Andrés, esta no es una pichanga

Si la política fuera como el fútbol, la derecha chilena ya hubiera caído en el descenso. Estaría jugando en los potreros, casi sin espectadores. Más que partidos, serían meras pichangas con el balón un poco desinflado y las mallas de los arcos con agujeros; estaría jugando en canchas con pasto raído y tribunas enclenques. Los hinchas hubieran abandonado al equipo, los financistas se hubieran marchado en busca de mejores apuestas más prometedoras, y los socios estarían reducidos a un puñado de fanáticos vociferantes y chalados.

Una de las respuestas tradicionales a las maldiciones del descenso futbolístico es fusionar a los malos equipos. La idea es que la “unión hace la fuerza”, y que la suma de dos clubes abominablemente malos resultará en uno que tiene chances de remontar posiciones y que, incluso, alguna vez, en un futuro lejano, podrá disputar el campeonato de la primera división. Pero, claro, es una quimera, es el sueño de los perdedores.

Nuestra historia deportiva está plagada de uniones entre dos equipos fracasados que buscaban salvarse por un acto de magia. El desaparecido equipo Ferrobadminton surgió de la fusión de la Unión Ferroviaria y Badminton; el Green Cross de Temuco fue formado al unirse Green Cross y Deportes Temuco; y mucho antes, en 1936, el Santiago Morning nació al fusionarse el Morning Star y el Club de Deportes Santiago. El problema es que esta estrategia casi nunca resulta. Hoy en día, estos clubes o están desaparecidos o militan en las divisiones inferiores, jugando pobremente, en una eterna zozobra.

Otra mala idea

Al más puro estilo de los equipos del descenso, el senador Andrés Allamand ha sugerido que los dos partidos de derecha -la UDI y RN- se transformen en un partido único. El problema es que, al igual que en el fútbol, esta estrategia no va a resultar. Una unión puramente electoral no salvará a la derecha del descenso, de los potreros, de las humillaciones prolongadas, de los votos escasos, de las representaciones parlamentarias disminuidas.

El problema es este: la idea de Allamand es oportunista. No hay en sus declaraciones o en sus escritos ninguna voluntad de renovación; tampoco ideas nuevas o dinámicas, ideas que encanten a los electores, especialmente a los más jóvenes, con una visión moderna, inclusiva y tolerante del país. La verdad es que estamos frente a un “más de lo mismo” multiplicado por dos. Y eso no funciona.

Porque lo que sucede -y esto la derecha no lo entiende- es que el país ha cambiado enormemente en los últimos 25 años. Un porcentaje muy importante de los votantes nacieron en democracia, y para ellos la sola idea de la dictadura es antiestética, además de amoral. Sólo hay que recordar ver las fotos de Pinochet de capa y guantes blancos, con sus brocados de capitán general y su bigotito para entender el sentimiento generalizado entre la juventud.

Estos jóvenes son tremendamente aspiracionales, se rebelan contra los abusos, quieren proteger el medioambiente, y bogan por la inclusividad y la tolerancia. Quieren más libertad, pero también más igualdad; son creativos y exigen cultura; creen en el emprendimiento y en el individualismo, en la igualdad de género, y en los derechos de los homosexuales. Son, en una palabra, modernos.

¿Qué les ofrece el nuevo partido de Andrés? Nada. Nada de nada.

Peor aún, la derecha chilena está tan atrasada, es tan del siglo pasado, que ni siquiera tiene banderas de lucha atractivas en los temas que tradicionalmente han sido suyos. Su defensa del capitalismo competitivo y moderno ha sido, por decir lo menos, tibia. Es cierto que es una derecha “pro negocios” y “pro empresas”, pero eso no es lo mismo que ser “pro capitalista” y “pro competencia”. Los políticos de derecha han sido lentos en denunciar las malas prácticas en el caso cascadas, y se han opuesto a medidas básicas que otorgan transparencias a los negocios y les proporcionan información amplia a los consumidores. Lo mismo sucede con la libertad. Los partidos de derecha no han sido capaces de impulsar el fin de la conscripción, ni la reforma de las leyes de herencia -leyes que obligan a los individuos a disponer de sus bienes de cierta manera-, y continúan oponiéndose al matrimonio homosexual, al fin de la segregación, y a una legislación sobre el aborto que nos equipare a países como Australia y Nueva Zelanda, países a los que aspiramos parecernos.

Lo paradójico es que estos cambios en la sociedad chilena son producto, precisamente, del tremendo éxito de las políticas llamadas “neoliberales”, impulsadas por esta derecha desde los años 1980. La derecha cambió al país y ahora, pareciera, no le gusta lo que ve. Tiene pensamientos encontrados, temores y arrepentimientos.

Renovación o trinchera

Pero no todas las historias del descenso futbolístico terminan mal. Hay clubes que sufren la ignominia pero que se recuperan, equipos que enfrentan la desgracia con vigor y determinación. Lo primero que hacen es cambiar de filosofía y modernizar su estrategia. Luego despiden al viejo entrenador y contratan a uno joven y dinámico, un individuo que conozca el mundo y que se mueva sin complejos. Enseguida, jubilan a todos los viejos cracks, y los sustituyen por jugadores frescos y audaces, por deportistas formados en las divisiones inferiores. Y, finalmente, entrenan duro, sudan mucho, y trabajan con ahínco y creatividad. En nuestro país lo ha hecho la Universidad Católica en varias oportunidades, y en la Argentina lo hizo River Plate hace unos años.

Para la derecha esto se traduce en algo simple: tiene que deshacerse de los dirigentes y portavoces conservadores que hasta ahora han dominado las máquinas partidarias. Esto incluye, me temo, a gente como el propio Allamand, un político que en su momento contribuyó al país y al retorno a la democracia, pero que con el tiempo se fue quedando atrás, poniéndose cada vez más conservador (en los debates de las primarias, Pablo Longueira pareció, casi siempre, ser más liberal y moderno).

El nudo gordiano

La nueva derecha tiene que ser más que la suma de las partes. Y esto sólo se logrará si un nuevo grupo toma las riendas partidarias. La renovación tiene que ser ideológica y auténtica; de forma y de fondo. Chile necesita una derecha más liberal, más transparente y más abierta. Líderes que se parezcan más a la señora Merkel que a Carlos Larraín, más a David Cameron que a Ernesto Silva, más a Mariano Rajoy que a Andrés Allamand.

Pero si bien el cambio de dirigentes es una condición necesaria, no es una condición suficiente. Se requiere más, mucho más. He aquí tan sólo tres requerimientos:

Primero, es necesario que defienda al capitalismo competitivo sin complejos. Cuando este funciona con transparencia y en una cancha pareja, beneficia a todos, crea movilidad social, y permite que los sueños se hagan realidad. Esta debe ser una bandera intransable de la nueva derecha moderna.

Segundo -y a estas alturas esto es obvio-, es necesario separar a la empresa privada del financiamiento de la política. Este es el tema del momento, y afecta a todos los partidos y a una multiplicidad de personajes tanto de la oposición como de la Nueva Mayoría. Pero debe ser la derecha quien lidere una reforma completa del financiamiento político, reforma que le dé transparencia a este complejo asunto, y que evite escándalos como los vividos recientemente.

Tercero -y esto es, sin duda, lo más importante-, la derecha sólo tendrá futuro si se aparta con fuerza de la Iglesia Católica y del conservadurismo a ultranza de sus líderes. Porque, aunque a muchos no les guste y quieran negarlo, la jerarquía eclesiástica representa todo aquello que los jóvenes chilenos rechazan con energía: los abusos, la arrogancia, la defensa de intereses creados, la falta de empatía con las víctimas, el autoritarismo, el dogma repetido hasta el cansancio, la defensa del statu quo en el que se discrimina a mujeres y homosexuales, y la incapacidad de pedir público perdón por las faltas cometidas. Si la derecha nacional insiste en su alianza con la jerarquía eclesiástica y continúa aferrada a los movimientos católicos conservadores, no tendrá ningún futuro y vivirá en un descenso prolongado. O, simplemente, desaparecerá, como el viejo equipo aurinegro de Ferrobadminton.

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