Que la educación superior sea “gratuita” no quiere decir que cae del cielo como el maná, sino que no se distribuye según la capacidad de pago de cada uno. Significa que el sistema educacional propenderá a ofrecer a todos iguales oportunidades de desarrollo de la personalidad. Este argumento para la “gratuidad” de la educación no vale para todas las cosas, sino sólo para las que por eso se denominan “derechos sociales”. Así organizan la educación los países que está de moda visitar, como Finlandia, u otros que hasta la candidata de la derecha decía admirar en materia educacional, como Alemania.
La gratuidad ha de ser genuinamente universal, es decir, para todos los estudiantes, en todas las instituciones. Esto quiere decir que las condiciones para “acceder” a la gratuidad han de terminar siendo las mismas que las del reconocimiento oficial.
Hoy muchos abogan por alguna gratuidad parcial, para algunas instituciones. Ellos deben hacerse cargo de las consecuencias de esa forma de gratuidad. Una posibilidad es que el sistema evolucione como el escolar: segregado en universidades públicas para pobres, universidades particulares subvencionadas para los no tan pobres, y universidades particulares pagadas para ricos. Este proceso podrá ser más lento que en la educación escolar, porque algunas instituciones públicas son más fuertes. Pero si lo que empuja en esta dirección es suficientemente persistente, se hará inevitable.
Otro resultado posible es lo que ha ocurrido en Brasil: universidades públicas gratuitas, bien financiadas, fuertes y prestigiadas, lo que les permite ser las más selectivas, a las que llegan desproporcionadamente los más ricos. Los más pobres van a universidades privadas, donde no reciben financiamiento público o reciben sólo alguna “ayuda”.
Sólo la gratuidad genuinamente universal crea condiciones materiales para que el sistema evolucione evitando estos dos puntos de llegada.
Dos observaciones finales. La primera es que la gratuidad genuinamente universal sólo es posible si al menos una parte de los recursos se obtienen mediante un impuesto especial aplicable a todos los graduados. Algunos dicen, sorprendentemente, que esto “no es gratuidad”, mostrando con eso su incapacidad para distinguir impuestos de créditos. Un mecanismo de este tipo haría de la educación superior un sistema de reparto, en el que los que estudiaron contribuyen a financiar el sistema del que todos se beneficiaron. Cada uno contribuiría conforme a sus capacidades, y recibiría según sus necesidades.
La segunda es que la universidad no sólo provee servicios docentes. Ella es además el espacio institucional de la reflexión libre y crítica. Por eso es importante que exista y sea vigoroso un sistema de universidades públicas, en las que ninguna autoridad estatal puede hacer con un profesor lo que el Arzobispo de Santiago hizo el año pasado con un profesor de la Universidad Católica. Son públicas todas las universidades que no tienen dueño, en las que nadie tiene derecho a fijar una agenda para servir fines no universitarios. Por eso en las universidades públicas, pese a todos sus problemas, los académicos son ciudadanos y no empleados.
La genuina universalidad de la gratuidad no implica que todos los recursos públicos deban distribuirse igualmente entre todas las instituciones, porque el sistema seguirá siendo “mixto”. La “mixtura” del sistema implica que coexistirán instituciones públicas, sin dueño, de ciudadanos, con otras privadas, con dueños o controladores, de empleadores y empleados. Los ciudadanos tenemos una responsabilidad, a través del Estado, con las primeras, que de las segundas cuidarán sus dueños o controladores.