Para salir del fango, lo primero es admitir que uno está embarrado. Quien haya experimentado y superado una crisis lo sabe. Sin registrar el problema, difícil conocer su magnitud —¿metí la pata o estoy hasta el cuello?— y menos resolverlo. Algo parecido les pasa a los países, con la obvia complicación adicional de que el reconocimiento debe ser colectivo. Chile es un buen ejemplo. Es evidente el drama económico y social derivado del covid-19. Si bien la situación tiende a mejorar, dando la sensación de que se sale del barro, hay que ser prudente. El país enfrenta esa y otras crisis más.
El conflicto por la supremacía mundial entre Estados Unidos y China, con escaladas arancelarias y restricciones a la operación de empresas, es un segundo problema global. El tema ha sido relegado en el debate nacional, pero, para cualquier país pequeño que depende del comercio internacional, la involución hacia el proteccionismo puede ser letal. Por eso es difícil entender que parte de la clase política se oponga a nuevos acuerdos comerciales (TPP11, por ejemplo). En momentos en que se deberían estar diseñando estrategias para contrarrestar los efectos de una escalada del conflicto, nada peor que atornillar para el otro lado y solitos reducirse el acceso a los mercados internacionales. El barro tapa las rodillas.
Y tal cándida visión ilustra otra crisis, ahora sí de fuente local, que sufre Chile: la política. Al desfonde de contenido de los partidos tradicionales —preocupante señal para la estabilidad de la democracia—, se agrega una falta de liderazgo y seriedad en la conducción de los cambios que requiere la sociedad. El tema es grave, sobre todo porque parte de la clase dirigente no lo admite. Continúan asumiendo que el nivel de la discusión es similar al de años atrás. Y es que las cosas han cambiado. Negociar en 2020 obliga a evaluar la posibilidad de que se tenga al frente a un aspirante a Winston Churchill, pero de matinal. El barro llega a la cintura. Aceptemos la realidad.
La violencia sin control es otro flagelo nacional. El vandalismo y destrucción observados a partir de octubre, más lo que sucede en La Araucanía, demuestran tanto una escalofriante incapacidad del Estado para sostener el monopolio de la fuerza como un problema cultural. Una sociedad que valora la libertad de la democracia no debe tolerar ni justificar la violencia. La ambigüedad e incluso la explotación política de los graves hechos indican que el barro nos está enfriando incluso la yugular.
¿Cuándo se jodió Chile? La pregunta aporta poco. ¿Cuánto tiempo estará jodido? ayuda más. Responderla implica reconocer la crisis y estimar su profundidad, dos pasos esenciales de cualquier terapia de recuperación nacional. Y este ejercicio no puede ser dirigido por la barra brava. Ponerla a cargo sería como agregar caimanes al pantano. No, es el momento de la moderación y sensatez, de la racionalidad y responsabilidad. De ahí tiene que salir el proyecto que apure la salida del país del barrial.