En diciembre de 1973 ingresé a la Primera Compañía de Bomberos de Santiago, cuyo cuartel se encontraba en la esquina de Moneda y San Antonio, a espaldas del Teatro Municipal. Un edificio antiguo, lleno de recovecos, con una sala de juegos pequeña, pero acogedora, y un bar de una larga barra en el que se congregaban voluntarios de todas las edades para tomar un trago y conversar. De manera predecible, siempre terminaban recordando grandes incendios, episodios legendarios en los que los miembros de nuestra compañía habían actuado en forma heroica, mucho más que los de la aborrecida bomba rival, la Quinta. Los más antiguos aseguran haber conocido a René Carvallo, un bombero que había muerto en un incendio en el año 1946, siguiendo nuestro dogma kantiano: “Deber y Constancia”. El cuartel estaba repleto de fotos del mártir, un hombre en la treintena, tipo Clark Gable. Quienes lo conocieron hablaban de su arrojo y generosidad, de su éxito con las mujeres, de la mano firme con la que ejerció la función de capitán. Yo escuchaba en silencio, con los sentidos alertas, a la espera del próximo pitazo que señalaba que debíamos dirigirnos a un incendio, sin que jamás se me pasara por la mente que mi destino podía ser el de Carvallo.
Fue en la Primera Compañía donde conocí la amistad a partir del peligro. Una camaradería desde las llamas, desde el humo asfixiante y tenaz, desde los escombros y las brasas. Combatí incendios en viejos edificios de anchas paredes de adobe, en conventos y cités, en fuentes de soda y bodegas, en tiendas pobres y departamentos de viudas tristes. El más largo y memorable fue el incendio del restaurante chino Danubio Azul, en la calle Merced, a las dos o tres de la mañana. Era un edificio antiguo, en el que yo había cenado muchas veces con mi mamá, mi abuela y mis hermanos. Las llamas lo consumieron con rapidez, y nuestra labor era evitar que el siniestro se propagara a las estructuras vecinas. Fue un incendio traicionero. Parecía amainar, casi extinguirse, sólo para volver a prender en rincones insospechados. Al cabo de dos horas, yo seguía trepado en una escala con una gruesa manguera entre los brazos. De pronto, el muro empezó a cimbrar. Primero un poco, luego más rápido. Sentí pánico y miré a mí alrededor. A pocos metros, vi a Carlos Correa, un compañero de bomba un poco mayor que yo, montado a caballo sobre el muro. Estaba concentrado en su trabajo y apuntaba el chorro contra un foco rebelde. Decidí emularlo e ignorar la muralla temblorosa. Al cabo de unos minutos escuché el estruendo. Una pared adyacente se había derrumbado y mi muro volvió a cimbrarse. Apagué el pitón, me abracé a la escala y me deslicé hacia la seguridad del suelo. Apenas llegué a tierra firme sentí el rugido del teniente a cargo: “¿Quién abandonó esa manguera, carajo?”. Cuando supo que era yo, me dio una patada, me trató de cobarde y me empujó escala arriba. “¡Un bombero de la Primera nunca abandona su pitón! Prefiere la muerte a esa humillación”, dijo a gritos. Volví a tomar la manguera muerto de miedo, maldiciendo para mis adentros el día en que me había unido a ese grupo de temerarios.
Al final, el muro no se desmoronó. Terminamos empapados, con las caras negras de hollín, tiritando diente contra diente. A las siete de la mañana apareció Alberto Serrano con una botella de Johnny Walker, etiqueta negra, que había sacado del bar calcinado del Danubio Azul. Nos sentamos en el suelo, hombro contra hombro, y empezamos a beber largos sorbos. Muy pronto se unieron otros camaradas de diversas compañías y la botella empezó a circular con creciente rapidez.
Por largos meses viví en el cuartel como miembro de la guardia nocturna. Cuando menos lo pensábamos, en medio de la noche, caía la alarma: un pitazo largo y persistente seguido de una sirena ondulante. Saltábamos de la cama y nos poníamos los pantalones y botas, tomábamos la cotona y el casco, y nos lanzábamos por el tubo gritando “¡Vamos, vamos, vamos…!”. Trepábamos en la vieja bomba Berliet, la que salía en dirección al incendio con un gran rugido. Durante las noches de toque de queda el espectáculo era fantasmagórico e inquietante: una ciudad enorme, triste y vacía, con el aire enrarecido y sin un alma en la calle. La bomba salía del cuartel y avanzaba por avenidas abiertas, pasaba plazas desiertas, boîtes con candados en las puertas, esquinas marchitas. Tomábamos calles a contramano, con la certeza de que no habría nadie en nuestro paso, confiados de que las patrullas militares sabrían que el ulular señalaba que ahí veníamos en nuestra Berliet roja de cromados relucientes. Una de las primeras obligaciones al llegar a un siniestro era identificar un grifo que alimentara al carrobomba. Mientras dos bomberos hacían esa maniobra, otro contingente preparaba las mangueras y empezaba a lanzar agua contra el edificio en llamas. Una vez armada la red de alimentación, entrábamos en los inmuebles y nos acercábamos lo más posible a la fuente del incendio, siempre alertas a los ruidos, a los crujidos de las viejas estructuras, de las vigas y postes, de los techos y zaguanes, prestos a saltar si creíamos que se produciría un derrumbe. En los incendios grandes, a los que concurría más de una unidad, nuestra mayor preocupación era estar más expuestos y ser más valientes que los de la Quinta. Cuando sentíamos que había otro pitón en nuestras inmediaciones gritábamos: “¡Aquí, Primera!”. Si la respuesta era: “Aquí, Quinta!”, avanzábamos directo hacia el fuego, sin respeto a nada, sin importarnos lo que pudiera pasar, con el firme propósito de demostrarnos a nosotros mismos que éramos los más arrojados, los fundadores de la institución, los que teníamos el corazón más grande.
La rivalidad entre ambas compañías databa de fines del siglo XIX, cuando por razones políticas un grupo de la Primera decidió retirarse y fundar una nueva unidad, de principios conservadores y católicos, que cobijara a los miembros de las familias más influyentes y aristocráticas. Mi familia materna venía de una tradición liberal y masona, por lo que siempre estuvo afiliada a la Primera. A mí me inscribieron en el Libro Rojo de futuros voluntarios una semana después de haber nacido. A ninguno de mis tíos se le pasó por la mente que yo no fuera a servir, o que llegado el momento lo fuera a hacer en otra compañía.
Varios de mis nuevos camaradas habían acudido al incendio de La Moneda el 11 de septiembre, y uno o dos habían visto el cuerpo de Allende sin vida. En una de las fotos más famosas de ese día se ve a tres bomberos -todos de espesos bigotes- y a un conscripto portando el cuerpo del malogrado presidente. Los bomberos están serios y sudorosos, conscientes de la solemnidad del momento, del hecho de que bajo esa manta de colores se encuentra el hombre que prometió no rendirse jamás, no entregar vivo el mando que había ganado en unas elecciones democráticas. El soldado no mira a la cámara. Cuelgan de su cuerpo cartucheras de cuero, y sobre el bolsillo izquierdo de su uniforme de combate hay una mancha oscura, un salpicado perturbador que podría ser sangre. Podría serlo, no lo sabemos.