El reciente informe del Fondo Monetario Internacional nos recuerda que estamos frente a un ajuste sin precedentes en la economía mundial. Caídas en la actividad de entre 6% y 9% en Estados Unidos y Europa, y números algo menores en los emergentes, son lo más cercano a una caída libre que no habíamos visto en mucho tiempo. Pero el FMI remata con un toque de esperanza: a partir de 2021 las economías rebotarán con fuerza y, sin recuperar lo perdido, ya estaremos en franca normalización.
Para ello no es solo necesario un descanso epidemiológico, sino también que la barrera entre la actividad económica y la salud de las instituciones financieras se mantenga infranqueable. En otras palabras, si las dificultades de empresas y personas deterioran sustancialmente los balances de los bancos, otro gallo cantará.
¿Cómo es posible que una recesión global tan grande no genere este efecto amplificador? Porque los gobiernos han salido a gastar, y mucho. Proveyendo ingresos a trabajadores desempleados, postergando impuestos y garantizando créditos, los gobiernos están absorbiendo los riesgos. Esta reacción es necesaria, pero no por ello barata. La cuenta será grande, y habrá que pagarla. Este será uno de los principales focos de discusión macroeconómica en los próximos años en el mundo.
La historia nos regala innumerables experiencias de cómo los países han logrado deshacerse de estas mochilas de deuda. Los programas de austeridad no gozan de mucho apoyo político, y tampoco debemos esperar un impulso al crecimiento que licue la deuda. El auge en términos de intercambio que alivió las cuentas fiscales en América Latina en los 2000 tampoco estará disponible. Por ello, los países buscarán otros caminos.
¿Cuáles? Partamos por lo obvio. Los gobiernos recurrirán a más impuestos, pero ello no será suficiente, porque empresas y personas también quedarán dañadas. Segundo, varios países recurrirán al viejo y conocido default. No tendrán alternativa. Otra opción es la inflación. Aunque se encuentra desacreditada, el entusiasmo por monetizar los déficits fiscales ha vuelto con fuerza.
Por último, se empieza a husmear en el ambiente un cierto ánimo de represión financiera. En ella, los gobiernos se involucran activamente en las decisiones de las instituciones financieras, y finalmente las “invitan” a comprar cuanto papel fiscal existe. ¿Quién paga la cuenta? Los depositantes, que reciben escuálidos retornos por sus ahorros, y el sector privado, que transpira la gota gorda en búsqueda de financiamiento.
Pasados el virus y la urgencia, la situación fiscal ocupará el primer plano. Los países airosos serán aquellos que paguen la cuenta sin sacrificar el crecimiento de mediano plazo.