Cuando alguien menciona la palabra “internet” lo primero que se me viene a la mente es la página blanca, elegante y minimalista de Google; las infinitas respuestas al alcance de los dedos, los libros en bibliotecas virtuales, las películas clásicas y las nuevas, las fotos y las entrevistas, los diarios que puedo leer -de Montevideo y Sevilla, de Iowa City y Temuco-. Veo desfilar al mundo ante mis ojos y me lleno optimismo.
Luego me asaltan una serie de visiones negras. Por ejemplo, pienso en el escritor Rafael Gumucio y en los violentos ataques verbales que sufrió por las redes sociales la noche del gran incendio de Valparaíso, en abril de 2014.
La historia es conocida: el escritor comentó en su cuenta de Twitter las imágenes que veía en la TV. Argumentó que le parecía incomprensible que hubiera gente que prefería salvar a mascotas antes de ayudar a otros seres humanos del estrago de las llamas. Se refirió a los amantes de perros y gatos como “hipsters”. Este comentario generó una andanada de ataques. Miles de amantes de los animales lo insultaron, cuestionaron su generosidad e inteligencia y se preguntaron si tenía corazón.
Pero la cosa no paró con insultos. Gumucio y su familia recibieron, a través de las redes, amenazas de golpizas, de mutilación y de muerte. Uno puede estar en desacuerdo con las opiniones del novelista, pero nada justifica la violencia y el encono. El acoso llegó a tal nivel, que el escritor decidió cerrar su cuenta de Twitter por unos días.
Lo peor es esto: muchos de los ataques eran anónimos.
Embates de cobardes, de personas incapaces de dar la cara, de decir “aquí estoy yo y esto es lo que pienso”.
Cobardes por doquier
Pero Rafael Gumucio no es el único que ha sido víctima de estas cobardías. El acoso anónimo por las redes sociales se ha transformado en pan de cada día. Cualquier persona que tenga una figuración mínimamente pública y dé su opinión sobre cualquier tema corre el riesgo de ser destruido por encapuchados que tiran la piedra y esconden la mano, que resguardan su identidad detrás de nombres de fantasía. Quizás lo más paradójico es que estos seres anónimos y cobardes no son miembros del lumpen, ni de bandas de adolescentes que han perdido el norte. No, en muchos casos se trata de gente “normal”, de profesionales destacados, de supuestos miembros de la elite. La cobardía no conoce las divisiones sociales ni los niveles de educación. Cobardes hay en todas partes.
Hace unos días, el escritor Oscar Contardo -uno de los analistas más agudos de nuestra realidad nacional- fue atacado soezmente por Twitter por la simple razón de que no le gusta el fútbol. Resulta que Contardo -al igual que tanta gente- no vibra con los goles de Alexis y Edu Vargas, o con los pases precisos y profundos del gran Mauricio Isla. Oscar Contardo tampoco se emociona con los tatuajes de nuestros jugadores, ni condona el comportamiento un tanto infantil que algunos de ellos exhiben fuera de la cancha.
Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con Contardo -yo amo el fútbol, y esté donde esté me las arreglo para ver los partidos de la “Ro-ja”-, pero nada justifica atacarlo anónimamente y en forma masiva a través de las redes. Pero eso es precisamente lo que ha sucedido desde hace un tiempo. Insultos y más insultos de individuos que no tienen ni nombre ni rostro, que viven en el mundo repulsivo y oscuro de los cobardes. A sus opiniones sobre el deporte, los atacantes agregaron comentarios soeces sobre la vida privada del escritor -la que, preci- samente, por ser “privada” debiera ser intocable en conversaciones masivas – y sobre su condición de hombre gay.
Uno de los líderes de esta banda de matones es un individuo que se esconde tras el nombre de “pajarofélix”. Como su cuenta es anónima, no se sabe a ciencia cierta quién es, pero según el propio Contardo, se trataría de un profesional reconocido que ejerce la docencia en una de las universidades más prestigiosas del país. Un hombre con un doctorado de una de las mejores universidades del mundo, con una participación activa en uno de los nuevos centros de estudios sobre políticas públicas. Al descubrir su identidad, Contardo invitó al individuo en cuestión a tomar un café, para que conversaran “como caballeros” y para que le explicara por qué se había ensañado con él. Pero fiel a su condición de cobarde, el personaje rehusó la invitación. Como buen periodista, Contardo siguió indagando y averiguó que el plumífero del caso ya había usado su anonimato para atacar a la abogada Paz Zárate. Un triste y preocupante espectáculo.
La tiranía del internet
En Purity, la nueva y magnífica novela de Jonathan Franzen, uno de los personajes -un hombre que creció en Alemania del Este y que se dedica a hacer públicos documentos en las redes sociales (una especia de Assange)-, reflexiona sobre el internet. En un largo monólogo interior, Andreas Wolf compara al internet con los regímenes totalitarios y con su experiencia en la RDA antes de la caída del Muro de Berlín.
Dice que en la vieja república comunista era imposible sustraerse de las alabanzas al partido y a la clase obrera. “La respuesta a toda pregunta, grande o pequeña, era el socialismo”. Luego se refiere al mundo actual y dice que “si uno sustituye el término ‘redes sociales’ por ‘socialismo’, uno tiene el internet”. Según Wolf, el internet reproduce a los apparatchicks del socialismo real. El tono, dice, es el mismo: las prédicas, las presentaciones en TED, los Power Point repletos de metáforas mediocres y de clichés cocinados a medias.
Wolf apunta que los privilegios a los que aspiraban los habitantes de la RDA eran mínimos: una línea telefónica, un departamento con un poco de luz, un permiso para viajar. Pero, mirados con perspectiva, estos privilegios no son muy diferentes a lo más deseado en la actualidad: tener cientos de miles de seguidores en Twitter, una andanada de “me gusta” en Facebook y cuatro minutos de fama en una entrevista en CNN. Vivimos, dice el personaje de Franzen, bajo la tiranía del internet.
En una entrevista reciente, el escritor español Javier Marías dijo que el internet ha permitido, por primera vez, “la imbecilidad organizada”. Antes había imbéciles que iban al bar y expresaban a gritos sus imbecilidades. Pero ahora es peor: estos imbéciles pueden organizarse en las redes, “con gran capacidad de contagio”.
Franzen y Marías -dos de los grandes escritores de nuestro tiempo- exageran. El internet nos puede dar posibilidades horizontales, democráticas e infinitas. Pero también es cierto que puede cobijar a cobardes y a matones anónimos y de poca monta. ¿Qué hacer? La respuesta es simple: identificarlos, quitarles la capucha y denunciarlos. Ser implacables con la cobardía de quienes insultan y practican el bullying sin dar la cara.
Sebastián, hay mucho de lo que tu cuentas en esta entrada, sin duda. Pero también ofrecen una posibilidad de interactuar productivamente. Está en la sociedad, como siempre, la posibilidad de avanzar positivamente!
Mientras tranto, keep calm and carry on: https://dev.focoeconomico.org/2015/06/06/la-soportable-levedad-de-la-difamacion-cibernetica/