Cada vez que la Argentina enfrentó una coyuntura caracterizada por un fuerte atraso cambiario, un elevado déficit fiscal y un bajo nivel de reservas en un contexto en el que las condiciones externas se deterioraban significativamente, el final fue siempre el mismo: más rápido o más tarde el gobierno se vio obligado a devaluar y vino una crisis macroeconómica.
Es cierto que no todas las crisis fueron iguales. Algunas fueron simples temblores en los que luego de una breve recesión la economía se recuperó rápidamente mientras que otras fueron tsunamis o crisis muy profundas que tuvieron un fuerte impacto sobre el crecimiento y el sistema financiero (esos temas los analizamos en más detalle en “Las crisis económicas argentinas: una historia de ajustes y desajustes” de Editorial Sudamericana).
Desde un punto de vista analítico, es útil distinguir al menos tres tipos de crisis: las de balanza de pagos, las macrofinancieras y las de inflación extrema.
Las más tradicionales han sido las llamadas crisis cambiarias o de balanza de pagos, que son las menos complejas, las menos disruptivas y, que como fueron las primeras que se estudiaron, se las llama crisis de primera generación. En la Argentina corresponden principalmente al período conocido como “stop and go” que predominó en los años cincuenta y sesenta.
En las crisis de balanza de pagos tradicionales a la Krugman, el principal problema es una inconsistencia entre un tipo de cambio fijo por un lado y la política monetaria y fiscal expansiva que generaba inflación por el otro.
Con la economía en expansión, subían los precios y los salarios, se encarecía el país en dólares y se perdía competitividad, con lo que aumentaban las importaciones y se deterioraba el saldo de la balanza comercial del balance de pagos mientras caían las reservas internacionales. En algún momento las reservas tocaban un nivel mínimo crítico que desataba el golpe de gracia: un ataque especulativo sobre las reservas que llevaba a que el Banco central adoptara un recurso de última instancia: una devaluación
Después del Rodrigazo, las crisis económicas comenzaron a ser más complejas y más profundas, especialmente porque, en la segunda mitad de los años setenta, se implementó la liberalización del mercado financiero, lo que llevó a un gran crecimiento del sector bancario y a un aumento del endeudamiento externo, que con el tiempo resultó ser un “arma de doble filo”.
De esta forma, se pasó de las crisis de balanza de pagos a las crisis macrofinancieras —llamadas de segunda o de tercera generación—. En estas crisis, los problemas de la balanza comercial se combinan con problemas en la cuenta de capital. Las presiones sobre las reservas suelen ser más significativas y la devaluación se transforma en un arma de doble filo.
En este tipo de crisis, la solución no es tan sencilla, ya que los problemas de falta de divisas no se pueden resolver simplemente con una devaluación y una buena cosecha. En verdad, las devaluaciones en estos casos tienden a ser contraproducentes, ya que reducen la capacidad de pago del Estado y de las empresas que están endeudados en moneda extranjera así como también la solvencia del sistema bancario que está endeudado en dólares.
En otras palabras, cuando los problemas son macro-financieros, una devaluación, aunque muchas veces es inevitable, puede profundizar la crisis en lugar de aliviarla. Un ejemplo que ayuda a ilustrar este aspecto fue la salida de la convertibilidad. En 2001, la Argentina tenía un claro problema de atraso cambiario, era muy caro en dólares, lo que hacía que las exportaciones industriales no fueran competitivas y que el país tuviera un déficit en su balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos. La solución tradicional a esta coyuntura era una devaluación para recomponer la competitividad del sector exportador, estimular la sustitución de importaciones y mejorar la situación externa.
Una conclusión rápida es que las crisis macro-financieras son mucho más difíciles de resolver que las de balanza de pagos, ya que por su naturaleza afectan la solvencia de las empresas y del propio Estado, a la vez que tienen un alto impacto sobre el crédito y sobre la cadena de pagos. Además, este tipo de crisis tienden a ser prolongadas, ya que cuando hay defaults generalizados, lleva mucho tiempo resolver los procesos de reestructuración de las deudas y de renegociación de los créditos. Y todo es mucho más difícil cuando el Estado es parte del problema y tiene que reestructurar su propia deuda con lo cual no tiene recursos para poder darle asistencia financiera al sector privado.
Por último, las hiperinflaciones en general surgen por la necesidad de emitir dinero para financiar un “enorme” déficit fiscal en una situación en la que el país no tiene acceso al crédito. Están asociadas con guerras, catástrofes naturales o un shock externo brutal como el que sufrió Bolivia en 1983 en el que simultáneamente tuvo que confrontar una caída en el precio de su principal producto de exportación, el estaño, y una brusca reducción de la ayuda financiera externa. Desde este punto de vista, la hiperinflación argentina no califica como “tradicional”. De cualquier manera, fue una hiperinflación como se describe en la definición clásica de Phillip Cagan, o sea en la que hubo tres meses seguidos, mayo, junio y julio de 1989, en los que la tasa de inflación superó el 50% y luego otros tres meses más, entre enero y marzo de 1990. La tasa mensual anualizada incluso llegó a 20.000% en marzo de 1990!
¿Si viniera una crisis en la Argentina, a cuál de estas tres se parecería? Está claro que los desequilibrios macroeconómicos son importantes, pero no pareciera que el déficit fiscal sea tan grande y difícil de corregir como para generar una hiperinflación. Al mismo tiempo, en la economía Argentina ni el Estado nacional, ni los provinciales, ni los privados tienen niveles elevados de deuda al mismo tiempo que no se vislumbran problemas en los bancos, incluso en el caso en que hubiera una devaluación. Esto implica que los riesgos de una crisis macrofinanciera están acotados.
Por lo tanto lo más probable es que si hay una devaluación y una crisis, esta sea simplemente una típica crisis de balanza de pagos. A pesar de que hay importantes desequilibrios macroeconómicos y de que los temores a nueva crisis de gran envergadura rondan por doquier, el análisis que hemos hecho indica que los problemas se asemejan mucho más a los desajustes que prevalecían en los años del stop and go de los que precedieron a las crisis macrofinancieras. Si es así, la salida debería ser menos traumática que en las típicas crisis argentinas y hasta podría ser una oportunidad si se logran restablecer los equilibrios macroeconómicos básicos y aprovechar las inversiones que vendrían si el país muestra mejores fundamentals y arregla el problema de los holdouts.
En resumen, la situación actual indica que el próximo sacudón muy probablemente se asemeje más a un temblor que a un tsunami; pero es difícil pensar que será posible superar los desequilibrios actuales sin que haya período de incertidumbre y turbulencia.
Excelente nota