Uno de los hechos estilizados de la gran mayoría de países de América Latina es el bajo crecimiento de la productividad factorial total. Múltiples son los factores que ayudan a explicar tal situación (La Porta y Schleifer,2014): el estado de derecho y su nivel de cumplimiento, las bondades y deficiencias del marco regulatorio, la infraestructura y calidad de los servicios públicos, las distorsiones generadas por el sector público, las prácticas anticompetitivas por parte del sector privado, el capital humano de los empresarios y encargados de organizar el proceso productivo, la capacitación técnica de los trabajadores y el acceso a servicios y productos financieros, entre otros.
Sin embargo, el impacto de las variables antes mencionadas sobre la productividad no es lineal; depende en parte del tamaño de la unidad productiva y de su forma de operar. Así por lo general, conforme las empresas son nuevas y pequeñas, tienen una capacidad gerencial más limitada, son más vulnerables a las fluctuaciones económicas, tienen una menor capacidad de innovar y por lo general, su probabilidad de acceder a servicios financieros es más limitada. En este sentido, es plausible la existencia de una correlación positiva entre el tamaño de la unidad productiva y su productividad (Hsieh y Olken, 2014).
Ante ello resulta importante contar con una distribución de empresas que esté centrada –preferentemente- en empresas medianas y donde la estructura de los mercados permita la presencia de una movilidad empresarial sobre la curva de distribución. Para tal fin, se han propuesto medidas que buscan eliminar las distorsiones que afectan el crecimiento de las empresas medianas y grandes (Busso, Fazio y Levy, 2012) así como eliminar políticas públicas focalizadas en las pequeñas empresas como son los regímenes impositivos especiales o los programas de microcrédito (Hsieh y Olken, 2014).
Si bien estas medidas podrían aumentar el dinamismo de las empresas pequeñas y medianas, queda el problema de qué hacer con todas aquellas personas que laboran en microempresas. A este respecto es necesario recordar que en el caso de México, el 95% de las unidades productivas son microempresas en donde labora el 42% de la fuerza laboral. La gran mayoría de ellas son de subsistencia –a lo Hussmanns (2004)- y operan de manera informal en el mercado de bienes y servicios.
Aun cuando la descripción antes hecha pareciera robustecer el argumento de Hsieh y Olken, dos son los motivos por los que la política pública no puede dejar en el olvido a las microempresas. Primero, porque la presencia de negocios operando de manera informal corroe las instituciones y debilita el marco legal. Si bien pudiera considerarse que un crecimiento económico sostenido podría abatir el fenómeno de la informalidad, el caso del Perú muestra las dificultades en lograrlo. A pesar de haberse duplicado el PIB de dicho país en una década, los indicadores de informalidad prácticamente quedaron inalterados. Segundo, considerando la dinámica poblacional se requeriría de por lo menos duplicar el número de empresas medianas para reducir el empleo en las microempresas a niveles similares de los existentes en Europa-que asciende al 30 por ciento. Ello es poco probable de alcanzarse en un corto plazo. En este sentido, si bien es necesario reducir distorsiones para lograr un crecimiento de las empresas pequeñas y medianas, también es importante analizar qué medidas pueden tomarse para lograr un proceso de formalización efectivo de las microempresas que conduzca a incrementos en su productividad.
En un trabajo que estamos realizando (Firms’ informality and networks) se analiza –teórica y empíricamente- qué factores podrían ayudar a explicar por qué algunas microempresas operan de manera formal y otras no. La respuesta convencional son los altos costos de ser formal (De Soto 1989, Johnson, Kauffman, MacMillan y Woodruff 2000) pero diversos experimentos han mostrado que una reducción en dichos costos tiene un impacto limitado en la formalización (De Mel, Mckenzie y Woodruff 2010). Sin descuidar dicho factor, consideramos también las escasas habilidades empresariales de los dueños y administradores de las microempresas y su dificultad para acceder a los mercados de bienes y servicios como factores que inhiben la formalidad y con ello el crecimiento de la productividad (Djankov, 2003, Perry, 2007 y Mckenzie y Woodruff, 2015).
Haciendo uso de la encuesta nacional de micronegocios, se caracteriza el grado de formalidad de las empresas de acuerdo a si entregan facturas, recibos o ningún documento al vender bienes o servicios. Con base en un probit ordenado generalizado –método que resulta consistente con la caracterización que hace Perry (2007) respecto de que la informalidad no es una solución de esquina sino más bien un continuum de posibilidades de participación- se encuentra que –además del costo, tamaño y edad- el motivo que dio origen al surgimiento del micronegocio, las redes comerciales en que está inserto la empresa y el acceso a financiamiento institucional son factores que influyen en la decisión de mantener el negocio como informal o no.
Algunas consecuencias de lo anterior es la posible existencia de una trampa de informalidad. A modo de ejemplo, supóngase un negocio que compra sus insumos a una empresa informal y los vende al público en general. En este caso, ¿por qué tendría incentivos a formalizarse?; ¿por qué una reducción de costos lo incentivaría? A este respecto, el trabajo sugiere que la política pública debe centrarse en buscar mecanismos que incentive a los microempresarios a cambiar sus redes comerciales. Por el tamaño del sector, ello obliga a una política pública focalizada. Para tal fin, puede ser útil saber que el motivo que dio lugar a la creación del negocio es un factor que se correlaciona con el grado de formalidad con que los micronegocios operan. En este sentido, una extensión del trabajo radica en investigar qué elementos pudieran ser utilizados para construir indicadores adelantados del grado de formalidad con que operaran los micronegocios.