Por: Juan Vargas (Twitter: @juanf_vargas)
Durante la Guerra Civil de Estados Unidos, que tuvo lugar en la primera mitad de la década de los 80 en el siglo IXX, algunos congresistas de ese país se enriquecieron en forma desproporcionada. Pablo Querubín y James Snyder Jr. estimaron la magnitud de este enriquecimiento comparando la riqueza de candidatos al Congreso elegidos por un margen chico para el periodo legislativo 1861-1866 con aquellos que perdieron las elecciones también por un margen chico. Sus resultados son, a mi parecer, muy interesantes. Querubín y Snyder Jr. encontraron que, en promedio, los políticos elegidos experimentaron un aumento diferencial de su riqueza de casi un millón de dólares en valor presente con respecto a los que no fueron elegidos. Al examinar la posibilidad de enriquecimiento diferencial de políticos elegidos vs. no elegidos durante periodos “normales”, anteriores o posteriores a la Guerra Civil, los autores no encontraron evidencia de ello.
El enriquecimiento de congresistas durante los años de guerra está explicado, sobretodo, por dos tipos de congresistas: los que representaban estados involucrados en contratos de suministro de material de guerra, y los que pertenecían a comités legislativos encargados de la asignación del gasto militar. ¿Por qué? Querubín y Snyder Jr. argumentan que una de las causas fundamentales del enriquecimiento es que la guerra aumentó las oportunidades de apropiación indebida de rentas ya que el gasto público aumentó en más de 1.000 por ciento en términos reales, la contratación pública se volvió más discrecional y se relajaron los mecanismos de vigilancia y monitoreo sobre ella.
Más allá del interés que pueden llegar a despertar desde el punto de vista de la historia económica de Estados Unidos, estos hallazgos tienen implicaciones muy importantes para entender la posible relación entre la actual emergencia de salud pública causada por la pandemia del COVID-19 y la potencial contratación pública corrupta, particularmente en países en desarrollo. Por ejemplo, en las últimas semanas países latinoamericanos como Argentina, Brasil, Chile y Colombia han relajado sus protocolos de contratación pública como respuesta a la amenaza que la pandemia ha impuesto no solo sobre la salud sino también sobre la economía, debido a las medidas de confinamiento que la mayoría de los gobiernos han establecido. La idea es que estas medidas sean temporales y sirvan para acelerar gastos destinados a la compra de insumos médicos e infraestructura de salud, así como de bienes y servicios para los hogares más golpeados por la crisis económica. Sin embargo, si bien la relajación de normas de contratación puede ayudar a acelerar procesos y a responder de forma oportuna a los retos generados por la pandemia, el aumento de la discrecionalidad en la contratación pública también se traduce en un mayor riesgo de corrupción.
Es razonable pensar, además, que este riesgo debería ser mayor en lugares que, por razones estructurales, tradicionalmente han sido más propensos a prácticas corruptas. Esta es la hipótesis que contrastamos en un documento de investigación reciente, escrito en coautoría con mis colegas de la Universidad del Rosario Jorge Gallego y Mounu Prem. En él investigamos la relación entre la emergencia creada por la llegada del COVID-19 a Colombia y la calidad de la contratación pública llevada a cabo por los gobiernos locales, dependiendo de su propensión a la corrupción.
Para estimar esta propensión, utilizamos métodos de aprendizaje de máquinas (más comúnmente conocidos por su nombre en inglés machine learning) que agregan cerca de 150 características municipales para predecir instancias de corrupción encontradas por la Procuraduría General de la Nación antes de la llegada del COVID-19 a Colombia. Es decir, en vez de usar la corrupción observada –una medida potencialmente problemática debido a problemas de reporte y su relación distintos niveles de capacidad estatal—utilizamos el riesgo latente de corrupción. Los detalles de esta estimación se encuentran en el documento.
Nuestros resultados indican que después de la aparición del primer caso de COVID-19 en Colombia, el 6 de marzo de 2020, los municipios más propensos a la corrupción aumentaron diferencialmente el uso de contratos discrecionales, asignados de manera directa y sin mediación de instancias de competencia entre oferentes o algún proceso meritocrático previo. También aumentaron el valor promedio de estos contratos.
Por supuesto, si bien los contratos discrecionales carecen de procesos competitivos, esto no necesariamente implica que sean corruptos. Aunque por su naturaleza ilegal la corrupción es difícil de medir, existe amplia evidencia empírica acerca de la estrecha relación entre la discrecionalidad en la contratación pública y la incidencia de corrupción. En este sentido, nuestros resultados son solamente sugestivos y no constituyen una prueba que pueda usarse en los estrados judiciales. Corresponde a las autoridades competentes determinar si hay enriquecimiento ilícito y dolo. Afortunadamente en Colombia las agencias estatales de vigilancia y control (la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía) parecen estar investigando con detalle la contratación pública en épocas de COVID-19 y han encontrado varias irregularidades consistentes con la evidencia encontrada por nosotros.
Consistente con nuestra interpretación, cuando en cambio de la llegada del primer caso de COVID-19 a Colombia explotamos la variación temporal dada por la declaración de emergencia económica y social por parte del presidente Iván Duque (el 17 de marzo), y el subsiguiente anuncio de la agencia que se encarga de coordinar la contratación pública (Colombia Compra Eficiente) de que los gobiernos locales podían invocar casos de “urgencia manifiesta” para flexibilizar los procesos de contratación, la magnitud de nuestro hallazgos aumenta considerablemente.
También encontramos que el uso y valor de los contratos competitivos no cambian diferencialmente en los municipios con mayor propensión a la corrupción, y que el aumento en los procesos contractuales discrecionales no está explicado por la intensidad de la prevalencia del virus en estos municipios, ni porque estos tengan menos accesos a mercados en los cuales conseguir los insumos que necesitan para enfrentar la pandemia. Por el contrario, encontramos que el aumento de la contratación discrecional ocurre, sobretodo, en la compra de bienes y servicios asociados con la respuesta de los gobiernos locales al COVID-19, en particular en la compra de alimentos, que son más propensos a sobrevalorarse.
Las implicaciones de política de estos hallazgos son claras. La relajación de los procesos de contratación pública en contextos de catástrofes como pandemias, desastres naturales y guerras es necesaria para garantizar la celeridad en las compras de bienes y servicios que minimicen los daños de estas catástrofes. Sin embargo, además de temporal, esta flexibilización debe venir acompañada del fortalecimiento de instancias de vigilancia y monitoreo. Esto es función tanto de los organismos estatales de control, como de los medios de comunicación y de la ciudadanía. Sobre esta última, nuestra investigación sugiere que la vigilancia de la ciudadanía puede fortalecerse facilitando el acceso a datos administrativos (como los utilizados en nuestro trabajo) aunados a técnicas de ciencias de datos que permitan su procesamiento a gran escala.