Hace unos días, Abraham Santibáñez, Premio Nacional de Periodismo, publicó una carta estremecedora en El Mercurio. Dijo que a sus 81 años ya había vivido su vida. Por ello, si se presentaba la disyuntiva entre asignarle un respirador a él, o a otra persona, debían dárselo a alguien más joven. Ese mismo día Pulso publicó una entrevista a un alto ejecutivo de la firma LarrainVial, quien aseveró que en varios países se empezaba a cuestionar la cuarentena estricta. Según ese planteamiento, no era conveniente “seguir parando la economía y por lo tanto tenemos que tomar riesgos, y esos riesgos significan que va a morir gente.”
Ambas declaraciones fueron ampliamente comentadas en las redes sociales.
Mientras los dichos de Santibáñez fueron celebrados, las palabras del financista fueron recibidas con horror.
Pero, resulta que ambas visiones tienen algo en común. Tanto el periodista como el ejecutivo plantean, implícitamente, que la vida humana tiene un valor, y que éste debe ser considerado cuando se toman decisiones de políticas públicas.
Para Santibáñez, la vida de un joven supera la de un adulto mayor. Si, llegado el momento, hay que decidir entre ambas, es necesario salvar al joven. Por su lado, el gestor de portafolios plantea que los efectos económicos de las medidas de contención sanitaria pueden ser mayores que el valor de las vidas salvadas. Y, eso, según algunos, sería inaceptable.
Desde luego, hay una diferencia importante: mientras Santibáñez habla de sacrificar su propia vida, el argumento descrito por el ejecutivo se refiere a la vida de otros.
Durante las últimas semanas el tema del “valor económico de una vida” ha estado rondando las discusiones de políticas públicas, como un fantasma. Ha estado en la trastienda, sin dejarse ver del todo. Es un asunto que se insinúa, pero que no se discute en forma abierta. Es un tema que incomoda. Ni los neoliberales más profundos lo han enfrentado.
La discusión es antigua. Los partidarios del enfoque “categórico” de Emanuel Kant creen que la vida es sagrada y que no se le puede asignar un valor económico. De otro lado, los seguidores de Jeremy Bentham y de su enfoque “consecuencial”, creen que la moralidad de cualquier acto, incluyendo, desde luego, la de las políticas públicas, debe evaluarse por sus consecuencias, incluyendo sus consecuencias económicas.
En los EE.UU., el gobierno Federal establece que, “estadísticamente hablando”, el valor de salvar una vida es 10 millones de dólares. Si como producto de cierta política pública -una regulación medioambiental, por ejemplo- se espera que se salvarán 100 vidas, el beneficio esperado sería 1,000 millones de dólares. Este beneficio, entonces, debiera ser contrastado con los costos económicos de la política. Si los beneficios superan los costos, la política debe ser implementada. Pero -y he aquí la parte inhumana del análisis- si los costos medidos en términos de desempleo, o mayor inflación, o menor producto superan a los beneficios esperados, la acción no debe ser implementada. Esto es así, aun cuando el análisis estadístico indique que se salvarán 100 vidas.
¿Cómo se llegó a esa cifra de 10 millones de dólares?
En 1949, luego de que la URSS desarrollara su propia bomba atómica, el gobierno de EE.UU. les pidió a los expertos de la RAND Corporation que elaboraran una estrategia de defensa ante un posible ataque nuclear. El plan fue tan simple como descabellado: ante una ofensiva inminente, el espacio aéreo debía ser llenado de aviones pequeños. Los misiles soviéticos los impactarían en el aire, produciendo mucho menor daño que si llegaban a su destino en una gran ciudad.
¿Cuántos pilotos morirán en ese plan? Y, ¿en cuánto debía valorarse cada una de esas vidas? La respuesta a la primera interrogante fue que miles de pilotos sucumbirían ante ese ataque. La segunda pregunta, nadie pudo contestarla.
A fines de los 1970, el economista Kip Viscusi ofreció una solución a este dilema. Argumentó que (en dinero de hoy) un trabajo peligroso, con una probabilidad de uno en diez mil de terminar en una muerte, tenía un salario mil dólares más alto que el de un trabajo seguro (oficinista, por ejemplo). Entonces, “estadísticamente hablando”, el valor de una vida se podía aproximar multiplicando 10 mil (el inverso de la probabilidad) por mil (el sueldo adicional). El resultado: 10 millones de dólares por una “vida estadística”.
Nótese que una “vida estadística” no es lo mismo que una “vida verdadera”. La “vida estadística” es una construcción teórica, para ser usada antes de los hechos. La “vida verdadera” es aquella que está en peligro real e inminente, la que uno debe decidir salvar o dejar ir.
Resulta que es posible combinar estos dos enfoques, algo que hace el filósofo Derek Parfit. En la situación actual el objetivo debe ser salvar la mayor cantidad de vidas posibles -ojalá que todas-, imponiendo el menor costo económico. Vale decir, se debe implementar una estrategia eficiente y solidaria a la vez, como la seguida en Dinamarca, país que la próxima semana, y después de un mes de aislamiento severo, abrirá los colegios, y actividades productivas y comerciales no esenciales. Pero, para que esto sea posible, se necesita que la población coopere con inteligencia y disciplina, cosa que en Chile no ha sucedido en forma cabal.