Junto al estallido social, la crisis por los contagios del covid-19 ha puesto en evidencia la vulnerabilidad en la que vive una parte importante de la población en Chile. También ha hecho más evidente la desigualdad en el país, desigualdad que va mucho más allá de las diferencias de ingresos.
En efecto, se trata de la acumulación de desventajas en las mismas personas en ámbitos que están fuera de su control: el acceso a la salud, las condiciones del barrio donde viven y la calidad de la educación que reciben sus hijos, entre otros. En pocas palabras, la experiencia de que, a pesar de los esfuerzos, se hace difícil llevar una vida que otros sí pueden llevar.
El estallido y la emergencia sanitaria representan una oportunidad para revisar nuestras políticas públicas y así reparar esta vulnerabilidad e inequidades. Si hoy el país ha hecho un esfuerzo gigante para salvar vidas, ¿por qué no estaría dispuesto a reparar la segregación del sistema de salud que cobra vidas diariamente? No podemos olvidar que en Chile anualmente mueren unas 20 mil personas esperando una intervención quirúrgica que demora más de un año en promedio en realizarse.
Una de las primeras tareas, a mi juicio, es reparar los mensajes que implícitamente transmite la política social respecto de los ciudadanos para quienes esta se diseña. Seguramente, ellos son reflejo de la forma en que la ciudadanía comprende la pobreza y la vulnerabilidad. De acuerdo a la encuesta CEP, más de la mitad de los chilenos cree que la pobreza se debe a la flojera y a la falta de iniciativa, a los vicios y el alcoholismo, o a la falta de educación. En resumen, la ciudadanía cree que experimentar la pobreza se debe a que las personas no toman, o no son capaces de tomar, buenas decisiones.
Dadas estas percepciones, la política social en Chile se ha diseñado de modo de amarrarla muy bien a los incentivos al esfuerzo, premiando los resultados escolares, el empleo y la formalización de la actividad económica. Hay motivos potentes para preocuparse de tener buenos resultados en estas áreas (o al menos, de no dañarlas). Pero al mismo tiempo es relevante comprender bien el contexto en que se aplican estos incentivos y la carga simbólica que conlleva no cumplir con las condicionantes de los programas.
Por ejemplo, ¿qué visión tiene un niño de sí mismo si no obtiene el Bono por Logro Escolar porque sus notas no son lo suficientemente altas? ¿Concluye que no tiene mérito? ¿Y si vive en condiciones que le impiden tener buenas notas por más que se esfuerce? Argumentos similares pueden utilizarse para diversos programas sociales que premian resultados sin examinar las condiciones de vida de las personas a las que desean beneficiar.
No tener el contexto en consideración puede llevar a que algunas personas prefieran no participar en los programas simplemente porque no esperan poder cumplir con requisitos que están fuera de su alcance. También porque no cumplir acarrea una posible estigmatización; si no logran los resultados esperados puede interpretarse por la autoridad como falta de esfuerzo.
Otro ámbito a reparar es la forma en que se entregan las prestaciones. ¿Se debe postular aun cuando el Estado tenga información suficiente sobre quiénes son las personas a quienes atiende un programa? ¿Cuántos trámites se deben hacer para obtener un beneficio? ¿Cuánto tiempo se debe esperar? ¿Cómo son los lugares donde se debe esperar? ¿Se puede reclamar? ¿Con qué celeridad se atienden los reclamos? ¿Son suficientemente transparentes los mecanismos de retiro de las prestaciones?
La política social ha hecho avances relevantes en algunas de estas áreas en años recientes. Más allá de las dificultades que ha tenido la entrega del Ingreso Familiar de Emergencia durante la crisis sanitaria, dificultades que son importantes de atender con agilidad, la creación del Registro Social de Hogares (RSH) ha sido un paso importante. Al reunir información administrativa sobre la ciudadanía, permite evitar buena parte del proceso previo de entrevistas en que las familias debían demostrar su situación de pobreza con toda la carga de indignidad que ello conllevaba. En vez de eso, hoy más bien se identifica a quienes no están en situación de pobreza o vulnerabilidad para así excluirlas de las prestaciones según corresponda.
Además, junto con la creación del RSH se ha reunido a los hogares en grupos más amplios de vulnerabilidad, reconociendo que una familia en el 10% no es tan distinta que otra en el 40%. Por cierto, quien está en el tramo del 40% tampoco es tan distinto de quien está en el tramo del 60%, por lo que, para evitar la sensación de injusticia en la asignación de prestaciones, también será importante revisar si es necesario el grado de focalización que cada programa tiene en la actualidad.
Espero que la emergencia sanitaria, con todo lo dolorosa que ha sido, no termine siendo solo un paréntesis en nuestra vida en común. Al contrario, espero que sea una oportunidad para revisar muchas de nuestras políticas públicas, partiendo por sus dimensiones subjetivas, y así comenzar a reparar el malestar que expresan muchos ciudadanos.