La consagración de James Corbyn como líder del Partido Laborista inglés confirma una tendencia en la que coinciden el mundo desarrollado y el emergente: el resurgimiento de referentes antisistema, rupturistas respecto del statu quo vigente, en general abiertamente críticos respecto del establishment de sus países o de sus organizaciones. Desde el Papa Francisco hasta Donald Trump, pasando por Alexis Tsipras en Grecia, Pablo Iglesias en España, César Acuña en Perú, el ascendente candidato demócrata Bernie Sanders y la otra sorpresa del Partido Republicano, el neurocirujano Ben Carson, representan el signo de una época en la que predomina un fuerte y generalizado malestar.
No se trata de un fenómeno muy reciente ni tan original. Hace siete años, Barack Obama ganó las primarias de su partido compitiendo contra la candidata del establishment demócrata, Hillary Clinton, con un claro mensaje de cambio que luego lo llevó al triunfo en las presidenciales contra Mitt Romney. Pepe Mujica construyó su personaje en función de un espontáneo pero no menos innovador etos basado en la sencillez y austeridad, dos valores muy poco comunes en la actualidad. La irrupción de Hugo Chávez en Venezuela se explica por el hartazgo con el sistema político imperante, pletórico de cleptocracia e incapaz de ampliar las oportunidades a los sectores más relegados. En este sentido, Evo Morales y Lula Da Silva representaron banderas similares. Incluso los Kirchner se vieron a sí mismos (y, durante un buen tiempo, lo fueron) como líderes transformacionales.
Quien quiera seguir hurgando más atrás en la historia se topará con la década del ’60, protagonizada por líderes que pugnaron por cambiar sus sociedades, desde JFK y Martin Luther King, hasta Mao y Golda Meir, pasando por el Che Guevara y Juan XXIII. La tendencia contemporánea tiene, no obstante, características singulares que la diferencian con situaciones similares del pasado. Por lo pronto, alcanza un ímpetu inusitado y abarca tanto expresiones de izquierda como de centro y de derecha. Además, funciona en otros poderes: en distintos países, la justicia avanza en procesos que hacen temblar a los gobiernos de turno, como ocurrió en Guatemala recientemente, o con las investigaciones sobre corrupción en empresas estatales brasileñas, con Petrobras a la cabeza, que están haciendo pasar por el banquillo de los acusados a los principales referentes políticos y empresariales de ese país. Por último, esta tendencia se extiende a otros espacios sociales más amplios y descentralizados y a ámbitos hasta hace poco ajenos a estas olas de cambio. Nuevas tecnologías como las redes sociales han empoderado a la sociedad civil, capaz de organizar marchas multitudinarias o de boicotear el silencio autoimpuesto o la censura sobre los medios de comunicación tradicionales. Por ejemplo, en las elecciones tucumanas: las fotos de urnas ardiendo y los bolsones de comida aparecieron en Twitter antes que en los noticieros, aún los de los canales enfrentados al gobierno.
¿Cuál es el impacto que han tenido en la práctica estos audaces intentos de cambio? Por lo general, relativamente acotado. Es muy difícil ser disruptivo con el sistema desde el poder, es decir, desde dentro y de acuerdo a las reglas establecidas. Por eso, a poco tiempo de asumir puestos de tanta responsabilidad, estos líderes tienden a volverse mainstream. Como si el orden preexistente domesticara, más temprano que tarde, esa vocación revolucionaria que los llevó hasta ahí. Tal vez, desde afuera todo cambio se vea posible pero, una vez adentro, se descubre que los mecanismos de freno y contrapeso son más potentes de lo que parecen. Independientemente de cuáles sean las causas, la realidad es que es raro que los procesos de cambio enunciados por estos líderes durante su etapa de efervescencia tengan luego un correlato sostenido en el tiempo o hayan alcanzado las metas propuestas originalmente.
Una de las características de estos liderazgos impetuosos es que tratan de desarrollar una agenda amplia y ambiciosa. Muchas veces se topan con que carecen de foco o de una adecuada planificación estratégica. En otros casos, no cumplen al pie de la letra con los procesos administrativos o legales vigentes con el objeto de aprovechar la inercia de cambio y avanzar todo lo posible. A menudo, minimizan las reacciones que siempre generan, en las personas y en las organizaciones, las pulsiones de cambio. Tsipras debió resignarse y aceptar la rigurosidad del acuerdo con la Unión Europea, renunciando a casi todas las metas que pretendía conseguir. El juez Sergio Moro está siendo criticado, cada vez más, por prestigiosos especialistas brasileños. Se lo acusa de abusar de instrumentos existentes, como la delación negociada, y de tergiversarlos en la práctica. “El que mucho abarca poco aprieta”. Un viejo dicho que describe con precisión casi quirúrgica los dilemas que enfrentan estos líderes de vocación innovadora.
Ajenos a este fenómeno mundial, los principales candidatos presidenciales argentinos se cuidan en exceso de no ser vistos como demasiado rupturistas. Con la excepción de Sergio Massa, tanto Scioli como Macri se mueven dentro de parámetros muy generales para evitar ahuyentar a un electorado que continúa manifestando preferencias bastante conservadoras respecto del estado de cosas existente. Una situación curiosa, en particular si se piensa que el ganador no va a tener alternativas y deberá implementar fuertes cambios. En especial en las áreas económica y de política exterior, que, además, deberán estar finamente coordinadas porque el país no podrá enfrentar el pantagruélico desafío de sincerar la economía sin una efectiva reinserción internacional. De este modo, la Argentina evita debatir sobre los aspectos cruciales, no porque sean áridos o porque no existan expertos asesorando a los candidatos, sino porque se visualizan como electoralmente costosos. Ya habrá tiempo para denunciar la pesada herencia recibida y la necesidad de ajustarse los cinturones frente a la dura realidad que nos tocará vivir.
Una vez más, entonces, la Argentina se constituye en una excepción. Mientras en el mundo los líderes emergentes amenazan con destrozar la esclerosis existente y con romper las cadenas establecidas, nuestro país prefiere seguir aletargado, al menos en el plano discursivo, en la siesta populista en la que se acomodó luego de la gran crisis de comienzos de siglo.
Una versión original de este artículo fue publicada en el diario Perfil el domingo 20/9/15.
Suele realizar seguimiento al proceso vinculado con la política en Perú, por ello planteo discrepancia con la ubicación de César Acuña, como un antisistema o rupturista, nunca se a mostrado como alguien abiertamente crítico del establishment.
Su agrupación política, Alianza para el Progreso (cuyo nombre es idéntico al del programa implementado por Kennedy en la década de 1960) es una agrupación que tiene características similares a las generadas a partir de 1990 en Perú: agrupaciones sustentadas en la figura de un individuo (no de ideas o principios), establecidas básicamente con fines electorales, prácticas poco democráticas al momento de elegir a sus representantes para Congreso o Presidencia, entre otros.
Entiendo que las características indicadas en el artículo, en el caso peruano, más se aproximan a lo acontecido con el ex presidente Toledo (2001-2006) y con el vigente, Humala; ambos predicaron cambios drásticos en la época electoral correspondiente, pero una vez en el poder, su actuar fue muy opuesto a lo manifestado, falta de coherencia entre lo dicho y lo hecho.
Excelente editorial.-