Andrés Bello estableció en su Código Civil que, en relación a los bienes, el dueño podía disponer libremente de ellos, sin tener que mirarle la cara a nadie. Así se evita “embarazar la circulación”.
Lo mismo hicieron los redactores de la Constitución de 1980. Su artículo principal incluye la libertad de las personas para adquirir toda clase de bienes y la protección del derecho de propiedad.
Por su parte, nuestra legislación de competencia nació el año 1959, en una ley miscelánea del gobierno de Jorge Alessandri. Su ministro de Justicia, Julio Philippi, partió reconociendo que “si existe una materia sobre la cual es difícil legislar, es precisamente ésta” y que por lo mismo “puede ser imperfecta”.
Esa ley se inspiró en la Sherman Act estadounidense de 1890, pero parcialmente, pues solo se criminalizaron los carteles. Tuvieron que pasar dos décadas para que nuestra legislación incluyera el abuso de los monopolios como una infracción autónoma.
Con posterioridad a la Sherman Act, Estados Unidos siguió perfeccionando su derecho de competencia, al tiempo que se fortalecía su economía de mercado. En 1914 aprobaron una ley que prohíbe las adquisiciones que reducen sustancialmente la competencia, la cual se perfeccionó en 1950. Un giro esencial vino en 1976, cuando el Congreso obligó a notificar las fusiones a la autoridad, con anterioridad a su concreción.
Las fusiones -tercera hebra del sistema de competencia, además de carteles y abusos- recién fueron incorporadas orgánicamente en Chile el año 2016. Se hizo bajo una ley aprobada en forma unánime y sin grandes contratiempos -con la cautela y coordinación que requieren las cuestiones importantes-, en momentos en que el país respiraba un aire de efervescencia política.
El control de las fusiones supone un cambio estructural, porque implica introducir al Estado en las entrañas de la economía de mercado para que condicione, bajo una lógica de prevención, un derecho -vender y comprar- que era considerado hasta hace poco como absoluto.
Hay varias razones que podrían explicar por qué se hizo este cambio.
Primero, el país tomó conciencia de la importancia de la concentración, en conexión con los casos de carteles desbaratados.
Segundo, tanto el gobierno como el empresariado entendieron que los procesos de carteles eran distintos a los de fusiones. Las aguas del cartel son fácticas, jurídicas e históricas. En cambio, las del control de fusiones son teóricas, económicas y prospectivas. Juntas se enturbian.
Tercero, nuestra comunidad legal y económica entendió que las reglas que nos regían no eran apropiadas. La gasfitería jurídica que se había ido construyendo con los años -a punta de ñeque y suerte- era incapaz de procesar y revisar las fusiones que surgían en el país, en especial en ciclos de dinamismo económico. Ni menos para atajar a las operaciones en las que solamente se estaba comprando el poder de mercado del competidor que desaparecía, para así subir los precios o facilitar la formación de un cartel. Esa fragilidad quedó plasmada en el informe Rosende de 2012 y de la OECD del 2014.
Por último, el control prosperó porque la autoridad chilena de competencia supo encauzar la discusión del problema y ofrecer soluciones -la esquiva “solucionática”-, basadas en contundente experiencia comparada.
El nuevo sistema consiste en que toda operación de concentración horizontal, vertical o de conglomerado -sea fusión, adquisición de empresas o activos, joint ventures permanentes-, en donde agentes económicos que eran independientes entre sí dejan de serlo, debe ser notificada a la Fiscalía Nacional Económica antes de concretarse, si se superan ciertos umbrales de ventas.
La FNE tiene 30 días para resolver, los que pueden extenderse en 90 días. En ese período debe aprobar la operación, con o sin medidas, o prohibirla. Si la prohíbe, los notificantes pueden recurrir al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
El sistema lleva operando 2 años en forma eficiente y técnica. Se han resuelto cerca de 100 casos, de los cuales la gran mayoría se ha aprobado sin condiciones en un plazo promedio de 21 días. Ha habido sólo dos casos de prohibición, uno de los cuales fue revertido por el TDLC.
Sin embargo, debido a la naturaleza del control de fusiones, a los exiguos plazos que impone la ley, a la complejidad de cada mercado y al impacto de la economía digital, no sería de extrañar que se cometieran algunos errores, al menos en el margen.
La autoridad podría aprobar una operación que debiera haberse condicionado o prohibido (falso negativo), o bien podría prohibir una fusión que era beneficiosa para los consumidores y para la competencia (falso positivo).
Creo que ninguno de estos dos errores es terminal, si su ocurrencia es excepcional. Hay mecanismos de corrección. La FNE puede investigar abusos o carteles o puede iniciar un estudio de mercado. El TDLC puede, a su vez, rectificar a la FNE.
Los posibles talones de Aquiles, a mi parecer, son tres.
Uno, que las tomas de decisión de la autoridad se vayan aplazando, con o sin el beneplácito de los notificantes, como se advirtió en la tramitación de la ley: “el peor error es que el sistema sea lento”.
Dos, que no se logre entender que “el control de fusiones no busca corregir las fallas del mercado que existían con anterioridad a la operación que se analiza”, como bien nos aclaró el actual fiscal nacional económico, Ricardo Riesco, en un reciente seminario en la Universidad Adolfo Ibáñez.
Tres, que se instrumentalice a la FNE por temas ajenos a la libre competencia, como “la protección del empleo, la protección de la industria nacional, el desarrollo de una política industrial, la protección medioambiental, la promoción de las relaciones internacionales o el fomento del pluralismo informativo”, según advirtió Riesco en el mismo evento.
Esos riesgos se aminoran si la autoridad de libre competencia mantiene -contra viento y marea- su independencia y su consistencia técnica.