Durante las últimas semanas me ha embargado un pesimismo profundo. El acuerdo fiscal de junio duró apenas unas semanas. Fue un veranito breve, seguido por recriminaciones, bullying y violencia.
Me temo que esto va a terminar mal, y que Chile volverá a sus orígenes de país latinoamericano del montón. Un país con un estado de derecho endeble, con instituciones débiles y baja productividad. Un país desigual, segregado, violento y pobretón.
Mi pronóstico es este: en una generación -en 25 años- Chile estará entre Ecuador y Costa Rica.
Hoy día, Chile tiene un ingreso per cápita que es más del doble que Ecuador, y 50% más alto que Costa Rica. De acuerdo con el PNUD, las condiciones sociales son sustancialmente mejores en Chile. Mientras nuestro país se encuentra en el lugar 42 del ranking del Índice de Desarrollo Humano, Costa Rica está en el 68 y Ecuador en el 85. Nuestra inequidad -alta, pero decreciente- es casi igual a la de Ecuador y bastante menor que en Costa Rica. La incidencia de la pobreza en Chile es el 4%, en Costa Rica es el 11% y en Ecuador el 24%.
Ubicarse entre Ecuador y Costa Rica significa, en términos relativos, un enorme retroceso. Es volver a la mediocridad, volver a los potreros de la segunda división, volver a marcar el paso.
La selección de Ecuador y Costa Rica como puntos de referencia no es arbitraria. En 1990, los dos países y Chile eran, estadísticamente hablando, casi idénticos. El mismo ingreso per cápita, prácticamente el mismo nivel de desigualdad y una incidencia de la pobreza similar.
Durante 25 años pareció que Chile había logrado despegar. Durante este periodo el país pasó del séptimo al primer lugar en ingreso per cápita, redujo la desigualdad en forma importante y bajó la pobreza del 56% al 4%. Fueron los años del modelo de mercado y de economía abierta, diseñado por los Chicago Boys y perfeccionado por la Concertación.
Entrada la segunda década del siglo XXI, quedó en evidencia que el modelo se estaba marchitando: Malestar y descontento, aspiraciones frustradas, abusos y rabia. Los acontecimientos desde entonces sugieren que el despegue fue un fenómeno pasajero. Chile ya no tiene el ingreso más alto de la región. Ese país es, ahora, Panamá.
Las causas del retroceso son complejas y múltiples. Lo que está claro es que la senda chilena a la prosperidad fue cercenada por una tijera de dos hojas: una de izquierda y otra de derecha.
El regreso a la democracia fue liderado por políticos completamente atípicos. En un prolongado y durísimo exilio, este grupo valoró la democracia, la eficiencia y los acuerdos. Este fue un liderazgo de izquierda nunca visto en América latina: líderes modernos y cosmopolitas, que entendieron que, luego de la caída del Muro de Berlín, la única opción era un capitalismo innovador y globalizado, que, poco a poco, fuera haciéndose más inclusivo e igualitario.
Estos políticos no fueron perfectos, y cometieron errores. Pero entendieron que negociar no era ni «transar» ni «traicionar». Entendieron que una verdadera democracia requiere de una conversación permanente, de dialogar sin claudicar, de tender puentes y nunca permitir que el silencio secuestre el entendimiento. Comprendieron que en política no hay que eliminar los desacuerdos, sino que hay que evitar las intransigencias principistas.
Cuando estos líderes, forjados en el exilio, se fueron retirando, sus reemplazantes fueron dirigentes formados en la más pura tradición de la izquierda latinoamericana. Provincianos, sin experiencia internacional, con profundas lagunas históricas, cargados de nostalgia trasnochada, y, por qué no decirlo, un pelín perezosos.
La otra hoja de la tijera que termina castrando el despegue chileno es una derecha indolente, arrogante, sin mayor interés por entender las ansiedades y aspiraciones de la población, incluyendo la necesidad de una nueva Constitución. Una derecha que se autosegrega en sus barrios de ultramuros, en sus centros comerciales y en sus universidades «cota 1.000.» Una derecha que, con contadas excepciones, ni siquiera se preocupó por hacer una defensa conceptual e inteligente del «modelo». (¿Dónde están los periodistas influyentes de derecha?).
A pesar de mi pesimismo, creo que aún hay una salida. Creo que la discusión constitucional es nuestra única tabla de salvación. Solo si tenemos una conversación abierta, iluminada, tranquila, con altura de miras, respetuosa y realista, podremos salir del embrollo. Por eso me preocupa la improvisación con la que se está enfrentando el proceso. Ni siquiera hay presupuesto para la (muy posible) comisión constitucional. El problema, claro, es que tendremos una sola oportunidad. Si no la aprovechamos, el retroceso será ineludible. Volaremos a nuestro punto de partida, volveremos, para usar un término ciclista, al pelotón latinoamericano.
Para aprovechar esta oportunidad única es esencial evitar, a toda costa, el rebrote de la violencia. Esa violencia glorificada por la izquierda más infantil, esa violencia castradora, esa violencia que tanto político cobarde no quiso denunciar a fines del año pasado.
A mí me duele Chile. ¿Y a usted?