El martes 19 de septiembre a las 11:00 de la mañana, como cada año, los mexicanos participamos en un macro simulacro. Muchos habitantes de la Ciudad de México estaban listos, algunos hasta con cronómetro en mano, para recoger su mochila de emergencia (con una linterna, agua, barras energéticas y papeles importantes) y abandonar sus edificios en cuanto sonara la alerta sísmica. Minutos después, algunos compartían orgullosos en redes sociales su experiencia: lograron abandonar sus edificios en menos de 40 segundos. Esos 40 segundos de ventaja que supuestamente nos daría la alerta antes del próximo gran sismo. Esos 40 segundos que sabíamos valiosísimos, y que nos animaban a entrenarnos para aprovecharlos con el fin de ponernos fuera de peligro. A las 11:00 de la mañana del 19 de septiembre nos sentíamos listos para enfrentar el siguiente temblor. No lo estábamos.
Tan sólo dos horas más tarde, a la 1:14 de la tarde, la alerta sísmica no sonó suficiente tiempo antes. Un fuertísimo terremoto, el más fuerte que hemos sentido desde el que destruyó gran parte de la ciudad en el mismo día del mismo mes pero de 1985, sorprendió a los ciudadanos dentro de sus casas, escuelas y oficinas sin ningún tipo de aviso. Decenas de edificios colapsaron antes de que quienes estaban dentro alcanzaran a salir. Las consecuencias las sabemos todos y tienen a la ciudad, al país y al mundo de luto.
Es difícil describir lo que sentimos los mexicanos desde entonces. Sentimos una responsabilidad urgente por ayudar, como sea, a las víctimas de la tragedia, dentro y fuera de la ciudad. Nos mantuvo la esperanza de que los brigadistas (muchos, muchos de ellos voluntarios) lograran rescatar con vida a las personas y, sobre todo, a los niños, atrapados bajo los escombros. Nos conmovimos hasta las lágrimas cada vez que así fue. Sentimos orgullo de ver a la ciudadanía, sobre todo a los jóvenes, organizada en las labores de ayuda y rescate. Como profesor del ITAM, yo me siento orgulloso y conmovido por la respuesta de nuestros estudiantes. Desde aquí, mi más profundo agradecimiento a todos ellos. Desde aquí, también, ofrezco mi solidaridad y apoyo a quien lo necesite. Y también me gustaría compartir algunas reflexiones, posiblemente equivocadas y resultado de la frustración e impotencia que no puedo dejar de sentir, sobre lo que sigue. Sobre qué hacer ahora.
Hoy, a casi una semana del terremoto, tenemos miedo. Nos sentimos en riesgo y desprotegidos. El cambio en los códigos de construcción y la revisión de estructuras después del terremoto del 85 que, nos repitieron muchísimas veces, significaban que la ciudad era mucho más segura que hace 32 años, no fueron suficientes para evitar el colapso de decenas de edificios, incluidas escuelas. Los brigadistas pidieron que los ciudadanos apoyaran donando herramientas, cascos y guantes para las labores de rescate pues, para sorpresa de todos, el gobierno no las tenía a la mano. El siguiente gran sismo sucedió ya, y la alerta sísmica no nos dio ni uno de esos 40 segundos que tantas vidas podrían haber salvado. El siguiente gran sismo sucedió ya, y edificios construidos antes y después del terremoto de 1985 colapsaron, quitándoles la vida a más de cien personas solamente en la Ciudad de México. Muchas construcciones más (todavía no sabemos cuántas) quedaron inhabitables. El siguiente gran sismo sucedió ya, y dejó un grandísimo número de damnificados.
La alerta sísmica no sonó a tiempo por la cercanía de la Ciudad de México al epicentro, y porque existen pocos sensores sísmicos instalados cerca del mismo. Mientras más cerca de la ciudad se origine el sismo, menor es el tiempo entre la alerta y el momento en que el terremoto alcanza a la ciudad. Dadas las características de este sismo, era imposible que la alerta sísmica nos diera los 40 segundos que creíamos tener. Pero la distancia entre el epicentro y el sensor sísmico más cercano también puede haber jugado un papel importante, pues el tiempo que pasa entre el inicio de un sismo y el momento en que es percibido por el número necesario de sensores para que se dispare la alerta también influye en cuánto tiempo antes del sismo suena la alerta en la ciudad.
El martes 19 de septiembre de 2017 quedó en evidencia que la efectividad del sistema de alerta sísmica es limitada, y también que puede mejorar. En México, hay alrededor de 100 sensores sísmicos instalados en distintas zonas del país. Podrían y deberían ser muchos más, además de estar mejor distribuidos.[1] Podrían y deberían ser muchas más las ciudades y comunidades rurales donde la alerta se escuche en altavoces públicos y escuelas. Podría escucharse mucho más fuerte en donde ya se escucha. La propuesta de Sara Hidalgo, por ejemplo, de destinar una frecuencia de radio para transmitir silencio todo el día, excepto cuando se dispare la alerta sísmica en el futuro, me parece extraordinaria y facilísima de implementar. Sin embargo, hoy sabemos que incluso el sistema de alerta sísmica más avanzado podría no alertarnos con tanto tiempo de anticipación como creíamos del siguiente sismo. Debemos, entonces, tomar más acciones preventivas.
Las razones por las que colapsaron decenas de edificios que, según nos habían dicho, cumplían con los nuevos códigos de construcción o habían pasado sin problemas la inspección realizada después del 85 son difíciles de entender. Tiene que ser cierto que, o los códigos de construcción subestimaron el riesgo que nuestra ciudad enfrenta ante nuevos sismos, o que la verificación del cumplimiento de los mismos no fue siempre realizada. Parece también que la inspección inmediatamente posterior al terremoto de 1985 clasificó a muchos edificios como libres de riesgo cuando, en realidad, como demostró el terremoto del pasado martes, no lo estaban.
Dicen los expertos que vamos a aprender mucho de esta tragedia, que vamos a estar mejor preparados en el futuro. Revisaremos códigos de construcción, inspeccionaremos otra vez muchísimos edificios para determinar si son seguros, y reforzaremos o demoleremos aquellos que los expertos determinen que no lo son. Ojalá así sea. Pero yo, lo que no dejo de preguntarme es si de verdad el riesgo de que viviéramos un sismo como el del martes pasado era tan, pero tan bajo, como para que no tomáramos acciones como éstas antes de que el terremoto sucediera. No es que no hayamos tenido tiempo. Tuvimos exactamente 32 años para hacerlo.
No conozco la respuesta a esta pregunta. Sé y reconozco que nuestras autoridades y expertos en sismología llevan décadas haciendo investigación para contribuir a protegernos. Sin embargo, creo que existe un patrón en su comportamiento que sugiere que la estrategia seguida hasta ahora no ha sido la estrategia óptima, si el objetivo es preparar a la ciudad para el siguiente gran sismo.
El patrón que observo en el actuar de nuestras autoridades parece darle un peso grandísimo a lo sucedido en el pasado. Los primeros sensores sísmicos, instalados en 1989, estuvieron en las costas de Guerrero porque el sismo de 1985 tuvo su epicentro ahí. Pasaron diez años antes de que instaláramos sensores sísmicos en la costa de Oaxaca (que representa un riesgo casi tan alto como la costa de Guerrero), y sólo lo hicimos como respuesta al sismo con epicentro en las costas de ese estado en 1999. En 1985, evacuamos y reforzamos edificios que habían sufrido daños estructurales, pero no aquellos que, por sus características, podían sufrir daños graves durante un sismo en el futuro. Concentramos los esfuerzos de verificación de estructuras y volvimos más estrictos los códigos de construcción en las zonas más afectadas por aquel terremoto, y no necesariamente en aquellas que podrían ser afectadas por el siguiente.[2] Si tengo razón, dadas las limitadísimas capacidades que tenemos para predecir el lugar, fecha de ocurrencia y características de sismos futuros, creo que esta estrategia reactiva está lejos de ser la óptima si se busca maximizar la probabilidad de proteger a la población del siguiente gran sismo.
Hace décadas, los macroeconomistas reconocieron los costos asociados con modelos que sólo usan el pasado para hacer predicciones (expectativas adaptativas), y la disciplina entera empezó a desarrollar modelos que toman en cuenta los posibles errores que provocan predicciones de ese tipo. Hoy, los economistas del comportamiento encuentran cada vez más evidencia que muestra que los individuos somos bastante malos para predecir el riesgo de distintos eventos y tomar entonces las medidas preventivas adecuadas. Mencionarlo es relevante porque quienes presentan esta evidencia sugieren entonces la intervención del gobierno para diseñar políticas públicas que ponderen correctamente los riesgos asociados a distintos eventos. Expertos y autoridades tienen el deber de calcular mejor los riesgos de un futuro sismo.
Celebro los esfuerzos de prevención de nuestras autoridades, pero también condeno que los códigos de construcción diseñados después del terremoto de 1985 (o la verificación de su cumplimiento) no hayan sido suficientemente estrictos para evitar el colapso de una escuela donde perdieron la vida y quedaron atrapados decenas de niños, o de parte de las instalaciones de un campus universitario donde perdieron la vida cinco estudiantes. Hay que seguir participando en simulacros y preparándonos para terremotos como el que vivimos el martes pasado. Hay que seguir demostrando solidaridad y organizándonos para responder colectivamente a estos desastres. Pero también hay que seguir exigiendo a las autoridades que hagan todo de su parte para que podamos prevenir en la medida de lo posible las consecuencias de un sismo no sólo como el que acabamos de vivir, sino también como el que podríamos vivir en el futuro.
[1] Por ejemplo, el sistema de alerta sísmica japonés tiene más de 4,000 sismómetros.
[2] La ciudad de Los Ángeles, por el contrario, está reforzando edificios que, aunque hoy están en perfecto estado, considera podrían ser dañados en sismos futuros.