Trump y el rol del dinero en las campañas electorales

Las primarias del Partido Republicano en Estados Unidos son motivo de atención y estupor entre muchos analistas por el sorprendente desempeño que está teniendo la candidatura del magnate inmobiliario Donald Trump. Sus polémicas opiniones sobre prácticamente todos los temas de interés público lo han puesto en el centro del escenario y le han valido una enorme tracción electoral. No pasa un día sin que exista un llamado de los líderes del partido para detenerlo antes que sea demasiado tarde para el GOP. El New York Times de ayer daba cuenta de esos esfuerzos y sentenciaba que “si Trump obtuviese la candidatura presidencial, eso representaría una derrota de proporciones históricas para el sector establecido del Partido Republicano, y podría generar un conflicto interno nunca antes visto en un partido en medio siglo desde que los sureños blancos abandonaron masivamente el Partido Demócrata en la época del movimiento por los derechos civiles”.

Muchos se han preguntado cómo puede ser que Trump tenga enormes posibilidades de volverse el candidato del Partido Republicano a la presidencia en las elecciones de noviembre de este año. Hay, sin duda, razones ideológicas para su éxito; en efecto, se ha dicho que el electorado republicano estaba pidiendo hace rato un candidato que no perteneciese al establishment del partido. Una de las razones por las cuales Donald Trump puede presentarse como candidato independiente del establishment republicano es porque no necesita de su financiamiento: su riqueza personal le permite llevar adelante su campaña. Cabe entonces la pregunta: ¿cómo es que un millonario puede llevar adelante una campaña electoral en completa prescindencia de los aparatos partidarios?

La naturaleza de la regulación de las campañas electorales en Estados Unidos es la que le permite a Donald Trump, por un lado, autofinanciar su campaña y, por el otro lado, gastar una cantidad ilimitada de dinero en ella. Sin embargo, en 1974, Donald Trump no hubiera podido llevar adelante una campaña semejante: ese año el Congreso de Estados Unidos aprobó unas reformas al “Federal Elections Campaign Act”, previamente sancionado en 1971, que establecieron, entre otras cosas, límites a la cantidad de dinero que podía contribuir un candidato y miembros inmediatos de su familia a su propia campaña y también límites a la cantidad de dinero que un candidato podía gastar en una campaña electoral. Las reformas también ponían límites a las contribuciones individuales y empresarias que se podían hacer a una campaña electoral. En 1976 la Corte Suprema falló, en el caso Buckley vs. Valeo, que si bien dichos límites a las contribuciones eran constitucionales, no lo eran los límites al autofinanciamiento de las campañas ni los límites a los gastos en las mismas. De esa manera quedó liberado el terreno para que un millonario como Trump pudiera llevar adelante una campaña autofinanciada y de un tamaño ilimitado.

En los siguientes años se hicieron distintos intentos por restringir el rol que enormes cantidades de dinero podían jugar en las campañas electorales. Por ejemplo, en 1996, senadores del Partido Demócrata junto con miembros moderados del Partido Republicano intentaron establecer un mecanismo de límites voluntarios al gasto de dinero en campañas electorales. Este intento fracasó ante la oposición cerrada del resto del Partido Republicano.

En 2002 la llamada “McCain-Feingold Act” estableció un nuevo esquema de regulación de las contribuciones a las campañas electorales, aumentando el límite de las contribuciones individuales de 1000 a 2000 dólares pero, al mismo tiempo, introduciendo lo que se llamó el “Millionaire’s Amendment”: una disposición que establecía que cuando un candidato contribuía a su propia campaña con dinero de su propio bolsillo en un monto que excedía los 350 mil dólares, los límites a las contribuciones a las campañas de los otros candidatos para el mismo cargo serían triplicados. De esa manera, se intentaba “nivelar la cancha” hacia arriba, permitiendo a los competidores del candidato adinerado recaudar una mayor cantidad de fondos. Esta disposición de la ley fue, sin embargo, considerada inconstitucional por la Corte Suprema en 2010 en el caso Davis vs. FEC. En la parte sustancial del fallo la decisión fue reñida: 5 de los jueces consideraron que la disposición era inconstitucional y 4 consideraron que no lo era. Irónicamente para el establishment republicano que hoy lamenta la candidatura de Donald Trump, los 5 jueces que eliminaron el “Millionaire’s Amendment” fueron propuestos por presidentes republicanos y pertenecían (algunos siguen en el cargo) al ala conservadora de la Corte Suprema.

Más generalmente, al margen del caso de Trump, las consecuencias de una regulación laxa en cuanto a contribuciones y gastos en campañas electorales no son claras, al menos a la luz de los resultados obtenidos por la literatura en economía política. En un trabajo publicado en 1994 Steve Levitt analiza el impacto de los gastos de campaña en los resultados electorales en elecciones generales, encontrando que el monto total gastado no tiene gran relevancia a la hora de decidir una elección. Sin embargo, encuentra que establecer un límite al monto gastado puede ser socialmente deseable al reducir el exceso de gasto que una campaña sin límites puede generar. Existe, de todas maneras, un argumento importante para descartar límites a los gastos en campaña: el riesgo de generar una ventaja para aquellos candidatos que sean los titulares del cargo a disputar (“incumbency advantage”). En tanto cuentan con los recursos del cargo que ostentan para ejercer una campaña extra-oficial, un límite a los gastos de campaña sería perjudicial solamente para sus competidores que no cuentan con acceso a dichos recursos. A esta conclusión también llegan Pastine y Pastine (2012), que presentan un modelo teórico que estudia el rol de los límites al gasto de campaña en la “incumbency advantage”. De todas maneras matizan sus conclusiones para aquellas campañas donde ninguno de los candidatos ocupa actualmente el cargo (“open-seat campaigns”): en esos casos el establecimiento de un límite de gastos puede ser eficiente en tanto permite que aquellos candidatos que sean más efectivos en capturar el interés de los electores mejoren sus probabilidades de ser elegidos.

El estudio del financiamiento de las campañas electorales ha estado focalizado, sobre todo, en las experiencias de países desarrollados y, en particular, de los Estados Unidos, donde la disponibilidad de datos es abundante. ¿Qué se puede decir respecto al caso de países en desarrollo? Al tratarse, en general, de sociedades más desiguales, un trabajo interesante es el de Bugarin et al. (2008): allí se presenta un modelo de competencia electoral donde lobbies que representan a grupos de interés contribuyen a la campaña de los distintos candidatos. La conclusión a la que llegan los autores es que en sociedades muy desiguales las preferencias de la mayoría del electorado y de los grupos de interés se encuentran muy alejadas entre sí y, por lo tanto, los lobbies deben contribuir con cantidades importantes de dinero para cerrar esa brecha en la campaña electoral. En consecuencia, los gastos totales de una campaña en una sociedad desigual se vuelven mucho mayores que en una sociedad más igualitaria. Este resultado nos lleva a pensar, por lo tanto, que los límites al gasto en campañas pueden volverse relevantes a la hora de impedir que candidatos con posiciones cercanas a grupos de interés y lejos de las preferencias mayoritarias ganen las elecciones.

 

Referencias:

Bugarin, Mauricio; Portugal, Adriana y Sérgio Sakurai (2008) “Inequality and Cost of Electoral Campaigns in Latin America”, INSPER Working Paper 160/2008

Levitt, Steven D. (1994) “Using Repeat Challengers to Estimate the Effect of Campaign Spending on Election Outcomes in the U.S. House”, en Journal of Political Economy, vol. 102 (4), pp. 777-798

Pastine, Ivan y Tuvana Pastine (2012) “Incumbency Advantage and Political Campaign Spending Limits” en Journal of Public Economics, vol. 96(1), pp. 20-32