La Presidenta pretende marcar la cancha para su liderazgo sin gobierno. Atentos a la transición.
Desde su mansión en Sunset Boulevard, Norma Desmond vive en el ostracismo mientras sueña con un retorno triunfal. La estrella del cine mudo supo tenerlo todo: fama, dinero y poder. Aquellos que la adulaban en las épocas de gloria ya no están a su lado: los amigos del campeón alaban ahora a otros consagrados. Sólo se mantienen unos pocos fieles y un puñado de ventajistas, pues algo de dinero aún le queda. El avance de un nuevo modelo cinematográfico vuelve virtualmente imposible cualquier chance de reinsertarse en el candelero actoral. Ella lo ignora. O finge: prefiere no saberlo.
Cualquier semejanza con la potencial realidad que experimentará en breve CFK es pura coincidencia. Termina su presidencia con la sensación de que mantiene su autoridad intacta. Como quería: tomando decisiones hasta el último instante. La sigue un nutrido grupo de acólitos que genuinamente se desviven por ella; la miran admirados en el Patio de las Palmeras. Por allí aún retumban los ecos de ese adiós, romántico, adolescente, “la vida por Perón”, “la patria socialista”. Se entremezclan con declaraciones más recientes de figuras entrañables, como Estela de Carlotto: un “gobierno de transición hasta el regreso de CFK” (luego las desmintió, típico caso de afirmación sacada de contexto). El interrogante crítico desnuda un deseo poco o mal reprimido: ¿la aspiración de Cristina de seguir liderando el inefable “modelo” representa sólo una ilusión o encuentra algún sustento real?
No es sencillo responder semejante enigma. Argentina describe una trayectoria singular. No aparecen, en efecto, referencias comparativas que brinden pistas claras respecto del futuro de la actual mandataria. Los otros líderes parecidos a CFK, protagonistas de procesos transformacionales de raíz populista con obvios desvíos autoritarios como los que han tenido lugar en Venezuela, Ecuador, Bolivia o Nicaragua, no se han visto forzados a abandonar el poder. Pudieron modificar las reglas para perpetuarse y eludir esta coyuntura de matriz gardeliana: “el dolor de ya no ser”.
El más moderado Lula evitó la tentación cesarista, pero fue capaz de digitar sin restricciones la sucesión presidencial designando a la que a su juicio constituía en esa época la mejor opción: la ahora atribulada Dilma Rousseff. Cristina debió resignarse a que sea Daniel Scioli el candidato del FpV, luego de fracasar con la reforma de la Constitución (Massa lo hizo) y con otras opciones ex ante más afines, como Sergio Urribarri o Florencio Randazzo.
¿Qué virtud habrán desarrollado esos líderes que no fue capaz de generar Cristina? Ninguno de esos mandatarios cayó en su laberinto. Ante la perspectiva de convertirse en la versión política de la opacada señora Desmond, se aferraron al poder a rajatabla. Cantaron falta envido y vale cuatro con algo más que dos sotas y un ancho falso.
En los últimos 32 años de vida democrática, ningún presidente argentino fue particularmente influyente una vez que abandonó el sillón de Rivadavia. Mirando más atrás, fueron Roca, Yrigoyen y Perón los únicos que regresaron al poder, pues fueron capaces de mantener un liderazgo predominante. También es real, sin embargo, que no tuvimos presidentes democráticos que terminaran su mandato con un nivel de aprobación superior al 40% como CFK. En parte esto se explica por el hecho de que ella incrementó el gasto público en más de 10% del PBI en términos absolutos (30% en términos relativos). Nadie se atrevió a impulsar semejante expansión de la mano visible del Estado. ¿Manos mágicas?
Hoy Cristina alardea de su tardía fortaleza y de su efectiva capacidad de daño. “No cualquiera puede ser presidente”, afirmó con cierto halo amenazante hace unos días. La realidad pareciera desmentirla: lo fue Menem, De la Rúa, lo fueron su marido y hasta ella misma. Otros antecedentes: Adolfo el Breve, Puerta y Camaño, incluso la olvidada Isabelita. No conviene ahondar más en los archivos ni mencionar otros nombres: Cámpora, Lastiri, para no hablar de algunos militares tipo Levingston u Onganía, quienes ocuparon la primera magistratura y desmienten la idea de que alguna vez en el país haya imperado la meritocracia. El de los ex presidentes no es un club particularmente prestigioso.
La autoridad presidencial es a la vez exagerada y exigua. Los fundamentos materiales e institucionales del poder son transitorios; tal vez los simbólicos puedan ser más perdurables. El manejo arbitrario de los recursos fiscales y de la regulación con los que un presidente puede vigilar y castigar a gobernadores, intendentes, empresarios y sindicalistas se agota el día en que regresa a su lugar en el mundo, que nunca es la Casa Rosada. Cristina podrá retener su fluidez oratoria y hasta desplegar su incontinencia epistolar vía redes sociales o métodos más tradicionales. Pero para alivio de gran parte de la sociedad argentina, y de los comunicadores que podrán continuar con su programación habitual, desaparecerán las cadenas nacionales.
Pregunta. ¿Es acaso el cristinismo una construcción autónoma del aparato y los recursos del Estado? La desesperación de ella y de los no tan jóvenes integrantes de La Cámpora por asegurarse un laburito en el sector público sugiere lo contrario. Carece de raíces sólidas en la sociedad civil (sindicatos, centros de estudiantes, asociaciones profesionales). Para que a CFK y sus acólitos les vaya bien, al próximo gobierno, independientemente de quién sea el ganador, le debería ir mal, fundamentalmente en materia económica. Esa es la clave de la actual coyuntura. Por eso será tan importante monitorear lo que ocurra entre el 26 de octubre y el mismo 10 de diciembre: cada mañana, el Boletín Oficial será de lectura obligatoria. La lucha por la resistencia comenzará con lenguaje leguleyo en esas frías páginas.
Si el próximo gobierno logra capear el temporal y superar los múltiples obstáculos tan prolijamente concebidos e implementados por CFK, su influencia se apagará de forma gradual, pero inevitable.
Si eso no ocurre y entramos en una etapa de turbulencia y dificultades de gobernabilidad, se trataría de una condición necesaria, pero no suficiente para que CFK pueda avanzar en su operativo retorno. La política argentina puede perfectamente destilar alguna alternativa más joven e innovadora frente a eventuales coyunturas adversas. El trasvasamiento generacional puede tomarse víctimas impensadas.
Una versión original de este artículo fue publicada en el diario Perfil el 18 de octubre de 2015.
Su artículo nos recuerda que la exaltación del gobernante de turno es algo común en las democracias constitucionales (no diferencio entre sistemas presidenciales y parlamentarios porque no creo que las diferencias sean significativas). Sí, todo gobernante quiere quedarse en el poder o por lo menos con algún poder. Las deficiencias de todas las democracias constitucionales permiten al gobernante abusar de su poder para seguir gozándolo por siempre—sí hay diferencias de grado entre países, pero son sólo de grado como la experiencia de Obama lo está demostrando. Las circunstancias de cada país son las que terminan condicionando en qué medida un gobernante puede sacarle provecho a esas deficiencias. Por lo tanto, conociendo las deficiencias del sistema argentino post-1930 (¿o debo decir post-1912?,¿o post-1861?) y las circunstancias que condicionan la situación actual, no me extraña lo que está ocurriendo y lo que podría ocurrir porque ya se ha repetido muchas veces. Las circunstancias han cambiado, pero no tanto como para que los partidos y los movimientos políticos no se hayan adaptado a esos cambios y mantenerse “competitivos” en la lucha por el poder (unos pocos en la lucha por el premio grande y el resto por tajadas y migajas). Hoy leo este artículo de Héctor Schamis en El País
http://www.analisislatino.com/notas.asp?id=8383
y pienso que no es necesario repetir todos los días que el peronismo ha muerto porque su vitalidad se muestra en haber sabido cambiar de disfraz (el artículo me lleva a preguntar por la pobreza del análisis político sobre Argentina).
En artículos anteriores usted se ha referido a Chile y sin duda la experiencia chilena de los últimos 50 años (exactamente desde que Eduardo Frei padre fue elegido presidente) podría haber servido para que los analistas políticos hubieran aprendido algo de las deficiencias de las democracias constitucionales y de los intentos fallidos de terminar con estas democracias. Ni Allende ni Pinochet pudieron terminar con la democracia constitucional (por razones distintas a las que usted cree) y hoy tampoco la Sra. Bachelet podrá hacerlo (ver esta columna de Patricio Navia
http://www.analisislatino.com/notas.asp?id=8374
sobre el anuncio reciente de la Sra., anuncio que es un reconocimiento de su fracaso grotesco y que en una democracia constitucional sin deficiencias ya habría dado razón suficiente para removerla del cargo; en todo caso, el artículo de Navia no intenta explicar el contexto histórico en que la Sra. ha querido terminar con la democracia constitucional chilena y cómo su gestión desde 11-3-2014 ha llevado al anuncio que Navia deja en ridículo).