En abril de este año, diputados de varias bancadas presentaron un proyecto de ley para sancionar con presidio al que, en tiempos de catástrofe, altere ilegítimamente precios de alimentos, artículos de higiene, materiales de construcción, combustible, medicamentos o insumos médicos, cobrando un 20% o más del precio anterior a su alteración.
Se mencionan como fundamentos del proyecto que Chile está expuesto a calamidades -cuestión que a estas alturas nadie va a discutir-. También que la ley de sismos y catástrofes del año 1965 establece una sanción penal al que cobre un precio mayor al oficial, norma que según el proyecto no sería aplicable ante la actual inexistencia de precios oficiales. Por último, se señala que Estados Unidos sí cuenta con leyes para sancionar el alza artificial de precios o “price gouging”.
El proyecto hace una advertencia. Reconoce que no se quiere “generar el efecto indeseado de desincentivar la producción de bienes esenciales para hacer frente a la emergencia”, por lo cual se exige que el alza sea ilegítima y no que obedezca a un mero aumento correlativo de los costos.
A primera vista, parecería una buena idea en un contexto de estallido social, coronavirus y recesión económica. No parece justo ni ético que alguien se aproveche del desorden que provoca una calamidad para lucrar con la desgracia ajena -cual buitre-, cobrando precios exorbitantes. En esa misma línea argumental, Michael Sandel apunta a la avaricia como un disvalor cívico y aclara que “una sociedad en la que las personas explotan a sus vecinos para obtener ganancias financieras en tiempos de crisis no es una buena sociedad”.
Hasta ahí estamos bien. Sin embargo, la realidad puede ser más compleja que lo que la tinta de la ley soporta y no sería primera vez que una legítima intención -como atacar la avaricia oportunista- pudiese producir efectos contraindicados o descartar alternativas más efectivas.
Si desmenuzamos el proyecto y lo vemos más de cerca -en lo que está trabajando la Comisión de Constitución y Legislación de la Cámara a la que he asistido- aparecen sombras que nos obligan a reprimir nuestro entusiasmo inicial y a dudar de una fe ciega en el poder de las leyes.
Yerran los diputados al aseverar que la ley de 1965 no se aplica. El Ministerio Público (MP) aclaró que la sanción penal de esa ley está vigente respecto a los precios fijados por la autoridad. Hasta ahora, la autoridad sanitaria ha fijado precios para el test del coronavirus, el arriendo de espacios para hospitales y las prestaciones médicas de clínicas a pacientes de Fonasa, y podría seguir haciéndolo respecto de otros productos sensibles.
No se ha profundizado sobre otras alternativas distintas a la penal, que podrían ser más eficientes y eficaces, y que podrían no necesitar cambio legal alguno, tales como la de perseguir a los responsables del cobro de precios excesivos ante los organismos de libre competencia, o por infracciones a la normativa de consumidores; el uso de medidas de publicidad que mermen la reputación de los abusadores; o el establecimiento de subsidios específicos a las personas más necesitadas.
Tampoco se ha hecho un análisis sobre los textos y las aplicaciones de las leyes anti-gouging norteamericanas. En Estados Unidos, al parecer, no habría aún evidencia sólida sobre el efecto beneficioso de estas leyes y hasta ahora el gobierno federal no ha aprobado una ley aplicable a todo el país. De hecho, hay estudios que critican estas regulaciones porque desincentivan el aumento de producción a que conduce generalmente un alza de precios. Además, en Estados Unidos no hay una política persecutoria de precios excesivos, a diferencia de nuestro país.
Por lo demás, y como siempre se dice, el diablo está en los detalles y este proyecto no parece ser la excepción. Un primer problema surge por la determinación del momento a partir del cual se aplicaría la ley. Se quiere que sea desde la ocurrencia de la calamidad que luego gatilla la declaración de estado de catástrofe y no desde esta última. Eso puede provocar una incertidumbre importante, más si lo excesivo del precio se calcula en el tiempo anterior a su ocurrencia.
El proyecto parte además del supuesto que el precio de un bien o servicio sería único y no múltiples, como lo serían también sus costos, algo que se escapa completamente de la realidad. Se agrega, dentro del tipo, la necesidad que el alza sea “ilegítima”, concepto de por sí ambiguo, tal cual lo apuntó el MP. La elección de los productos protegidos por el proyecto también es un asunto que se puede prestar para arbitrariedades. No se incluyen, por ejemplo, servicios.
Además, no se entiende por qué el alza exigible en el precio sería del 20%, asunto sobre el cual nadie ha explicado quién y por qué se eligió ese número.
Asimismo, se busca adicionar un artículo a la ley de estados de excepción, cuando esta debiera ser una materia propia de la referida ley del año 1965 y nada se dice tampoco sobre los organismos responsables de su aplicación, aunque miembros de la Comisión hayan intentado involucrar a la FNE o al Sernac.
Las torpezas, vacíos e imprecisiones del proyecto pueden solucionarse, con mayor o menor dificultad, así como también sus innumerables faltas de ortografía. Pero el tema de fondo que surge de este proyecto requiere agudeza y entendimiento de cómo operan los mercados y sus precios.
A mi juicio, el foco del Congreso debiera ser cómo solucionar el apremio de la escasez sin interferir con la sana libertad de precios. O dicho de otra manera: cómo encausar el legítimo sentimiento de reproche al price gouging sin disminuir los evidentes incentivos que los precios generan.
Si es cierto que los precios altos incentivan a los incumbentes a aumentar su producción, a nuevos actores a buscar formas de incrementar la oferta -incluso con bienes sustitutos innovadores-, y a que los consumidores que llegan primero a los locales de venta no acaparen los escasos bienes o servicios ofrecidos, entonces sería preferible no aprobar proyecto alguno y seguir confiando en las actuales leyes de estados de excepción y de 1965 que combinan, por una parte, la fijación de precios de la autoridad sanitaria y por otra, la sanción penal a quien cobra un precio superior al fijado.
Esto se puede ilustrar con un ejemplo. Hubo un momento, al principio de la pandemia, en donde se generó escasez por mascarillas y alcohol gel, y se detectaron alzas en sus precios. Esa señal alcista incentivó a que aumentase la oferta, y ese aumento de oferta permitió que el precio volviera a situarse en niveles de normalidad. Nuestro Ministerio de Salud no fijó precios sobre esos productos -probablemente pensando en que las alzas atraerían una mayor oferta-, pero si lo hubiese hecho (y tenía atribuciones para hacerlo), los que hubiesen cobrado en exceso habrían infringido una norma penal, sin necesidad de dictar una nueva ley.