Los últimos resultados de la prueba Simce confirman lo que muchos sospechaban: la educación chilena se encuentra ante una grave crisis. La comprensión de lectura por parte de los estudiantes secundarios no sólo es baja, sino que ha ido disminuyendo a través de los años. Esto no solo afecta a los grupos más vulnerables y de menores ingresos; es un fenómeno generalizado que también impacta a los estudiantes de los colegios de elite. Cada año, nuestros estudiantes entienden menos lo que leen.
Pero lo que es aún más serio es que los políticos nacionales no parecen alarmarse ante este hecho. En las últimas semanas, una serie de intelectuales, analistas, y periodistas –Mario Waissbluth, Alvaro Matus, entre otros- han dado la voz de alarma. Al mismo tiempo, casi todos los líderes políticos -independientemente de su posición ideológica o de su partido- han brillado por su ausencia. No han dicho absolutamente nada.
Este vacío se extiende al tema cultural en general. No hay propuestas nuevas o ideas de vanguardia. Peor aún, en algunos grupos existe la idea errada de que en este mundo de inteligencias artificiales, de máquinas casi pensantes, y de robots que reemplazarán a los humanos en una serie de funciones, la lectura no es un componente esencial en la educación. Esta perspectiva no sólo es equivocada, sino que es desmentida cada día por los centros de estudios en los países avanzados.
El vapor del futuro
En los países visionarios se reconoce, desde hace ya años, que no es suficiente formar individuos capaces de dominar las áreas de ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas -el llamado, por su sigla en inglés, STEM. Las mejores universidades del mundo han aceptado (he incorporado a sus planes de estudios) el hecho de que para ser creativos los estudiantes deben también recibir una formación humanista, entre la que destacan, ciertamente, la literatura y la filosofía. Este nuevo enfoque, que en Chile no hemos visto en prácticamente ninguna institución, recibe el nombre de STEAM. En este acrónimo la letra “A” se refiere a las “artes”, y su inclusión en el paradigma educativo captura la idea de que es absolutamente necesario formar a los niños y niñas en las llamadas disciplinas “blandas”. (En inglés hay aquí un juego de palabras: stem significa “tallo”, mientras que steam es “vapor”. Es necesario entregar una educación “a todo vapor” y no una que sólo se concentre en los “tallos”.)
Una mayor proclividad a la lectura, y mejor comprensión de la misma, contribuye a crear ciudadanos más completos, solidarios, amables, emprendedores y creativos. Pero no es sólo eso: además, ayuda a formar a individuos que están mejor preparados para enfrentar los desafíos del mercado laboral del siglo XXI. Porque entender lo que se lee requiere, de parte del lector, sintetizar, deducir los atajos que ha tomado el narrador, imaginar hacia dónde van la trama y la historia, distinguir cómo evolucionan los personajes y adelantarse, utilizando lógica y sentido común, al desenlace de la historia que se lee.
Hay una sorprendente correlación entre modernidad y literatura. Aquellos países con una mayor comprensión de lectura (medido a través de la prueba internacional PIRLS) son, al mismo tiempo, los que están mejor preparados para enfrentar la automatización y el ataque frontal de las máquinas con inteligencia artificial. Esos son, precisamente, los países donde los trabajadores podrán transitar con mayor facilidad de sus empleos actuales a empleos no rutinarios, empleos que requieren tomar decisiones sobre la marcha y que no serán reemplazados por robots.
Lectura y política
Sólo es posible mejorar en comprensión de lectura si se lee mucho, y si se leen textos exigentes. Leer (y comprender lo que se lee) es una actividad que requiere de práctica y de paciencia. En ese sentido, no es muy diferente a resolver sistemas de ecuaciones no lineales. Sólo se puede hacer en forma efectiva si se practica una y otra vez.
Hace unos años, cuando propuse la eliminación del IVA a los libros, un connotado editor de la plaza argumentó que era una mala idea: según él, no se sacaba nada con rebajar el precio de los libros, porque a la gente no le interesaba leer. Ese es un raciocinio equivocado. La causalidad, obviamente, va en la dirección opuesta: la gente no comprende las lecturas porque no tiene costumbre de leer, y no lee porque los libros son muy caros y no están al alcance de sus presupuestos.
Hay varias acciones evidentes que pueden (y deben) tomarse sin mayor dilación: la primera tiene que ver con la red de bibliotecas públicas; la segunda, es poner los libros al alcance de más familias. Las bibliotecas públicas -especialmente en provincias- siguen siendo pobres, con presupuestos escuálidos y una infraestructura que dan ganas de llorar. Y a pesar de que el tema ha sido discutido durante años, no ha habido una política seria de fomento al libro. Casi todo lo que se ha hecho cabalga entre lo ridículo y lo corrupto, incluyendo el llamado “maletín literario”, una de las peores ideas concebidas por un burócrata.
Muchos de mis colegas economistas piensan que eliminar el IVA a los libros es una pésima opción. Para ellos, este sería el primer paso en una política desordenada de exenciones, donde más y más industrias argumentarían que son “especiales” y que, por tanto, no debieran pagar impuestos. Este es un peligro real, pero el que así sea no justifica que no se haga nada al respecto. Por ejemplo, es perfectamente posible implementar un programa de “devolución del IVA”, en el que personas calificadas (estudiantes secundarios y universitarios, miembros de clubes de lectura, jubilados y otros) cuenten con una tarjeta que puedan usar para pagar el IVA de los libros. Bajo este esquema, el IVA no sería eliminado, sino que sería costeado por un fondo especial de fomento al libro, fondo costeado por el presupuesto.
Pero nuestra crisis educacional no está restringida al tema de la lectura; es generalizada y abarca múltiples esferas. Hace unas semanas, el agudo columnista Neil Davidson -un intelectual oriundo de Gran Bretaña– dijo que es absurdo que nuestros estudiantes tengan 12 años de clases de inglés y que luego se gradúen sin siquiera poder hilvanar una simple frase en ese idioma.
Algo huele mal en el sistema educativo chileno. Es hora de tomar el tema en serio y de ir más allá de la formación de nuevas instancias burocráticas y reglamentaciones funcionarias. Es hora de implementar ideas noveles y revolucionarias, como la “tutoría grupal” impulsada por Mario Waissbluth.
Los ciudadanos debieran evaluar las propuestas programáticas de los candidatos a la Presidencia por su componente educativo. Si no enfrentamos nuestra crisis educativa con seriedad y prontitud, estaremos condenados a la mediocridad, y todo lo avanzado desde el retorno a la democracia habrá sido en vano.