ese derecho a nivel constitucional.
Más de alguien dirá que este es un detalle. Pero no lo es.
En discusiones políticas es necesario hablar con la verdad y con precisión. Solo entonces los argumentos adquieren peso. En este caso, la evidencia indica que es posible tener un excelente sistema de salud pública —como Dinamarca, Islandia, Noruega y Suecia— sin que el derecho esté incluido en la Carta Magna.
Lo contrario también es cierto. Hay muchos países que, a pesar de incluir la salud pública como derecho constitucional, tienen un sistema de pésima calidad. Brasil consagra el derecho a la salud en su Carta Magna, y está clasificado por la OMS en un paupérrimo lugar 111 en el ranking de calidad de sistemas sanitarios; Chile está en el puesto 33.
Nótese que no estoy criticando la inclusión de derechos sociales en la Constitución. Lo que estoy objetando es el uso de argumentos descuidados en un debate cuyo objetivo es informar a los futuros constituyentes.
Otra idea mal hilvanada es que Chile necesita una política industrial que reduzca la dependencia en exportaciones de recursos naturales, y genere una matriz productiva más “compleja”. Según este argumento, Chile estaría atrapado por una estructura demasiado simple, donde se exportan frutas, cobre y otros recursos naturales de poco valor agregado.
Esta idea, repetida por la izquierda y promovida por el periodista Daniel Matamala, es incorrecta y puede llevarnos a políticas perjudiciales. La correlación entre “complejidad” y desempeño económico es extremadamente tenue. El Salvador, con un ingreso per cápita un tercio el de Chile, tiene un nivel de “complejidad” productiva mayor que el nuestro. Australia, con un ingreso que duplica el chileno, tiene una matriz productiva menos “compleja” que nosotros (ver “Atlas de Complejidad” de la Universidad de Harvard).
Australia y Nueva Zelandia, al igual que Chile, exportan, esencialmente, recursos naturales: hierro, cobre, oro, carbón, leche, mantequilla, lana sin procesar, vino, fruta fresca, carne.
Nuestra creciente mediocridad no tiene que ver con la matriz productiva ni con una escasa “complejidad”. El desempeño económico depende de la productividad, de la estabilidad política, de la calidad de la educación, de la calidad de las políticas sociales, del Estado de Derecho, y de la fortaleza institucional. Pero, claro, estas son cuestiones que no encantan a los jóvenes revolucionarios, con su buenismo ingenuo y su visión infantil del mundo.
La izquierda y el desafío del desarrollo: una respuesta a Sebastián Edwards
En su columna “‘Buenismo’, enfermedad infantil del izquierdismo” –publicada en El Mercurio del jueves 20 de agosto–, el destacado economista Sebastián Edwards ha hecho un conjunto diverso de críticas a prácticas e ideas del Frente Amplio y de la izquierda en general. Más allá de los discutibles méritos de cada una de estas críticas, en esta columna nos interesa centrarnos en su último punto, en el que señala que el desarrollo económico de un país no se ve afectado por su matriz productiva, ni tampoco por el nivel de complejidad de lo que se produce. Para sostener aquello da un par de ejemplos: Australia y Nueva Zelandia.
Un primer asunto es señalar que, más allá de los ejemplos, existe una regularidad empírica en que el grueso de los países con trayectorias de crecimiento económico destacable lo han hecho sobre la base de producir cosas cada vez más complejas y haciendo transiciones productivas con un fuerte desarrollo industrial. Aquello puede ser hoy un asunto olvidado por algunos economistas, pero era evidente ya desde Alexander Hamilton y sus políticas de estímulo a la manufactura en Estados Unidos durante el siglo XIX; pasando por Japón y Suecia desde principios del siglo XX, al desarrollar complejos industriales para sostener el ritmo de crecimiento en el largo plazo, y Finlandia y Corea del Sur desde la segunda mitad del siglo, que apostaron a pasar de exportar celulosa y pescado a especializarse en sectores electrónicos y automotrices, respectivamente. China y su “Made in China 2025” o India con “Make in India” apuntan a ese mismo objetivo: estimular el desarrollo industrial como base para un crecimiento sostenido.
Y es que, parafraseando a Mark Twain, la historia del desarrollo no se repite, pero rima.
Ahora bien, es cierto que hay casos que han sido dinámicos a partir de sectores extractivos (basta ver Noruega). Sin embargo, lo han hecho a partir de un armazón público que, vía amplios fondos soberanos y activa injerencia estatal para promover encadenamientos productivos con el tejido local, han sostenido una macroeconomía estable, generado industrias y servicios de ingeniería local en torno a esos sectores y evitado así economías de enclave (como, por lo demás, sí sucede con el cobre chileno).
Así visto, la regularidad es un hecho de la causa del que, por cierto, el profesor Edwards debe estar al tanto. Centrarse en ejemplos atípicos para defender caminos al desarrollo es sumamente peligroso. Sin ir más lejos, hasta hace algunos años Chile era considerado por la intelectualidad proclive al neoliberalismo como un caso exitoso de trayectoria al desarrollo, mientras que hoy pareciera ser más evidente considerarlo, al decir de Aníbal Pinto, como otro caso de desarrollo frustrado.
¿Por qué sucede esta regularidad? Aquello es más debatible, pero hay pistas en la columna de Edwards. Por ejemplo, el profesor señala que la educación y la productividad son claves en el desarrollo, y no podemos sino que estar de acuerdo. Lo que no compartimos, y que supone implícitamente su análisis, es que las cosas que produce un país y su estrategia de desarrollo, no tendrían ningún efecto en la inversión que tal país hace en educación o en su productividad. En cambio, la lógica, y también la economía política, hacen pensar que si la elite económica de un país tiene altas rentabilidades sin necesidad de complejizar sus procesos productivos o acceder a una mano de obra más calificada, existirá una baja probabilidad de que en ese país se logren los acuerdos sociales y fiscales necesarios para aumentar la inversión en educación y productividad.
Un segundo asunto es que el profesor Edwards implícitamente homologa crecimiento económico con desarrollo. Este supuesto también tiene consecuencias en su análisis. La forma en que ha crecido Chile ha sido sumamente destructiva con el medio ambiente y generadora de una tensión socioambiental extrema, en que en una misma localidad, a un lado de la cerca pueden haber miles de paltas de exportación, y al otro lado gente que no tiene agua potable para su consumo diario.
También ha sido una estrategia que perpetua desigualdades de ingreso (la que no ha disminuido si uno mira los datos correctos), de productividades (entre conglomerados exportadores y pequeñas empresas) y de poder (entre capital y trabajo). Todo ello hace que, aunque el país aumente su PIB (cada vez menor, por cierto), la calidad de vida de las personas no vaya aumentando al mismo ritmo. Es decir, el país crece (o crecía), pero no íbamos camino a ser un país desarrollado. ¿Qué tiene que ver esto con el debate anterior? Pues bien, sucede que las estrategias de desarrollo basadas en recursos naturales suelen ser muy depredadoras del medio ambiente y concentradoras de la propiedad, lo que reproduce la desigualdad de ingresos y poder. En buenas cuentas, se puede crecer (en el corto plazo) con el extractivismo, pero no desarrollarse.
Por último, un debate a nuestro juicio más interesante es cómo lograr esa transformación productiva y aumentos de complejidad económica. ¿Cómo hacer que Chile deje el experimento neoliberal y se suba al carro del desarrollo productivo y social? A nuestro juicio, y probablemente a diferencia de lo que piensa el profesor Edwards, el estallido social es una gran oportunidad para aquello, toda vez que ahora sí es posible rediscutir un contrato social donde exista un mayor balance de poderes, más democracia, más sustentabilidad y más desarrollo económico. La ciudadanía movilizada hace inviable que las ventajas comparativas de Chile sigan siendo el pagar bajos salarios, la nula protección social y la destrucción del medio ambiente. Y eso no es solo una excelente noticia en sí misma, sino que pondrá los incentivos correctos en el sistema económico hacia mayor productividad e innovación. Así fue en la historia de muchos países en el conflictivo siglo XX y no tendría por qué ser distinto para nosotros.
“Edwards: la banalidad de la ‘banalidad’”
Hace rato que Sebastián Edwards dispara a las bandadas, sobre todo desde que estalló la crisis. Extravió el tono más mesurado que antes ensayaba y sucumbió a la tentación de esta suerte de capitalismo de opiniones, que sobrevino con la propia revuelta social, desatando las mismas ansiedades que critica y de las cuales no es más que otra presa. La crítica -como otras suyas que crecen en este tiempo- aletea en la caricatura, como si más banalidad sirviera para remediar la banalidad que acusa.
Vastas tradiciones intelectuales han planteado el problema de la responsabilidad de la inteligencia. En especial, ante agudas crisis como la que vivimos, en las que las élites siguen aferradas en forma peligrosa a su sordera. Esta responsabilidad, remite a aquello que Aron apuntaba como conciencia histórica, pero aquí, Edwards no sólo no ayuda, sino que es parte del problema. Infla soluciones parciales para parchar una decadencia que no aguanta y dilata así la urgencia de construir respuestas a las enormes dimensiones históricas de la crisis abierta.
Desde un manojo de cosas que son ciertas -no todo, así funciona el algoritmo de este tipo de infundios que no da para arte- se alza el payaso. Nada original, el recurso viejo y gastado es agregar a registros reales y cúmulos de poses retóricas.
Puedo coincidir -lo he hecho en múltiples críticas privadas e incluso públicas- en que el Frente Amplio rehúye reiteradamente definiciones mayores. Que ni el refugio en el discurso de la empatía ni las medidas simbólicas, sustituyen el silencio sobre el dilema del modelo de desarrollo. Agrego que eso se extiende a la vieja izquierda donde la solución para todo no puede ser el Estado, ante un individuo que reclama derechos sociales universales a la vez que mayor autonomía individual.
Que el problema del orden público y la seguridad de la población, ha de ir más allá de los derechos humanos (por cierto, entienda Edwards que, si no los contiene, no habrá solución) y que la modernización, que tanto alega, debe abarcar también la superación de los viejos criterios que definen a la policía y fuerzas armadas chilenas, un verdadero partido militar, más enfocado en la política interna que en la “soberanía nacional”.
Que pensar una nueva modalidad de crecimiento no puede llevar a los brazos del viejo proteccionismo, en un mundo económico más internacionalizado, pero tampoco al aggiornamento de un patrón exportador de recursos naturales, que es el que produce a estos Edwards y su neoligárquica ansiedad de cosmopolitismo que, aunque lo desea, no logra desanclarse de una tradición largamente productora de subdesarrollo.
Que una redefinición de las formas de propiedad que termine con la protección política de esos privilegios monopólicos de las rentas de recursos naturales (¿dice algo su modernidad de ello señor Edwards?) no se le puede oponer la simple propiedad estatal, que los experimentos que lo redujeron a ello en el siglo XX bajo el nombre de socialismo, engendraron burocracias que acabaron en nuevas clases propietarias de esas prótesis estatales.
“Desde un manojo de cosas que son ciertas -no todo, así funciona el algoritmo de este tipo de infundios que no da para arte- se alza el payaso. Nada original, el recurso viejo y gastado es agregar a registros reales y cúmulos de poses retóricas”.
Hay una altanería aristocrática de fronda, que de moderna tiene muy poco. Pero más allá de eso, los enormes dilemas que plantea la crisis, exigen abrirse a formas de integrar la sociedad en el crecimiento, para así pensar el desarrollo. Por ejemplo, las propias formas de propiedad que deben ser diversificadas más allá del viejo dilema entre el monopolio oligárquico privado y el monopolio estatal. La integración social que requerimos exige reducir la desigualdad extrema en la distribución de los frutos del crecimiento, los ingresos, patrimonios y oportunidades. Del mismo modo que requiere integrar a las fuerzas armadas y policiales a la sociedad, hacerlas parte y desarmarlas como instrumentos políticos de presión corporativa.
En fin, dilemas que remiten a los enormes déficits de integración de una sociedad chilena atravesada por esas fracturas gigantes que Edwards y otros de la especie, nunca apuntaron mientras generaban rentas que los satisfacían y hoy, simplemente, añoran que la sociedad siga, como en los años noventa, secuestrada por aquello que Lechner llamaba “el temor a la regresión autoritaria”. Pero esa ensoñación elitaria y utópica de una política y una economía sin sociedad estalló.
Ahí, Edwards no tiene qué hablar. Es que, en realidad, no es un economista de talla, sólo es un administrador. Su campo de raciocinio se reduce a naturalizar modalidades que en las últimas décadas produjeron sociedades fracturadas, de donde emergen crisis de las que resulta tan esquiva esa responsabilidad de la inteligencia. Una tradición de economistas como Keynes, que se plantea el problema de la economía desde los dilemas de la paz, la reconstrucción de la sociedad azotada por la crisis y luego la guerra, alumbra una estirpe de pensadores de la economía que entendían a ésta como un proceso social; no simplemente como administración de una única variante de crecimiento (hay muchas) con ignorancia de sus efectos sobre la forma en que se produce y reproduce la sociedad. Hasta que estalla, señor Edwards.
“Ahí, Edwards no tiene qué hablar. Es que, en realidad, no es un economista de talla, sólo es un administrador. Su campo de raciocinio se reduce a naturalizar modalidades que en las últimas décadas produjeron sociedades fracturadas, de donde emergen crisis de las que resulta tan esquiva esa responsabilidad de la inteligencia”.
Alegar un puñado de “modernizaciones” que no resuelven un cambio sustantivo, revela la incomprensión de las dimensiones históricas del dilema que tenemos delante. No contribuye y es más bien parte de esas resistencias que, expresadas como desdibujamiento en este caso (a diferencia de la negación frontal de un Sutil, por ejemplo), son más bien parte del problema. Porfían en las viejas limitaciones. Su exaltación reiterada de Velasco, como la figura más cosmopolita a la que Chile podría apelar ante su crisis, acaso ignora en ese clásico complejo provinciano de nuestras élites que se troca en excitación bananera, que el propio Velasco, como Ministro de Hacienda, inaugura la sordera ante este curso de malestar social que despuntaba el año 2006 de la llamada revolución pingüina, amenazando a los jóvenes que reclamaban pase escolar e inscripción a la PSU gratuitas.
Alegaba Velasco que, tal gasto social los haría responsables de cancelar el bono de ayuda para los adultos mayores aquel invierno, mientras tanto el gobierno adquiría nuevos aviones de guerra F-16. Si eso no es ignorancia, incapacidad de ver a la sociedad, pensar como administrador y no como economista, baste mirar las dudosas credenciales del cosmopolita ex-ministro, propenso a opacas prácticas de control político que arrasaron su propio intento por formar un partido que no fuera algo más que un traje a la medida.
El problema que tenemos es mucho más grande y reclama el concurso amplio y variado de manos y mentes. La sociedad ha cambiado, es un paisaje nuevo de clases y grupos sociales, que no se reduce al manido ideologismo de unas nuevas clases medias y, es también una geografía cultural nueva. Edwards no lo entiende, absorto en retratos de cosmopolitismo. Pero esto es harto más complejo. Remite al hecho que, esta nueva y más extendida y extrema heterogeneidad social que sembró la experiencia neoliberal que ya va para medio siglo, abrió problemas de agrupación de intereses ineludibles para repensar la representación política hoy en crisis, esto es, una genuina reorganización de la política.
Conquistar unos horizontes democráticos que limiten los opacos acuerdos de las elites es un desafío que no logra entender la “economía” administrativa de Edwards y sus ajustes parciales. La hondura de la crisis es inédita y, el alcance de las soluciones que requiere, de una magnitud similar. No es simple restauración, eso sería alumbrar a la criatura en una funeraria. El desafío a la imaginación es mayor.
Valga apuntar, apretadamente aquí, algunos de esos dilemas que aluden tanto a las posibilidades y horizontes de la situación abierta, como a sus riesgos que responsablemente es preciso tomar en cuenta.
Aparte de lo escaso que son los economistas reales, lo son asimismo los genuinos liberales políticos de la plaza, con la excepción de algunos intelectuales poco escuchados en la política. La otra pose de Edwards entra en esa ambigüedad del liberalismo político criollo. Sin otro horizonte de libertad que aquella de carácter mercantil, entorpecen más que facilitan un diálogo que aborde las dificultades actuales de la política para acoger un horizonte deliberativo suficientemente amplio sobre la salida de la crisis.
No es novedad consignar que la protesta social por sí sola tiene un horizonte de obstrucción, incluso de juicio, más que de construcción propiamente tal, ante los problemas que abre y es por sí sola insuficiente. No obstante, es pueril ignorar esta potencialidad democrática embrionaria. Es una suerte de soberanía del veto popular, de la primacía de grupos de interpelación, de la emergencia de formas políticas no convencionales, que tienen la cualidad de poner de relieve la vida inmediata de la democracia, esos “patios traseros” de los que hablaba Lechner, ante la sordera de las élites.
“Aparte de lo escaso que son los economistas reales, lo son asimismo los genuinos liberales políticos de la plaza, con la excepción de algunos intelectuales poco escuchados en la política. La otra pose de Edwards entra en esa ambigüedad del liberalismo político criollo. Sin otro horizonte de libertad que aquella de carácter mercantil, entorpecen más que facilitan un diálogo que aborde las dificultades actuales de la política para acoger un horizonte deliberativo suficientemente amplio sobre la salida de la crisis”.
En momentos de acentuada heterogeneidad social y cultural no hay lugar para la sorpresa con esta diversidad “inorgánica” del malestar, que supera las viejas formas de representación de sindicatos y gremios de empleados públicos y las formas tradicionales de relación con la política. Una política ensimismada que por décadas ha permanecido negada a la marcha de estos fenómenos por canaletas secundarias, se enfrentó ahora al gigantesco aluvión en el que coinciden en un solo evento, y que recupera el espíritu de control democrático sobre sus gobernantes, abriendo la posibilidad de volver a vincular horizontes de libertad y soberanía colectiva tan reducidos por una visión minimalista de la democracia.
Es imposible desconocer que sin el estallido y su enorme costo social no se habrían abierto las puertas para repensar los patrones de crecimiento bajo una perspectiva de desarrollo más integradora y las constricciones políticas que protegen esos privilegios. Hubo que llegar a eso. Es el papel histórico de una soberanía crítica completamente ininteligible ante ojos como los que aquí comentamos.
Es preciso poner en marcha dispositivos democráticos de limitación de poderes, institucionalizar genuinos poderes de control ciudadano que permitan la democratización del Estado, revertir el cúmulo de agencias estatales que están blindadas del escrutinio ciudadano, como la autonomía del Banco Central para consolidar ciertos privilegios económicos, o la del Consejo Nacional de Televisión, para naturalizar discriminaciones culturales. Claro, cuestiones como éstas alteran la siesta de las élites.
“Es imposible desconocer que sin el estallido y su enorme costo social no se habrían abierto las puertas para repensar los patrones de crecimiento bajo una perspectiva de desarrollo más integradora y las constricciones políticas que protegen esos privilegios. Hubo que llegar a eso. Es el papel histórico de una soberanía crítica completamente ininteligible ante ojos como los que aquí comentamos”.
Por cierto, un ensalzamiento unilateral de estas dimensiones corre el riesgo de reificar, aunque sea de modo involuntario, la propagación de una desesperanza nihilista, naturalizar una suerte de democracia de la sanción y el rechazo, en fin, una soberanía negativa del pueblo, que no facilita ni el entendimiento ni la dilucidación de una marcha consensuada a seguir por la sociedad. En fin, hace peligrar la instalación plena del principio político de la autodeterminación democrática de la sociedad, al que es tan esquivo el liberalismo criollo. Lo que se ha abierto, entonces, es una oportunidad histórica de tal autodeterminación que no está exenta de riesgos como éstos, donde la visión desilusionada de la política actualmente existente, puede terminar convirtiéndose en una visión desilusionada de toda política.
El desafío hoy es tomar por las astas esta oportunidad de construir una democracia que supere la radicalidad del dedo simplemente acusador de la denuncia, y restituya un ensanchamiento de la política como el campo de deliberación legítimo en el que resolver esta encrucijada histórica, sin delegarla en administradores con credenciales de “expertos” y pretensiones de reemplazar a una ciudadanía efectiva.
Ensanchar la democracia implica volver a situar esa política que las élites volvieron opaca y metieron en una cocina, como un horizonte que no posee un fin determinado a priori pero que cobija el empeño, nunca acabado, la porfía permanente de la condición humana por instalar una conversación racional sobre la gran pluralidad de seres, el desafío que significa poder vivir juntos con dignidad y compartir la manida libertad. En esa promesa pendiente de la democracia se juega la posibilidad de no volver a repetir la imagen de un pueblo atropellado.
El «buenismo» de Edwards
La columna “Buenismo, enfermedad infantil del izquierdismo” de Sebastián Edwards, publicada en El Mercurio, ha generado una amplia discusión en la izquierda. Ello no se debe tanto a los temas que aborda, sino a la frivolidad con que lo hace, pese a que presuntamente el sentido principal del texto es llamar a tratar con seriedad los problemas que nos aquejan. Es el caso de la forma en que trata el debate en Chile sobre política industrial, sobre lo cual volveremos al final del presente artículo. También, porque la columna deja en evidencia graves problemas de nuestra convivencia democrática.
Lo primero que debe llamar la atención es: ¿por qué la discusión más de fondo ha tenido lugar en medios distintos de El Mercurio, donde se originó el debate? Esto habla de la manera de (no) discutir de la derecha, de la renuncia sistemática de ese medio a “exponer” al lector a opiniones de personas que piensan de manera distinta. La libertad de expresión, en este caso, es solo para los que piensan como sus propietarios (más allá de unos pocos columnistas) y es administrada con el objeto de hacer pensar que existe una sola mirada técnica, económica y filosófica sobre los problemas que nos aquejan. Es lo que llama Carlos Ominami el reino del pensamiento único. No es casualidad que Edwards deje de lado las aristas más relevantes de los temas que alude, para “probar” que las otras opiniones son “pueriles”, “infantiles”, “falsas” y mal hilvanadas.
Con razón Carlos Ruiz señala las limitaciones de Edwards como economista y lo designa como “administrador”. Ello queda en evidencia en la forma en que Edwards evalúa el retiro de fondos de pensiones, al concentrar su atención en “la exención tributaria que otorga a miles de personas de altísimos ingresos”. Su mirada estrecha le impide analizar y enfatizar lo más importante.
No le parece relevante tomar en cuenta la terrible situación que ha afectado a millones de familias chilenas y que encontraron un alivio al retirar esos fondos; está lejos de su capacidad analítica observar cómo la política mezquina de sustitución de ingresos del Gobierno, tuvo como efecto no anticipado ni deseado la formación de una gran coalición a favor de esa decisión. Ni siquiera imagina cómo dicha decisión deja en evidencia la ilegitimidad del sistema de capitalización individual entre la población, que la lleva a operar muy razonablemente: frente a las pésimas pensiones que sí o sí se va a recibir, “más vale pájaro en mano que cien volando”.
Incluso, bajo lo que estaría en el marco de su especialización, no toma en cuenta el efecto del retiro en reducir la caída esperada del PIB en el presente año. Y como ha dicho Roberto Pizarro, es muy probable que las pérdidas de impuestos por esta medida sean ampliamente revertidas por una nueva Constitución que cree las condiciones para un sistema tributario más progresivo y recaudador.
Es también el síndrome del converso, como insinúa Pizarro en la misma columna, que se vislumbra al tratar al Frente Amplio como “atolondrado y pueril”. Quizás desde el cómodo sillón de su universidad, donde disfruta de inamovilidad, no resulta posible mirar con un poco más de profundidad lo que ha sucedido en Chile en los últimos 10 años, donde quienes conforman el Frente Amplio –junto con otros miembros de su generación– contribuyeron decididamente a reorientar profundamente la política educativa y, como si fuera poco, rompieron el sistema binominal impuesto por la Constitución del 80 sobre la base de diferentes mecanismos.
Pero más que Edwards, es también el síndrome del economista, que considera la disciplina más como matemática aplicada que como parte de las ciencias sociales, lo que le impide ver la complejidad de los fenómenos políticos y sociales. Es el caso, cuando en su columna señala que “en las discusiones políticas es necesario hablar con la verdad y precisión”. Quién puede estar en desacuerdo con la necesidad de hablar con la verdad, más aún cuando la democracia de Estados Unidos está amenazada por su actual presidente, al cual varios medios independientes le cuentan docenas de mentiras semanales. Pero muy distinto es tratar de mentirosa a alguien cuyo planteamiento central era el llamado a emular a los países nórdicos. Esa era el sentido de lo afirmado por Claudia Heiss. Pero si Edwards es tan prolijo, podría mirar el medio que lo acoge y analizar la forma “creativa” con que opera con la “verdad”.
El debate político es por definición poco preciso. De hecho, buena parte del resultado de los procesos políticos dependen, en primer lugar, de la capacidad de los distintos actores de imponerse en la definición del problema, que primero es opaco, pues se ve de formas muy distintas según el cristal con que se mira. Es también poco preciso, porque conseguir avanzar implica construir coaliciones que requieren incorporar múltiples intereses, a veces hasta contradictorios. Sería interesante que Edwards mirara “la poca precisión” de la Constitución española, que permitió conciliar las posiciones contrapuestas que existían en el Estado Español y las nacionalidades.
El abordaje de los derechos sociales en los países nórdicos cae en la banalidad. La verdad es que esos países desarrollaron con éxito un lucha centenaria por los derechos sociales e insertan, de diferentes maneras, los derechos sociales en su Constitución. Finlandia garantiza no solo la salud, sino también el derecho a la seguridad social y al trabajo.
No sería malo que Edwards mirara el debate constitucional internacional, donde aparecen muchas miradas respecto a la inclusión o no de los derechos sociales en la Constitución. Si lo hiciera, podría darse cuenta que Luigi Ferrajoli (el realmente distinguido jurista italiano), por ejemplo, llama la atención sobre la necesidad de incorporar los derechos sociales en la Constitución, pues ella representa, también, un programa político para terminar con el flagelo de la desigualdad.
Es banal que Edwards dedique un tercio de su artículo para “probar” que en las constituciones nórdicas no aparece el término “derechos sociales” –cuestión que no implica necesariamente que no esté presente a lo largo del texto, como lo demuestra el hecho de que el concepto de “Estado subsidiario” no aparece en la Constitución del 80 y, sin embargo, nadie duda que es una de las nociones en torno a la cual se estructura– y no tome posición respecto a incorporarlos o no, y cómo, en la Nueva Constitución. ¿Se trata de un tema irrelevante o incomodaría al medio? Es banal pretender probar que no tiene efectos incluir los derechos sociales en la Constitución, al sostener que Brasil, pese a incluir el derecho de la salud, tiene un pésimo sistema.
Queda también al debe, el “distinguido” economista, cuando simplemente descalifica como tenue la relación que, según Ricardo Hausmann, existe entre complejidad y desempeño de la economía, presentando como poderoso argumento el caso de El Salvador. A renglón seguido, “resuelve” el problema: el desempeño económico depende de la productividad, de la estabilidad política, de la calidad de la educación y de las políticas sociales y de la fortaleza institucional, sin entregar argumento en contra del paradigma desarrollado por Hausmann. Ni siquiera se le ocurre confrontar su mirada con la de los contradictores que, sin duda, no discrepan respecto a que son temas importantes que derivan de problemas asociados a la insuficiencia del modelo productivo.
En tal sentido, cabe preguntarse por qué la productividad está estancada, por qué la calidad de la educación y de las otras políticas sociales es tan deficiente y por qué el Estado de Derecho y la institucionalidad están siendo cuestionados. Entre los ingredientes que explican por qué tenemos una economía poco diversificada (o poco compleja) alejada de las líneas más dinámicas de la economía mundial, destacan una política concentrada en el corto plazo, una estructura tributaria que desestimula la aparición de nuevas actividades, un Estado que espera que el mercado señale hacia dónde dirigirse, un empresariado que vive de las glorias pasadas y ha perdido iniciativa. Por ello, la estructura actual de la economía no genera empleos de calidad, no demanda fuerza de trabajo calificada, no genera oportunidades para el traslado de inversiones desde sectores menos competitivos a otros más dinámicos y rentables.
Finalmente, hay un problema de economía política. El mundo empresarial está acostumbrado a las ganancias fáciles y jugosas como las que produce el negocio de las AFP, de las Isapres, de las actividades reguladas y le teme a iniciar nuevas actividades o desarrollar nuevas iniciativas, a partir de la explotación de los recursos naturales, cuestión que, al contrario de lo que sostiene Edwards, han logrado hacer Australia y Nueva Zelandia.
Lo que queda abierto es el debate de la izquierda. Tiene razón Carlos Ruiz cuando sostiene que el Frente Amplio no ha avanzado en propuestas sustantivas para viabilizar un nuevo modelo de desarrollo. No basta con aludir a experiencias exitosas, es necesario dilucidar lo que tenemos que hacer y las características particulares que debería tener nuestro camino al desarrollo. Tampoco los partidos de la ex Concertación y de la ex Nueva Mayoría han logrado explicarse por qué, luego de 30 años de aplicar distintos programas de desarrollo productivo, no se ha logrado dar un salto en la materia. Sin duda incide una política cambiaria que no tiene como objetivo un tipo de cambio alto sostenido, que genere los incentivos necesarios para la aparición y consolidación masiva de nuevos sectores exportadores. También una política fiscal que deja poco espacio para una real política de desarrollo productivo y tecnológico. Los ministros de Hacienda de uno y otro color no han creído –al menos mientras son ministros– en la necesidad de un Estado emprendedor y activo en la materia.
Pero, más allá del modelo de desarrollo, es indispensable terminar con la autocomplacencia y abordar más críticamente nuestra institucionalidad política y económica. Tiene razón Carlos Ruiz cuando releva la necesidad de revisar el desempeño de instituciones independientes como el Banco Central. Son muchos los que alaban la independencia de esta institución, sin considerar los errores cometidos –el último, la grave subestimación del IPoM de abril sobre la gravedad de la crisis– ni evaluar el impacto de su política en la diversificación de la economía, como se decía más arriba.
Lo decisivo para un buen desempeño, no es la independencia de la institución respecto del Gobierno, la gestión del Banco Central de Colombia tiene un desempeño parecido y no es independiente. La pandemia ha dejado en evidencia graves debilidades del Estado. La descentralización no está dando el ancho. El sistema presidencial está haciendo agua. En estos y otros temas, la izquierda tiene un gran desafío intelectual por delante
La inquietante liviandad de (cierta) izquierda chilena
Por Sebastián Edwards
Hace dos semanas publiqué una columna titulada “Buenismo, enfermedad infantil del izquierdismo”. El texto produjo molestia entre (ciertos) sectores de la izquierda, y generó una docena de réplicas, además de los consabidos comentarios en las redes. Hubo de todo. Respuestas buenas y malas, largas y breves, rigurosas y frívolas. Los epítetos fueron más o menos los de siempre. Me llamaron “payaso”, “neoligarca”, “converso” y “administrador”. Lo más original fue que me acusaron de “falocentrismo político”.
Un grupo político exhibe “infantilismo” cuando actúa en forma impulsiva; cuando tiene buenas intenciones, pero procede en forma desprolija; cuando, ante la ausencia de argumentos sólidos, recurre a argumentos de autoridad.
Permitir a los súper ricos retirar el 10% de sus fondos pensionales, sin pagar el impuesto adeudado fue, sin dudas, desprolijo. Es incuestionable que esta es una pésima política pública en un país tan desigual como Chile, en un país con un coeficiente Gini de 0.46 y un Índice de Palma que se empina por sobre 2.
En columnas en El Mostrador, los doctores Roberto Pizarro Hofer y Eugenio Rivera Urrutia intentaron defender esta política regresiva. Pero no convencen. Dicen que no importa regalarles hoy dinero a los más ricos; ya arreglaremos todo con la nueva Constitución. Yo respondo que sí importa, e insisto que un mejor ordenamiento tributario en el futuro no justifica hacerles un obsequio hoy a las familias pudientes. Lo correcto es decir: “Regalarles un millón y medio a las personas del 10% superior fue un error, que ojalá no se repita”.
Mi alusión a los países nórdicos también generó un debate. Un posteo del profesor Claudio Fuentes en Twitter, confirmó que estas naciones no incluyen todos los derechos sociales en sus constituciones. En una carta en El Mercurio, la profesora Claudia Heiss estuvo de acuerdo con este hecho y llamó a un análisis profundo sobre el proceso constitucional y cómo aumentar el bienestar de la población. Ambas consideraciones son muy útiles para avanzar en lograr una amplia visión de país.
Sin embargo, los doctores Pizarro Hofer y Rivera Urrutia criticaron mi análisis, afirmando que estos países me producían “enojo”. Para evitar malos entendidos, me interesa dejar este punto claro. Los hechos son estos: los cinco países nórdicos tienen menos derechos en sus constituciones que los que tiene Chile en su actual Carta Fundamental, y menos que el promedio de los 190 países tipificados en la literatura.
Además, los nórdicos tienen constituciones más breves que el promedio, incluyendo Chile. De los cuatro derechos sociales fundamentales –salud, educación, pensiones, y vivienda–, solo uno es reconocido en la Constitución de Dinamarca. Finlandia e Islandia reconocen tres en sus actuales constituciones; Noruega, ninguno; y Suecia, tan solo uno. Quien tenga dudas al respecto, puede consultar dos masivos archivos con información detallada sobre 202 constituciones: Project Constitute y Comparative Constitutions Project.
Lo anterior no significa, de ninguna manera, que la nueva Constitución deba excluir los derechos sociales. Desde luego que debe incluirlos. Como signatario original de la Declaración de las Naciones Unidas y del Pacto sobre Derechos Sociales, Chile tiene que consignarlos en su Carta Magna. Pero al hacerlo debemos entender que este es solo un primer paso en un proceso largo y complejo por lograr servicios públicos universales y de calidad. Para alcanzar esa meta, serán vitales leyes, decretos y reglamentos. También la eficacia de la gestión administrativa y la probidad funcionaria. Además, hay que cuidar que la exigibilidad judicial de estos derechos no genere efectos colaterales que dañen el tejido social del país y produzcan más desigualdad y desamparo social.
También causó molestias mi aseveración en relación con que buscar una matriz de exportaciones más “compleja” podía resultar en políticas contraproducentes. El doctor Pizarro Hofer aseveró que El Salvador era un mal ejemplo de un país que, siendo mucho más pobre que Chile, tiene una matriz más compleja. Dijo que se trata de un caso especial, afectado por la maquila.
Pero si el estimado doctor hubiera mirado los datos con detención, habría notado que el caso de El Salvador no es único en la región.
Como se puede ver en https://atlas.cid.harvard.edu/rankings, Chile se encuentra en el lugar 72 (de 133 naciones) en el ranking de complejidad. Además de El Salvador, dentro de América Latina nos superan Colombia, Costa Rica, Brasil, México, Uruguay y la República Dominicana, todos más pobres y con peores indicadores sociales que Chile.
Esto indica que “complejidad” productiva no es una condición suficiente para lograr el desarrollo económico. Si uno escarba un poquito, descubre que, con la posible excepción de Uruguay, todas estas naciones tienen una característica en común: están cerca de los grandes mercados mundiales, lo que les permite participar en “cadenas globales de suministro”. Esta es una de las razones (pero no la única) por las que sus niveles de “complejidad” superan los de Chile.
El desafío, entonces, es el planteado por José Miguel Ahumada y Nicolás Grau en una constructiva nota en Ciper. ¿Existen mecanismos que le permitan a Chile aumentar su complejidad y valor agregado en forma eficiente? La respuesta es que sí es posible, pero que no es fácil. Más aún, la política industrial tradicional, con sus resabios proteccionistas, no es la mejor manera de lograr este objetivo.
Al sociólogo Carlos Ruiz –un amigo lo describe como “el Jaime Guzmán del Frente Amplio”– tampoco le gustó mi escrito sobre el infantilismo. Una deconstrucción de su texto permite reconocer dos elementos que avanzan entrecruzados, formando una filigrana áspera.
El primer elemento es intensivo en adjetivos como “neoligarca”, “payaso” y “bananero”. Ninguno de esos me inquieta.
Pero lo que sí me preocupa es que, en su sermón, Ruiz use, en forma repetida, el término “cosmopolita” para intentar descalificarme. Y me preocupa, porque “cosmopolita” era el epíteto favorito de los nazis y del estalinismo para humillar y perseguir a los judíos. Esto es aún más alarmante cuando uno nota que, en el título de su queja, el doctor Carlos Ruiz intenta hacer un juego de palabras con el más famoso de los escritos de esa cosmopolita insigne y desafiante que fue Hannah Arendt.
El segundo elemento en el edificio barroco de Ruiz es más interesante, ya que nos permite atisbar lo que él y, eventualmente, sus seguidores, desean para el futuro.
Por ahora, tan solo un comentario: a don Carlos no le gusta que el Banco Central sea autónomo. Desde luego, está en su derecho. Pero es importante consignar que hay evidencia sólida y masiva que indica que un menor grado de autonomía del instituto emisor tiende a resultar en mayor inflación.
Y, como (casi) todo el mundo sabe, los costos de la inflación los pagan los más pobres, los que no tienen asesores financieros, los que no se pueden llevar el dinero a Miami. Esto puede no preocupar a don Carlos, pero a mí sí me importa.
En la proposición 7 del Tractatus, Ludwig Wittgenstein dijo: si no se puede hablar con claridad, es mejor guardar silencio. En política, esta sentencia es muy severa. En estos tiempos constitucionales debemos hablar, aunque a veces las cosas no estén completamente claras. Debemos hablar con realismo y reconocer que, si bien la nueva Constitución es necesaria, por sí sola no solucionará todos nuestros problemas. Sí, definitivamente, debemos hablar los unos con los otros y establecer un gran diálogo nacional. Pero al hacerlo, debemos superar el infantilismo y la liviandad; debemos dialogar con la verdad, apegarnos a los hechos, y sopesar la evidencia con respeto y estrictez.