Dientes y muelas

“Desde el retorno a la democracia, las Fuerzas Armadas y Carabineros se han mandado solos”, dijo esta semana José Miguel Insulza. Viniendo de otro, habría sido una simple opinión. Saliendo de él, es una confesión.

Gozan “de la autonomía para hacer prácticamente lo que quieren”, reconoció el ministro del Interior que más ha durado en el cargo en el último medio siglo. “Volvimos a la democracia y eso sigue siendo igual”.

La confesión de Insulza es un hilo conductor para entender una semana que comenzó con el general director de Carabineros explicando una mentira, y terminó con el comandante en jefe del Ejército justificando otra.

Lo de Carabineros es historia repetida: el enésimo “caso aislado” de mentira institucional. Hicieron pasar por enfrentamientos los baleos de Alex Lemún y Matías Catrileo. Dispararon a cascos y chalecos antibalas para presentarlos como falsa evidencia en tribunales tras matar a Jaime Mendoza Collío. Mintieron sobre el ataque de un carro lanzaagua que dejó en coma a Rodrigo Avilés en Valparaíso. Hicieron un montaje para inventar pruebas y enviar comuneros a la cárcel en la Operación Huracán. Y ahora destruyeron evidencia para encubrir la muerte de Camilo Catrillanca.

En estos casos, la autoridad civil fue una entusiasta vocera de esas falsas versiones, cuestionándolas solo después de que la evidencia periodística o judicial las derrumbara.

La explicación del general Hermes Soto por la destrucción de las imágenes de la muerte de Catrillanca (“eran imágenes personales de una situación personal con su señora”), fue el toque tragicómico.

La filtración del audio del comandante en jefe del Ejército cerró el círculo de la confesión de Insulza. Hablando ante una audiencia de militares, el general Ricardo Martínez dijo que “oficiales y cuadro permanente” trafican armas al crimen organizado. Y lo repitió: “oficiales y suboficiales”, dijo, venden “a grupos de narcos, de delincuentes”.

Apenas se publicó el audio, la reacción refleja de la autoridad civil fue, de nuevo, justificar. “Esto pasó hace meses, es un hecho público y notorio que fue judicializado y se conoce, de manera que no hay en esto una desinformación”, dijo el ministro de Defensa.

Pero no era cierto. Horas después, Martínez debió reconocer que el caso -que en su nueva versión involucraría solamente a cinco cabos- no había sido informado ni al ministro de Defensa ni a la Fiscalía. La denuncia se hizo solo ante la justicia militar.

¿Y qué pasó con los oficiales? “Al mencionar a oficiales, buscaba evitar una diferenciación entre los integrantes”, dijo Martínez, una explicación que rivaliza en lo absurda con la del video íntimo del carabinero del Gope.

En resumen: el comandante en jefe del Ejército le ocultó a su superior civil información sobre graves delitos, la que sí compartió con 1.900 de sus subordinados en dos reuniones masivas. Y mintió sobre el involucramiento de oficiales en estos delitos: o en su discurso (¡dos veces!) o en su posterior explicación pública.

Los masivos cambios en los altos mandos de Carabineros y el Ejército este año pueden entenderse al menos como un intento del poder civil por abrir una primera rendija que perfore esta cultura de secretos y descontrol. Una cultura que explica cómo los fraudes en el Ejército y Carabineros pudieron alcanzar las gigantescas dimensiones que conocemos. Sumemos la Ley Reservada del Cobre, que es una receta de laboratorio para generar corrupción: inyecte US$ 26 mil millones sin fiscalización externa, tape la olla y espere a ver qué pasa: Caso Fragatas en la Armada, tanques Leopard en el Ejército, Caso Mirage en la Fuerza Aérea…

Crímenes, mentiras, corrupción, ¿algo más? Sí: privilegios heredados de la dictadura. Mencionemos solo los dos más aberrantes. Uno es el piso mínimo para el presupuesto anual de las Fuerzas Armadas, equivalente al gasto, reajustado por inflación, de 1989. Una afrenta a la democracia: en el Chile de 2018, Pinochet sigue legislando.

El segundo: el sistema previsional de los militares, en que por cada peso de cotización el resto de los chilenos aportamos nueve pesos adicionales. Así, los oficiales en retiro reciben jubilaciones promedio de $2.300.000.

Por algo el general Martínez pidió a sus filas “defender con dientes y muelas” ese privilegio. ¿Es esa -la defensa corporativa de discriminaciones aberrantes- la función que esperamos de los altos mandos de nuestras Fuerzas Armadas?

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