“Es regresivo”
“Bajarán las pensiones”
“Profundiza el mensaje individualista”
“Si se logra crear un nuevo sistema previsional, partirá con fondos mermados”
“De restituirse lo retirado, el costo será superior a todo el plan de emergencia acordado hasta ahora”
“Hay opciones más baratas, más progresivas”
No hay caso. Los argumentos atraviesan el sentido común como si fueran palabras al viento, porque así exactamente es como los juzgan muchas personas: palabras que no les dicen nada o, peor aún, les dicen algo muy distinto de lo que se supone quieren comunicar. Son tan lejanas a su experiencia (preferible pan para hoy y hambre para mañana que hambre hoy y mañana), tan ajenas a su juicio (más regresivo que hoy, imposible), tan distantes de sus confianzas (si lo dicen los expertos o los poderosos, seguro que les conviene a ellos más que a mí), tanto, que esas palabras no pueden nada contra una emoción mucho más categórica: plata fresca y charchazo a las AFP.
Llevamos varios años tratando de sacar una reforma al sistema previsional que corrija sus graves problemas, pero no se ha logrado. El gobierno de Sebastián Piñera presentó su proyecto el 2018, y su tramitación está trancada en el Senado hace meses. El alto nivel de rechazo contra el actual sistema ha llevado al escenario que tenemos hoy, donde no hay salidas buenas: o se permite el retiro de los ahorros previsionales, o se contribuye a una nueva ola de indignación y rabia ciudadana. Ante estas dificultades, algunos han señalado que se debiera volver a la época de los grandes acuerdos, porque en ese entonces sí se lograba avanzar. Veamos si esa es la solución:
El actual debate legislativo sobre pensiones comenzó realmente el 2017, a finales del último gobierno de Michelle Bachelet. El 2008, en su primer gobierno, hubo una reforma que instauró el pilar solidario. El proyecto de su segundo mandato, en cambio, nunca vio la luz. Fue rechazado por toda la derecha y también por el Frente Amplio. La primera reforma tampoco se aprobó completa, quedó en el camino la idea de una AFP estatal que no logró reunir el quorum exigido. Igual que el Auge, que perdió el fondo de compensación de riesgo entre Isapres y Fonasa, destinado a reducir las inequidades entre ambos sistemas, y el alza de impuestos para financiar la reforma. Lo mismo pasó con el royalty a la minería del año 2004, pero esa vez fue rechazado de plano, y con el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, que no alcanzó el quorum en dos oportunidades. Las normas anti elusión también se fueron cortadas durante el gobierno de Ricardo Lagos, y la inscripción automática con voto obligatorio se perdió en el Congreso el 2005, ya nadie se acuerda. La ley antidiscriminación, que terminó aprobándose el año 2012, fue presentada el 2002, y estuvo 10 años detenida porque la derecha no estaba dispuesta a incluir la orientación sexual como causal de discriminación arbitraria. El financiamiento público a las campañas electorales, cuyo objetivo era reducir la influencia del dinero en la política, se logró establecer el año 2003, pero para hacerlo hubo que ceder a cambio que se permitieran las donaciones de empresas ¡y con franquicia tributaria! El sistema de acreditación de la educación superior se aprobó el año 2006 después de una tortuosa tramitación, y para ver la luz debió eliminarse la acreditación obligatoria por parte de una agencia estatal, y aceptar a cambio la acreditación voluntaria mediante agencias privadas que elegía cada universidad. Y la reforma educacional que pone coto a la selección y al lucro de los establecimientos subvencionados se presentó originalmente el 2007, pero fue rechazada, para aprobarse finalmente el 2015, estallido estudiantil mediante. Y así, hay una larga lista de reformas que nunca han visto la luz o lo han hecho cuando ya era demasiado tarde.
Recuerdo todos estos hechos para ilustrar dos conclusiones muy simples:
1. Los cambios impulsados largamente por una mayoría política y social, se transforman en un boomerang contra la institucionalidad cuando ésta no logra darles curso de una forma adecuada y oportuna. Ese boomerang no sólo golpea al sector político que frenó dichos cambios, sino al que los defendió sin éxito, y a la institucionalidad toda que no permitió que avanzaran.
2. La democracia de los consensos, tan defendida por sus protagonistas de la época, y tan odiada por sus detractores millenials, nunca existió verdaderamente. Lo que existió fue el criterio de realidad que hoy le falta al gobierno de Piñera: en este sistema, cuando no tienes los votos debes resignarte a acordar tus pasos con la oposición. La alternativa es dedicarte a la política testimonial. A pesar de que ambos sectores han gobernado en minoría, hay una diferencia esencial entre ambos casos. Piñera no tiene mayoría porque su coalición perdió en las elecciones parlamentarias, y pese a que tiene la Constitución y el Tribunal Constitucional de su parte, hay cosas que no puede hacer si no las acuerda con sus adversarios. Los gobiernos de centro-izquierda, en cambio, ganaron todas las elecciones parlamentarias, pero igual no tuvieron mayoría en el Congreso producto del binominal y los designados, además de tener la Constitución y el Tribunal Constitucional como frenos a gran parte de sus reformas.
Es verdad que cuando gobernaba la centroizquierda y se tenía el pragmatismo de negociar los proyectos para hacerlos viables, se hizo común en algunos personeros presentar esos avances como triunfos descollantes cuando apenas eran pasos modestos en un recorrido al que le quedaba demasiado trecho por andar. Es cierto también que otros tantos aprendieron a negociar antes de intentar siquiera pelear por lo que creían. Y algunos se acomodaron y encontraron cómo beneficiarse de la situación. Pero nada de eso cambia que los acuerdos tantas veces evocados eran más producto de la imposibilidad que del entendimiento.
Ahora las fuerzas están más parejas. La Constitución y el muro que representa todos sabemos que tiene los días contados. Los ciudadanos, antes confiados y expectantes, ahora están exasperados y exigentes. Aunque muchas veces sintamos que sus reclamos han perdido mesura y sus juicios son injustos, lo cierto es que el deber del mundo político es prestarle oídos a esa rabia, entender su origen y dialogar con ella. El propósito no puede limitarse a la mera transmisión de los deseos, las demandas y los malestares. El papel de la política es articular esos clamores populares con los principios en los que se cree, con los conocimientos y con las restricciones de la realidad. La ecuación no es siempre perfecta, y dentro de los márgenes en que se conjuga esa difícil combinación se juega la buena y la mala política, la decente y la corrupta, la eficaz y la inoperante.
Cada tiempo tiene su música. Desde el retorno a la democracia, la música fue por largo rato la de los acuerdos tomados entre la espada y la pared. ¿Tiene una nueva música la época que estamos iniciando? Por ahora, sólo notas altisonantes, ensayos de una nueva composición que todavía no encuentra su tono. Y así será por un rato. En el intertanto, hay algo que debemos aprender los que nos sentimos parte de ese amplio espectro que es la socialdemocracia, desde el socialismo democrático al progresismo liberal: defender la democracia y la institucionalidad no es solamente cruzarse con los intentos de vulnerarlas, sino también encontrar la forma de abrir camino a través de ellas a los cambios que ya no pueden esperar.
Para los tiempos que vienen, ese sector socialdemócrata necesita recuperar su voz y su vinculación con el mundo popular. Ser reconocido como un agente de cambio. Regenerar la capacidad de conversar con la sociedad, con las personas comunes, con los actores sociales. Atreverse a discutir en las asambleas, a argumentar, a escuchar razones, a buscar acuerdos. También ahí se necesitan, quizás más que en ningún otra parte. Hasta ser convincentes en que el apego democrático e institucional, la opción por las buenas políticas públicas y la consideración del conocimiento especializado no es la excusa para frenar los cambios, sino la garantía para hacerlos, y hacerlos bien.
Esta sociedad está mostrando una energía gigantesca para transformar el país. Esa energía no se expresa solamente en movilizaciones, sino en nuevas formas de compromiso cívico, actos solidarios, articulación territorial, organizaciones de la sociedad civil, líderes de base, espacios de debate, contenidos y lenguajes. Ningún progresismo será opción de futuro si no es capaz de dialogar con esa nueva realidad social, de articularse con ella y crear complicidades. Mientras más nos demoremos en entenderlo, más veces terminaremos retirando ahorros de los fondos de pensión.