En colaboración con Brian Feld (Universidad de Buenos Aires)
En dos entradas anteriores discutimos el problema del cambio climático (ver acá y acá), enfatizando la gran incertidumbre científica que aún hoy persiste sobre el mismo. Esta incertidumbre, sin dudas, afecta la toma de decisiones sobre acciones de política destinadas a mitigar el problema. Sin embargo, hay otras dificultades, aún mayores, para que los países se pongan de acuerdo en la adopción de acciones conjuntas que limiten la concentración de gases de efecto invernadero (GHG) en la atmosfera. Por lo tanto, asumamos como válido el diagnóstico del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y comencemos a pensar sus implicancias políticas y económicas.
Las emisiones de GHG generan externalidades negativas. Quienes emiten estos gases no pagan el costo total de sus acciones. Solo internalizan el costo privado de estas emisiones, el cual es menor al costo social de las mismas. Por lo tanto, emitimos más que lo socialmente óptimo.
La solución natural para este problema es incrementar el costo de las emisiones de GHG. De hecho, un aumento en el costo alcanzaría tres objetivos: sería una señal para que los consumidores reduzcan la demanda de bienes y servicios que requieren grandes cantidades de emisiones para ser producidos; generaría incentivos para que los productores sustituyan insumos que requieren grandes cantidades de emisiones para ser fabricados por otros más “limpios”; e incentivaría la investigación y el desarrollo de nuevos productos y procesos que requieran una menor cantidad de emisiones. Además, como ya hemos señalado muchas veces, el sistema de precios es el método más eficiente para transmitir esta información a los agentes económicos.
La solución propuesta por los economistas dedicados al estudio del cambio climático (Nordhaus, 2008; Tol, 2010, entre otros) es la imposición de un impuesto armonizado a lo largo de todos los sectores y en todos los países, cuya tasa debería ir creciendo en el tiempo, al mismo tiempo que se deberían establecer fuertes incentivos al desarrollo de nuevas tecnologías y procesos más “limpias”.
El Protocolo de Kyoto firmado en 1997 fue propuesto como un primer paso hacia el objetivo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Los países desarrollados que firmaron el acuerdo se comprometían a reducir un 5% en promedio sus emisiones respecto a los niveles de principios de la década. Se suponía además que este acuerdo sería el puntapié inicial para la constitución de tratados que fueran incrementando sucesivamente el porcentaje de reducción de gases de efecto invernadero. Sin embargo, el éxito de este tratado ha sido escaso debido a que sufre en su diseño de defectos que han disminuido considerablemente su efectividad.
En primer lugar, los beneficios de la mitigación de estos gases son disfrutados por todos los países, independientemente de sus esfuerzos para reducir las emisiones. En cambio, los costos están ligados a los esfuerzos por mitigar la emisión de gases. Esto lleva a un “dilema del prisionero” en el que, como una primera aproximación, digamos que cada país está mejor si solo los demás países reducen sus emisiones, lo cual lleva a que ningún país las reduzca voluntariamente.
En segundo lugar, se espera que los daños asociados al cambio climático no se encuentren distribuidos en forma homogénea alrededor del planeta. Peor aún, un moderado aumento de la temperatura (de aproximadamente 1-2°C) produciría beneficios netos para algunos países, ya que (por ejemplo) tierras actualmente infértiles se volverían aptas para el cultivo. La mayoría de estos beneficios se concentrarían en países ricos (Canadá, Finlandia, Rusia), donde las emisiones per cápita son más elevadas que en los países de ingreso más bajo.
En tercer lugar, es muy difícil incentivar a los países a participar: si bien es cierto que no se puede forzar a un país a ratificar un tratado o comprometerse a reducir sus emisiones, hay antecedentes de la creación de mecanismos que hacen costoso para los países mantenerse al margen de acuerdos internacionales, como en el caso de la Organización Mundial de Comercio (OMC). En el protcolo de Kyoto, no se han establecido sanciones para aquellos países que no ratifiquen el acuerdo, ni beneficios para los países en desarrollo que logren reducir sus emisiones. De hecho, países con elevados niveles de emisión de GHG como Estados Unidos, Canadá y Australia no ratificaron el tratado o no han cumplido con las metas fijadas, sin sufrir ninguna consecuencia por ello.
Del mismo modo, la capacidad de reducir la concentración de gases en la atmósfera difiere entre países, siendo las naciones en desarrollo las que menos influencia tienen en la emisión de gases de efecto invernadero. La excepción es China e India, pero en estos casos las emisiones per cápita son mucho menores que aquellas de los países desarrollados. Estos países consideran injusto no poder gozar de la energía “barata” de la que se beneficiaron los actuales países desarrollados para alcanzar el objetivo de sacar de la pobreza a gran parte de su población.
Este último punto está fuertemente ligado a otra falencia de diseño de política señalada por Helm (2009): el protocolo de Kyoto establece bajas en la producción de carbono, cuando lo que debería establecerse son reducciones en su consumo. Si este fuera el caso, la mayor responsabilidad en la reducción de gases de efecto invernadero recaería en los países industrializados; mientras que con el actual mecanismo estos países podrían simplemente trasladar la producción de bienes “intensivos” en la emisión de gases hacia los países en desarrollo, generando un efecto neto nulo en la concentración de gases en la atmósfera.
En definitiva, un acuerdo creíble para reducir considerablemente el aumento global de la temperatura debe incluir a la mayor cantidad de países posible, y necesariamente a los mayores responsables de la emisión de GHG. Al mismo tiempo, la mitigación de los países en desarrollo requeriría cierta transferencia de recursos por parte de los países desarrollados (hacia los países en desarrollo). Los países desarrollados además deberían invertir fuertemente en el desarrollo de tecnologías menos intensivas en la emisión de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, alcanzar el objetivo propuesto por el IPCC, a saber estabilizar las concentraciones de GHG en 450-550 partes por millón, lo que equivaldría a un incremento de la temperatura de 2° respecto de los niveles pre-revolución industrial para fin de siglo, requiere una reducción de las emisiones per cápita de aproximadamente dos tercios para el año 2050. Parece imposible alcanzar este objetivo sin nuevas tecnologías “limpias” y costo-efectivas que permitan fuertes reducciones en las emisiones sin grandes cambios en el costo real de la energía. Si ello no ocurriese, y si se cumpliesen las predicciones del IPCC, además de abocarse a reducir sus emisiones, los países deberían prepararse para enfrentar las consecuencias que el cambio climático podría depararles. Se estima que las naciones desarrolladas están relativamente bien preparadas para afrontar esta tarea, no así los países en vías de desarrollo. Estos deberán enfocarse en la adaptación de sus sistemas productivos y sociales, tema que desarrollaremos en una entrada futura.
Referencias:
Chisari, O. y S. Galiani, 2010. Climate Change: A Research Agenda for Latin America and the Caribbean. IDB Technical Notes N° 164.
Helm, Dieter, 2009. Climate-change Policy: Why has so little been Achieved? En Helm, D. y C. Hepburn “The Economics and Politics of Climate Change.” Oxford University Press.
Nordhaus, William, 2008. A question of balance: Weighing the options on global warming policies. Yale University Press.
Tol, Richard, 2010. Carbon Dioxide Mitigation. En Lomborg, Bjorn “Smart Solutions to Climate Change. Comparing Costs and Benefits.” Cambridge University Press.
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