Hace un mes, durante mi último viaje a Chile, vi el documental sobre los “Chicago boys” en una función privada. Al terminar, quedé meditabundo y cabizbajo. El filme es interesante, está bien hecho y cumple con el objetivo de ponerles rostro, voz y humanidad a personajes míticos. A través de una sucesión de imágenes y escenas, la película va armando la historia de unos profesores universitarios que, aparentemente, se coluden con los militares para derrocar al Presidente Salvador Allende y cambiar al país.
Pero lo que a mí me dejó intranquilo no fue que se insinúe que los “Chicago boys” son culpables de cargos que nunca se presentan con claridad. Lo que a mí más me perturbó fue que el Chicago que aparece en el documental es muy diferente al que yo conocí durante mis años como estudiante graduado a fines de los 70 y principios de los 80. El Chicago del filme es unidimensional y dogmático, una especie de instituto de adoctrinamiento para conservadores, dedicado a la defensa irrestricta de los intereses de las empresas y de las multinacionales; una institución que les prestaba apoyo a tiranos y dictadores.
Pero ese no es el Chicago donde yo estudié.
La universidad que yo conocí era multidimensional, diversa y llena de contradicciones; un lugar donde lo importante era hacer preguntas difíciles, donde uno aprendía a dudar frente a todo y ante todo; donde uno enfrentaba esas dudas con rigor y con la mente abierta. En esa época, el Departamento de Economía era, sin duda, el mejor del mundo. Haber estado en Chicago durante esos años fue toda una fiesta y una aventura.
Sylvia Plath y el suicidio
Desde el primer día, las clases fueron alucinantes. Cada profesor nos impresionaba a su manera. Gary Becker -quien ganaría el Nobel en 1992- ya había publicado trabajos que expandían el ámbito de la economía a áreas insospechadas. En esa época, una de sus preocupaciones era desarrollar una teoría económica del suicidio. Para él el tema era simple. Uno decidía terminar con su vida si los beneficios esperados de seguir viviendo eran menores que los costos de vivir. La dificultad residía en calcular estos valores. Los beneficios se van dando a lo largo del tiempo y son difíciles de estimar. Para ello es necesario considerar complejas situaciones probabilísticas, e imaginar experiencias futuras y desconocidas. Por el lado de los costos, la cosa tampoco es fácil, ya que el suicidio, insistía Becker con cierta ironía, es un acto irreversible que uno no puede deshacer.
Escuchábamos embobados, y un poco escandalizados. Se rumoreaba que su preocupación por el tema había nacido después de que su primera esposa se quitara la vida. En cada clase, Becker nos instaba a pensar sin prejuicios ni miedos, a empujar las ideas hasta que crujieran, hasta que dieran frutos.
Un día le dije que quería ahondar sobre la cuestión, y le pregunté si me podía recomendar lecturas adicionales. Para mi sorpresa me dijo que leyera sobre el suicidio de la poeta y novelista Sylvia Plath. “Un grito de auxilio que no fue escuchado”, apuntó. En un pedazo de papel anotó el título del libro del Al Alvarez, El dios Salvaje. Luego agregó: “Léalo y conversamos. No es economía, pero le va a gustar”.
Conocer a Keynes
Don Patinkin, el gran monetarista israelí, fue mi primer profesor de macroeconomía. En 1959 revolucionó la teoría monetaria con la publicación de un tratado de casi mil páginas en el que exploraba las bases microeconómicas del dinero, el crédito y la liquidez. Uno de los aspectos más interesantes del volumen era la manera como se presentaba el material. El texto ofrecía una narrativa en apariencia simple, pero en realidad repleta de recovecos y sutilezas. Una serie de apéndices complementaban la teoría: unos rebosantes de ecuaciones, y otros en los que Patinkin se adentraba en las ideas de los clásicos. Una combinación admirable, audaz y erudita.
Con el tiempo, y como consecuencia de su interés por el rol del dinero -cuestión que también obsesionó a Marx-, Patinkin se transformó en uno de los grandes conocedores del pensamiento de Keynes. A fines de los 1970 estaba escribiendo un libro en el que exploraba los afluentes del pensamiento keynesiano, y dictó un seminario, al que yo asistí, y del que todos salimos admirando al gran economista inglés.
Patinkin no era un miembro estable del Departamento de Economía. En 1949 había emigrado a Israel, y era profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Pero cada cierto tiempo pasaba una temporada en una universidad de prestigio, las que se peleaban sus servicios. Al final de su vida se transformó en un líder del movimiento pacifista, y desde su posición de rector de la Hebrea buscó infructuosamente una solución al problema palestino. Otra de sus pasiones era la música. Con él escuché por primera vez la cantata Alexander Nevsky de Prokofiev. Mientras escuchábamos a la Filarmónica de Chicago mirábamos una versión borrosa de la película de Eisenstein, y Patinkin hablaba sobre nazis y comunistas y del éxodo julio a Israel.
El lenguaje de las matemáticas
Robert Lucas, mi tercer profesor del primer trimestre, ganó el Nobel en 1995 por su trabajo sobre las expectativas en las economías modernas. En 1977, Lucas fue contratado como reemplazo de Milton Friedman, quien se había jubilado y partido a California. El contraste entre los dos no podía ser mayor. Friedman era locuaz y articulado, y tenía una facilidad enorme para comunicar ideas complejas en forma simple. Lucas era reservado y silencioso, y se sentía más cómodo con el lenguaje de las matemáticas.
Lucas llegaba a clases con un enorme maletín del que extraía un gran cenicero de cristal, un cartón de cigarrillos Camel y un encender Zippo. Saludaba con un leve gesto de cabeza y escribía una ecuación en la pizarra. Encendía un cigarrillo, aspiraba hondo y preguntaba: “A ver, ¿qué les parece esta expresión?”. Nosotros mirábamos extrañadísimos y no decíamos nada. Lucas tampoco. Podíamos pasar 15 minutos en silencio. Al final, alguien -casi siempre un muchacho de Carolina del Sur- decía algo. A continuación podían pasar dos cosas, ambas terribles. A veces, Lucas asentía y esbozaba una sonrisa. Luego guardaba el cenicero y daba por concluida la clase, dejándonos en el más absoluto desamparo. En otras ocasiones decía que no, y escribía línea tras línea de ecuaciones en el pizarrón, las que nosotros copiábamos sin comprender mayormente. Pasábamos el resto de la semana tratando de descifrar qué había querido decir, y cuando finalmente lo entendíamos estallábamos de felicidad.
Durante los años siguientes pasé por las aulas o seminarios de George Stigler, Bob Fogel, Ted Schultz, Gene Fama, Jim Heckman y Merton Miller, todos inolvidables, todos galardonados con el Premio Nobel. También por las de Al Harberger, Arnold Zellner, Jacob Frenkel, Mike Mussa y Sherwin Rosen, un ramillete de gigantes intelectuales.
Pero había más, mucho más. Bastaba salir de economía y aventurase a los edificios de las humanidades o de la escuela de leyes para escuchar una conferencia o seminario de Saul Bellow, Paul Ricoeur, Bruno Bettelheim, Richard Epstein, Richard Posner o Ronald Coase. Sí, Chicago era una fiesta.
Nunca tuve la sensación de que ninguno de mis profesores apoyara a un tirano. Más bien, la actitud era de desprecio. Para ellos, las dictaduras eran enemigas del saber, de las mentes abiertas, del concepto mismo de universidad. Es por eso que el documental de los “Chicago boys” me produjo un sentimiento de desazón. Esa no es la universidad que yo conocí, es un lugar inventado.