La respuesta de la política a las catástrofes es un tema que ha apasionado a intelectuales por siglos. En 1776, por ejemplo, Adam Smith desafió la intuitiva idea de que las hambrunas eran meras circunstancias de la naturaleza, planteando que podrían nacer también de erradas decisiones de política. La historia no refuta al escocés: equivocadas medidas del Estado pueden extender y amplificar la severidad de esas y otras fatalidades. ¿Un remedio para el drama? Una institucionalidad en donde quienes toman las decisiones internalicen los costos de sus errores. Dicho marco, sin embargo, no siempre ofrece garantías.
Así lo ilustra Doom, el último libro de Niall Ferguson. El texto recorre la historia de pandemias, terremotos, accidentes, guerras, mostrando una y otra vez cómo la incompetencia política puede definir tanto el resultado final como el origen de la catástrofe.
De acuerdo al autor, parte del problema pasa por la humana incapacidad de evaluar riesgos. Utilizando metáforas, no distinguimos eventos del tipo rinoceronte gris (fuente evidente y probable de peligro) de aquellos más parecidos a cisnes negros (situación que en base a la experiencia parece poco probable) o a dragones (de tal nefasta escala que parece irreal). Todo además se potencia con cinco malas prácticas de la clase dirigente al enfrentar calamidades: no aprender de la historia, incapacidad de imaginar escenarios, la miopía de pensar que siempre se está lidiando con «la crisis final», subestimar las amenazas y sacar la vuelta (procrastinación). ¿Suena conocido?
Si bien la obra no tiene un pilar en lo económico -una pena, pues allí los casos de malas decisiones transformadas en catástrofes sobran-, sí pone en perspectiva el porqué, frente a un desastre prolongado, la clase política puede equivocarse en ese ámbito. Y es que cuando no se es evaluado por aquellos incidentes que se evitan, sino por los efectos negativos de las medidas que se toman en el proceso, es difícil saber si se está ayudando o metiendo la pata.
Pero una sociedad moderna puede ayudar a dilucidar tal incertidumbre (o al menos generar responsabilidad). ¿Cómo? Demandando de los políticos respuestas honestas a preguntas difíciles. Por ejemplo, ¿cuánto más aumentar el gasto público frente a la emergencia? Sin restricciones presupuestarias, evidentemente hasta el infinito. El problema es que, a pesar de la discusión de matinal, la realidad es distinta. Tarde o temprano hay que frenarse; si no, las cosas se pueden ir más a las pailas. ¿Por qué no se produce esa conversa?
Doom es interesante, pero deja temas en el aire. ¿Potencia la liviandad de la telepolítica la catástrofe? ¿Puede el descuido de argumentos técnicos extender la tragedia? Quizás la experiencia del covid dé claves. En el intertanto, el esfuerzo debe ser doble. Fijar la vista para no confundir rinocerontes con cisnes o dragones. Y frente a un incompetente frenesí político por salir del túnel, también hay que parar la oreja. La economía ha enseñado que el silencio del canario es alerta de futuros problemas.