La mayor crisis que sufre el país no es sanitaria, económica ni social, sino política. Por cierto, eso no significa minimizar la pandemia ni la crisis económica ni el malestar social. Cada uno de estos problemas presenta enormes desafíos para el país, pero podríamos hacerles frente con esperanza si nuestra clase política estuviera a la altura de las circunstancias. Es ella la llamada a entregar las respuestas en aras del bien común, sin embargo, en sus respuestas prima el oportunismo, la figuración personal y el cortoplacismo. ¿Cómo se puede entender entonces que el Congreso esté a favor de que el Estado regale a los más ricos cerca de 1,5 millones de pesos a través de exenciones tributarias con el retiro del 10%, mientras que no le entrega un peso a la clase media? No sorprende los senadores descolgados en la derecha, la demagogia hace rato que no tiene domicilio político, pero llama la atención que no haya ningún senador en la oposición capaz de resistir los cantos de sirena.
Pero el problema es más de fondo y muy anterior a esta crisis. La clase política ha postergado una y otra vez las necesidades de las personas por su incapacidad de llegar a acuerdos. La discusión por los instrumentos los ha enceguecido al punto de que han olvidado de los objetivos. ¿Cómo se puede entender que el proyecto que extiende el acceso a sala cuna a los hijos de madres trabajadoras no se haya todavía aprobado si fue presentado por primera vez en 2012?, ¿cómo se explica que duerma en el Congreso desde 2013 el proyecto que garantiza acceso universal a la educación parvularia a partir de los dos años?, ¿por qué todavía no hemos mejorado nuestro sistema de pensiones o los seguros de salud? Por la misma razón que se encuentra parado el proyecto sobre el agua, a saber, porque para nuestros políticos la ideología es mucho más importante que las personas. Les importa mucho más la calidad de estatal o privado del ente que administrará el fondo de ahorros previsionales que mejorar las bajas pensiones de los jubilados, les importa más que los jardines infantiles sean estatales o privados que la necesidad de cientos de miles de mujeres y niños de acceder a la educación parvularia. La discusión política sobre los instrumentos es legítima, pero se frivoliza cuando pesa más que las necesidades de las personas.
Esta traición de la clase política a las urgencias ciudadanas me parece que está en el fondo de la desconfianza ciudadana a las instituciones políticas. Ella también explica la baja participación electoral y la alternancia de proyectos políticos opuestos. No somos bipolares, más bien la alternancia responde a la necesidad de apostar por lo opuesto ante el fracaso de lo elegido; pero la clase política no acusa recibo.
¿Por qué se ha deteriorado tanto nuestra política? Es lo que debiéramos reflexionar, pues en la respuesta a esta pregunta se encuentran las claves para la salida. Uno de los factores que ha contribuido al deterioro político tiene relación con el diseño del sistema político. Las últimas reformas no han contribuido a darle mayor gobernabilidad al país ni tampoco legitimidad. Un régimen ultrapresidencialista con un Congreso proporcional no es coherente. El aumento de la representatividad en el Congreso no cumplió la promesa de hacer más atractivas las elecciones y tampoco aumentó la confianza de la ciudadanía; en cambio en conjunto con el voto voluntario incentivan el individualismo, la política clientelar, debilitan a los partidos políticos y aumentan la fragmentación, dificultando los acuerdos y afectando la gobernabilidad. Esta situación se agravará aún más con la elección popular de los gobernadores regionales.
El proceso constituyente nos ofrece la oportunidad de discutir un nuevo sistema político, que sea coherente, goce de legitimidad democrática y asegure gobernabilidad. Sin embargo, éste no nos asegura amistad cívica ni respeto a las reglas, dos aspectos esenciales para una democracia que nuestra clase política rompió.