Las dificultades de Chile no amainan. La danza de malas ideas, la violencia como extorsión, un mediocre debate político, sumados al brutal impacto del virus, no dejan ver la luz al final del túnel. ¿Y si la solución se está fraguando desde la infancia? Es una apuesta larga, pero quién sabe. Quizás el desorden de una generación silenciosamente active una milagrosa versión de lo que Schumpeter describió como el natural reemplazo de obsoletas apuestas por otras nuevas y mejores (destrucción creativa). Puede tomar tiempo, pero no perdamos la esperanza.
El impacto sobre el individuo de circunstancias históricas críticas, como son crisis económicas y sociales profundas, depende de la edad en la que a uno lo pille el desastre (Stewart y Healy, 1989). Entre los adultos, caídas drásticas de ingresos afectan el comportamiento. Ajustes de consumo y estrés por la incertidumbre son parte del duro proceso. Entre los jóvenes, el impacto va más allá. Una inesperada corresponsabilidad del futuro del hogar y la conciencia de cómo la familia se afecta por la estrechez económica modifican comportamiento e identidad individual. Sin embargo, esta forzada metamorfosis juvenil no altera la visión personal de cómo otros deben comportarse y actuar. Es decir, no consigue tocar los valores que moldean la sociedad. Para encontrar modificaciones a ese nivel tenemos que ir más temprano: a la niñez.
En “Los Niños de la Gran Depresión”, Glen Elder analizó el punto. En base al seguimiento de nacidos entre 1920-21 en Oakland, ciudad de California fuertemente afectada por la crisis de los 30s, el sociólogo documenta cómo los menores de familias afectadas por la debacle modificaron comportamiento, identidad y también su sentido de sociedad. Comparados con aquellos que crecieron bajo prosperidad, estos desarrollaron una visión más pesimista del futuro, dándoles mayor valor a la independencia, esfuerzo, seguridad y aceptación social. En principio, las consecuencias de largo plazo podrían haber sido nefastas, pero aquí la novedad. Cuando esos niños entraron a la adultez, adaptabilidad e independencia forjadas tempranamente en la depresión fueron piezas clave para aprovechar y contribuir a décadas de crecimiento en el EE.UU. de la posguerra. El resultado fue un histórico ascenso económico y social de esa generación, un macizo progreso nacional y una revancha frente a la adversidad.
El libro no está libre de críticas, pero la freudiana idea de que períodos históricos definen la cosmovisión de las nuevas generaciones es una tibia brisa frente al gélido escenario nacional. Quizás de ellas salgan los liderazgos que estén a la altura de las circunstancias, que reviertan la decadencia local. Quizás el impacto de esta dolorosa crisis, amplificada por la pericia de parte de la clase política actual para tensionar la institucionalidad, les desarrollen musculatura para sacar al país de la trampa del ingreso medio. A la Schumpeter, apostemos a que quienes son hoy niñas y niños en la crisis usen el bajón para progresar. A mantener los dedos cruzados por más de una década. Así de mal la cosa está.