Ensayar juntos una sonrisa

Estudiantes que se plantan frente a un tanque; mujeres que increpan al invasor que les apunta con una metralleta; señores mayores, algo encorvados, que aprenden a desfilar y a disparar un arma; cerveceros que en vez de producir lagers se dedican a los cócteles molotov.

Habría que ser muy estrecho de corazón para no conmoverse con las historias que a diario llegan desde Ucrania. También resulta difícil no preguntar: ¿qué motiva a esos jóvenes y a esos abuelos? Hace ya 75 años George Orwell planteó que el nacionalismo tiene un lado tóxico —el odio al resto de la humanidad— y un lado noble —“la devoción frente a un lugar y un modo de vida que consideramos el mejor del mundo pero que no deseamos imponerle a los otros” —. Ese amor por lo propio, Orwell nos habría dicho, es lo que gatilla en los ucranianos un valor asombroso.

La pregunta clave, entonces, es dónde termina lo propio y comienza lo ajeno. Ucrania ha sido independiente por solo tres décadas. El oriente del país heredó la anticuada industria soviética; la mayoría de su gente habla ruso y profesa la religión ortodoxa. El occidente es próspero, católico y allí predomina el idioma ucraniano. Muchas familias tienen parientes a ambos lados de la frontera que separa a Rusia de Ucrania, y podría llegar a pensarse que rusos y ucranianos, que fueron parte de un mismo imperio por siglos, tienen más en común que los ucranianos de este y oeste. Pero la reacción a la barbarie desatada por Putin sugiere otra cosa: los ucranianos tienen una identidad propia y están dispuestos a defenderla con la vida. Cualquier trizadura que pudiese haber existido en esa identidad empezó a restañarse en el momento que los tanques rusos cruzaron la frontera. Nada une como un enemigo común.

¿Es Chile una nación? La respuesta puede parecer obvia, pero para los 155 convencionales que redactan la nueva constitución no lo es. “Chile es un Estado regional, plurinacional e intercultural conformado por entidades territoriales autónomas”, dice una de las normas aprobadas. En el pleno las ideas sobre el futuro sistema político-electoral escasean, pero los pueblos, comunidades, territorios y autonomías se multiplican por doquier. Acaso ésta es la respuesta obvia para la mayoría de la Convención: Chile no es una nación, sino muchas. Lo que nos separa es hoy el objeto primario de atención. Lo que nos une —a diferencia de Ucrania— todavía está por verse.

La idea de que Chile puede albergar a más de una identidad, tribu o nación ha sido recibida con sorpresa —y, las más veces, con alarma— en círculos conservadores. Pero no hay nada de sorpresivo en esto. La biología evolutiva, la psicología y la antropología moderna comparten una conclusión: los humanos somos, por sobre todo, tribales.

En el pasado distante cuando nuestros antepasados debían cazar mamuts para sobrevivir, la confianza mutua al interior de grupos pequeños era un asunto de vida o muerte: si mi socio en la partida de caza no era de fiar, entonces ambos podíamos terminar pisoteados por el mastodonte. La evolución nos dotó del instinto de confiar en nosotros. También nos dotó de la propensión a recelar de los otros —los habitantes del siguiente valle, quienes solían intentar comerse nuestro mamut una vez que habíamos arriesgado la vida para tumbarlo—.

No se equivocan los convencionales, entonces, cuando sostienen que todo parte con las identidades y su natural petición de autonomía. Al revés: los equivocados, por muchos años, han sido los estudiosos de la democracia liberal que solo tenían espacio en sus teorías para el individuo carente de ataduras grupales. La oleada populista —de derecha e izquierda— en la década pasada terminó de echar por los suelos esa fantasía. Donald Trump o Andrés Manuel López Obrador podrá ser un inepto, admite más de alguno de sus partidarios, pero es mi inepto. Habla, siente, y se comporta como yo. Me identifico con él.

La política siempre fue identitaria, pero hoy lo es tanto o más que nunca. Gabriel Boric lo entiende a la perfección. Los tatuajes, la afición rockera, la casa presidencial en Santiago poniente, la foto oficial sin corbata y con el mar de Tunquén de fondo. Todos y cada de uno de esos símbolos dice: no soy como Piñera, no soy como Frei, no soy como Lagos. Chileno y chilena: soy como tú. O, mejor dicho: soy como tú querrías ser.

Pero los convencionales sí se equivocan en un punto: el reconocimiento de ese racimo de identidades es el inicio de la construcción de una nación, no el final. Prometerle a cada grupo respeto y autonomía es la parte fácil. Convertir a todos esos grupos en una nación es la difícil.

No se trata solo de tolerar o compartir un territorio. Se trata de vivir juntos; de convivir. Ese es el desafío que posee un carácter ineludiblemente moral. La capacidad de poner los intereses de nosotros sobre los intereses individuales, sostiene Joshua Greene, psicólogo de Harvard, es el gran logro moral de la evolución humana. La incapacidad de ver el mundo desde la perspectiva de los otros, aquellos que no pertenecen al estrecho nosotros, el gran fracaso.

Acerca de esta tarea, la crucial, la verdaderamente ética, los constituyentes no parecen tener mucho que decir. Al contrario: casi todo lo que dicen y hacen va en la dirección opuesta. Reivindican identidades cada vez más estrechas, en jerga cada día más exótica y excluyente. Nos sermonean sobre cómo vivir y callan acerca de cómo convivir.

La izquierda norteamericana, ansiosa por representar a cada minoría étnica, sexual y cultural, ya cometió este error y lo pagó caro. Perdió el apoyo del votante de clase media y edad media, y de ese pantano político nació el monstruo de Trump. La izquierda gringa, argumenta el historiador Mark Lilla, de Columbia, resulta incapaz de proyectar “una imagen de cómo podría ser nuestra vida en común… En la competencia por darle forma a la imaginación norteamericana, la izquierda simplemente ha abdicado.”

Chile alguna vez contó con elementos potentes para construir una identidad común. En este último rincón del planeta empezamos a construir instituciones democráticas mientras, en el siglo XIX,  nuestros vecinos iban de golpe en golpe y de caudillo en caudillo. Los chilenos y las chilenas nunca fuimos ni los más simpáticos ni los mejores bailarines, pero acaso sí los más serios y trabajadores. De acuerdo: propensos a las jerarquías y demasiado tolerantes de la desigualdad, pero forzados por esos terremotos terribles a tenderle una mano de tanto en tanto al vecino.

Tales mitos y varios más se derrumbaron en años recientes. Nuestros políticos, de reputación seria y serena, se volvieron frívolos, y nuestras policías, en vez de ser los únicos inmunes a la corrupción en todo el continente, resultaron proclives a los chanchullos. Escándalo tras escándalo de colusión fue socavando el buen nombre de esos empresarios alemanes y vascos, que, se suponía, eran tan abnegados y rectos como el que más. El mega terremoto del 2010 desató más controversias que ayudas. Y, para colmo, nuestra economía en teoría ejemplar y nuestra productividad otrora boyante se estancaron, al punto que el jaguar sudamericano hoy parece gato de campo.

¿Qué viene ahora? Lograr en tiempos de paz lo que los ucranianos han tenido que hacer en tiempos de guerra: construir un nosotros cada día más amplio. De eso se trata el progreso, sostiene el especialista en ética Peter Singer, de la Universidad de Princeton: expandir paulatinamente “el círculo de los afectos”, para que llegue a incluir a quienes no rezan, o piensan o visten como yo.

A los cosmopolitas les gustaría pensar que ese círculo algún día podrá alcanzar a toda la humanidad. Es un noble ideal. Pero la verdad pura y dura es que hoy ese círculo rara vez se extiende más allá del Estado-nación. La Unión Europea revela lo difícil que es construir esos afectos transnacionales. Gran Bretaña partió y otros amenazan con irse. Los millones de cesantes en Grecia, Italia, España y Portugal no bastaron para que los votantes de Europa del norte abrieran la billetera durante la crisis de hace una década. El problema es en parte la ausencia de símbolos compartidos. Los billetes de casi todas las naciones muestran el rostro de alguna figura con la que nos identificamos. Los euros, por contraste, solo muestran edificios. Y, para más remate, edificios que no existen, porque los europeos fueron incapaces de ponerse de acuerdo para retratar el palacio tal o el monumento cual.

Esa es la mala noticia. La buena noticia es que el Estado-nación está más vivo que nunca como fuente de afectos compartidos. Es cierto que no toda nación incluye al total de sus habitantes en el círculo de los afectos. Pero eso puede cambiar porque las naciones no nacen sino que se inventan y reinventan, enseña Benedict Anderson: son “comunidades imaginadas” en las que, aunque jamás nos topemos cara a cara con la mayoría de nuestros compatriotas, sí podemos concebir qué nos une a ellos.

Nehru y Gandhi inventaron un país tras el fin del imperio británico en la India y la sangrienta partición de la que surgió Pakistán. Heredaron al menos cuatro religiones, 22 lenguajes oficiales y cientos de grupos étnicos, y con esa greda se propusieron dar forma a una identidad compartida. Diseñaron símbolos, inventaron himnos e idearon ritos. Gandhi, hasta entonces un abogado de cuello y corbata, se vistió de túnica blanca y sandalias y caminó casi 400 kilómetros hasta llegar al mar para recoger sal con sus propias manos.

Más de alguien dirá que Chile no será un país con una identidad compartida mientras siga siendo tan dolorosamente desigual. Eso parece cierto, pero no lo es. Las identidades nacionales reflejan lo que somos pero también lo que queremos ser. Imaginamos nuestro futuro usando retazos de nuestro pasado y así mejoramos nuestro presente. Martin Luther King entendió esto mejor que nadie. En su famoso discurso del Mall de Washington, en 1963, no se guardó palabras para describir la discriminación que sufrían los afro-americanos. La promesa de igualdad formulada por los padres de la patria, dijo, es “un cheque que no tiene fondos”. Pero acto seguido no reivindicó una identidad separada, ni exigió autonomía o gobierno propio. Al contrario: la lucha de los afrodescendientes por su libertad, sostuvo King, es la misma que se inició con la independencia y que es la lucha de todos. Su meta: que nuestros hijos “vivan algún día en una nación donde se les juzgue no por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter”.

El Presidente Boric entiende la importancia de forjar una identidad compartida. Su discurso a pocas horas de asumir el cargo lo dejó claro. Boric ha repetido la fórmula consabida de que será el presidente de todas las chilenas y los chilenos, pero esa vez fue más allá. Al seguir los viejos ritos republicanos, emocionarse con el himno nacional, treparse al Ford Galaxy, y decirle al jefe de la guardia de Carabineros que para él es “un honor” llegar a La Moneda, Boric mostró que sabe que la historia de Chile no comienza ni termina con él.

También dio pistas acerca de lo tenemos en común, y lo hizo con un lenguaje, en ciertos pasajes, inesperadamente bello: “Este Chile, hecho de diversos pueblos y naciones, instalado en una cornisa del continente…, enriquecido y transformado por el trabajo de su pueblo…, solo en un puñado de años ha debido atravesar terremotos, catástrofes, crisis, convulsiones, y una pandemia mundial. Pero en [este país] siempre, siempre, nos sacudimos el polvo, nos secamos las lágrimas, ensayamos juntos una sonrisa, nos arremangamos las mangas y seguimos. Los chilenos y chilenas siempre seguimos.”

Los convencionales harían bien en escuchar al Presidente de la República. Ser “hecho de diversos pueblos y naciones” no impide a Chile ser un país. Una nación en que es más lo que nos une que lo que nos separa. La Constitución es parte clave de esa construcción colectiva. A la fortaleza que permite ponernos de pie tras cada costalazo ahora las chilenas y los chilenos podríamos añadir el logro de haber forjado una constitución en democracia, con plenas libertades, paridad e inclusión. Podríamos decir: ¿cómo somos los habitantes de este país? Porfiados, buenos para discutir, pero también buenos para ponernos de acuerdo.

Pero no cualquier Constitución sirve. Antes que nada, tiene que ser una Constitución que funcione. Hasta en la nación más afiatada surgen diferendos. Un buen marco constitucional permite resolver esos conflictos sin tener que llegar ni a los combos ni a las balas. Hasta el momento los convencionales han operado con lo que Max Weber llamó la ética de la convicción: cada uno echa su parrafada, traza sus líneas, y se regocija en la pureza de sus creencias. Llegó la hora de operar con la ética de la responsabilidad: una constitución torpe o trabada no sirve, por noble que pueda haber sido el proceso de su escritura.

Pinochet y Jaime Guzmán impusieron una Constitución de derecha. Sería una catástrofe que esta Convención tratara de imponer una Constitución de izquierda. No debe ser tributaria de ningún “ismo”. Basta con que sea democrática: que aplique la regla de la mayoría, proteja a las minorías, y garantice derechos a todos y todas por igual. Basta con que sea un texto del que todos y cada uno de nosotros pueda sentirse parte.

Y ojalá que esté escrita en castellano. Las leguleyadas formalistas de nuestra tradición legal ibérica han servido para impedir que los gobernados entiendan las leyes que los gobiernan. En esta convención, la jerga de seminario de posgrado en las humanidades, repleta de largos vocablos indigeribles cuya única virtud es estar de moda, va por buen camino para lograr exactamente lo mismo. La belleza en el lenguaje produce identificación; la fealdad, rechazo o indiferencia.

Los ucranianos descubrieron qué los une cuando un tirano trató de invadirlos. Nosotros podríamos redescubrirlo a través del diálogo y la política. Podríamos, digo, porque la Convención está a punto de desperdiciar esa oportunidad única. Quizá aún sea tiempo de enmendar el rumbo, sacudirnos el polvo y ensayar juntos una sonrisa.