Confesiones de un «Chicago boy»

chicagoMuchas veces me han preguntado cómo llegué a ser estudiante en la Universidad de Chicago. Cómo alguien que no tenía los atributos de los “Chicago boys” terminó en la casa de Milton Friedman. Es un cuento de otra época, repleto de casualidades, de golpes de azar y de recovecos. Esta historia antigua y personal me volvió a la memoria cuando me enteré de que el cardenal Ezzati había despojado de su cátedra al profesor Jorge Costadoat.

Una epopeya

En diciembre de 1973, después de que los militares cerraran la Facultad de Economía Política de la Universidad de Chile en la que yo estudiaba, decidí postular -junto con mi amigo Felipe Montt- a la Universidad Católica.

Luego de un proceso repleto de humillaciones, logramos juntar los antecedentes requeridos para la postulación. Necesitábamos probar que habíamos sido alumnos de la Universidad de Chile, pero como nuestra facultad ya no existía, no había dónde solicitar los papeles del caso. Pero más difícil aún era obtener el certificado de “buena conducta” que atestiguaba que no éramos guerrilleros ni personajes peligrosos. El problema radicaba en que el fiscal asignado a investigar a todos los estudiantes -un profesor de Derecho, de bigote lacio y ojitos pequeños, llamado Rodemil Morales- avanzaba a paso cansino y no obtendríamos los certificados en el plazo requerido.

Como todo esto sucedía en Chile, decidimos hacer uso de influencias y de conocidos -lo que hoy día se llama “pitutos”. Le hablé a mi tío Gonzalo Figueroa Yáñez, un distinguido profesor de Derecho Civil, quien de inmediato me dijo: “No te preocupes, yo llamo a Rodemil”.

A los dos días me encontraba, vestido de corbata y engominado, frente al señor Morales. Las próximas dos horas fueron un caso típico de bullying. Morales me acusó de “mariquita” y de “mamón”, hojeó un grueso expediente y aseveró que había acusaciones gravísimas en mi contra. Yo mudo; a lo más un tímido “sí señor, no señor”. Al cabo de lo que me pareció una eternidad me dijo que regresara en tres días. En el momento en que me retiraba, Morales me detuvo y dijo: “Ah, Edwards, y no te hagas ninguna ilusión, que yo soy un hombre severo”. Me sonrió con sarcasmo y agregó: “Y dile a tu tío que sus pergaminos no me impresionan”.

Al final, Morales me dio el certificado, y en marzo de 1974 Felipe Montt y yo entramos a la Escuela de Economía de la Universidad Católica. Al principio andábamos por los pasillos con la cabeza gacha, un poco temerosos, con el típico aire de los derrotados. Pero al poco tiempo nos habíamos integrado a la nueva escuela y estábamos estudiando con ahínco y dedicación. Mi amor instantáneo fue la teoría pura del comercio internacional, enseñada por Fernando Ossa, un catedrático profundo y silencioso. Gracias a Ossa decidí que quería ser académico. Yo había tenido una idea vaga a los 16 años, después de conocer al gran historiador chileno Claudio Véliz en casa de mi padre, pero fue Fernando Ossa quien me hizo tomar la decisión que marcaría el resto de mi vida.

La censura de Odeplán

El primer paso era obtener una beca para estudiar en el extranjero. Pero en esa época sólo había becas de gobierno, y yo había decidido que nunca trabajaría para Pinochet. El camino más promisorio, aunque no seguro, era postular a un puesto de profesor asistente en la misma Universidad Católica. Como tenía buenas notas y había escrito una tesis respetable, en 1976 el inolvidable Dominique Hachette decidió contratarme como profesor asistente. Mi investigación sería sobre temas cambiarios, y en docencia tendría a mi cargo el curso de teoría y política monetaria, del cual había sido ayudante de cátedra en dos oportunidades.

Tenía 22 años, y a pesar de las penurias por las que estaba pasando el país, el mundo de la academia me parecía deslumbrante. Pero ese estado de cosas duró poco. Tres o cuatro semanas después de empezado el semestre me llamó el director para decirme que no podrían seguir empleándome, y que una vez terminadas las clases tenía que salir de la UC. Me explicó que Miguel Kast -quien en esa época era subdirector de Odeplán y de quien yo había sido ayudante- había llamado para decir que era inconcebible que alguien con mi pasado y tendencias enseñara el curso de Milton Friedman.

A los pocos días, y por casualidad, recibí un mensaje de Rolf Lüders preguntando si estaba interesado en un trabajo en el Grupo BHC. A los tres meses, y después de varias entrevistas y test psicológicos, estaba instalado en la casa matriz del grupo dirigido por Javier Vial.

Pocas semanas después de mi traslado al BHC me llamó Andrés Sanfuentes, a la sazón director del Instituto de Economía de la Universidad de Chile, y a quien yo no conocía. Fui a visitarlo a su oficina en la calle Condell, y de entrada me dijo: “Supe que te despidieron de la Católica”. No alcancé a contestar, cuando agregó: “Quiero ofrecerte la cátedra de teoría monetaria”. Balbuceé unas palabras de agradecimiento, y Sanfuentes, que se había educado en Chicago, me interrumpió diciendo: “Es una cuestión de prin- cipios. Lo hago para preservar, en estos momentos difíciles, el concepto de universidad”. Siempre le he estado agradecido por su valentía, su fe y su generosidad.

Un día, muy tarde, ya casi de noche, me citó Rolf Lüders a su oficina del BHC -una habitación pequeña y austera- y me explicó que lo acababan de llamar de Odeplán para decirle que yo era un “comunista” y que les extrañaba que me hubiera empleado. Sugerían que me despidiera en el acto. Mientras Lüders hablaba, yo tiritaba. “Mira”, me dijo con seriedad, “esto es muy simple. En tu vida privada tú puedes pensar lo que quieras. Si haces tu trabajo bien, vas a seguir trabajando aquí y nosotros te vamos a defender”. Ahí entendí que Lüders era un verdadero liberal y un hombre de palabra.

«Chicago boy»

Fue precisamente en el BHC donde conocí a Arnold Harberger, el padre de los “Chicago boys”, y hoy en día colega y gran amigo. “Alito”, como es universalmente conocido, estaba dictando unos seminarios, y para hacerlo necesitaba obtener unos datos. Me asignaron a él como ayudante, chofer y dama de compañía. A los pocos días, habíamos establecido una relación cordial. Cada vez que hablábamos, para mí era evidente que estaba ante un gran economista y una mente privilegiada.

Poco tiempo después le dije a Lüders que quería estudiar un doctorado. “Claro -me dijo-, ándate a Chicago. Ya conoces a Harberger y él te conoce a ti”. Le expliqué que no tenía beca, y me respondió que no importaba, y que el BHC me daba un préstamo. Y fue así como en septiembre de 1977 -el año en que Milton Friedman ganó el Premio Nobel- empecé a estudiar en la famosa universidad. Entre mis compañeros estaban, entre otros, Joaquín Lavín, Juan Andrés Fontaine, el argentino Ricardo López Murphy y el mexicano Manuel Suárez Mier.

Pero la historia no termina ahí. En 1980, cuando cursaba tercer año, Rolf Lüders pasó por la ciudad. Nos reunimos y me preguntó por mis calificaciones. Cuando le contesté que eran buenas y le mostré el certificado, me dijo: “Qué bien. Esto es un alivio, porque desde Odeplán nos están presionando para que te cortemos la ayuda”.

En julio de 1981 -y después de un gesto de gran generosidad de Javier Vial, quien condonó mi deuda con el BHC- me incorporé al claustro de la Ucla, una de las universidades de mayor prestigio y calidad en el mundo entero. En mis más de 30 años de servicio académico puedo atestiguar que nunca he conocido ningún caso de censura ni amonestación ni despojo de cátedra. La libertad de enseñanza es absoluta, y el respeto es universal. La Ucla no sólo es una universidad pública, también es una universidad que funciona en el ámbito de “lo público”, como la hacen Chicago, Yale y Harvard (todas éstas privadas).

Después del incidente de Jorge Costadoat es pertinente preguntarse si la Universidad Católica funciona, hoy en día, en el ámbito de “lo público”. Y si la respuesta es negativa, la próxima pregunta es si una universidad que no opera en ese ámbito debe obtener apoyo financiero estatal. Para mí, la respuesta a esta importante pregunta es, simplemente, “no”. Así de simple.