El paro docente en la provincia de Buenos Aires y en una docena de otras provincias parece estar signado por la decepción: muchos educadores habían creído –seguro que genuinamente- que los problemas
de acuerdo para, tan solo, actualizar salarios de acuerdo a la inflación. Una ley aprobada por unanimidad en el parlamento y vista con beneplácito por amplios sectores de la sociedad, a pesar de nuestros denodados y solitarios esfuerzos para impedir que se consume, otra vez, una de nuestras típicas tragedias cíclicas.
Esta Ley de Financiamiento Educativo (LFE) ya presentaba enormes dificultades en su matriz regulatoria, en su propia lógica política. Extrañamente, mantiene un esquema similar al de la Ley Federal de Educación del menemismo, norma que derogaban en 2006 en medio del entusiasmo de quien empieza todo de nuevo: un aplauso para el default. En ese caso, su rotundo fracaso había sido adjudicado al “neoliberalismo” sin advertir en el carácter ingenuamente pro cíclico de fundar todo el financiamiento en una proporción del PBI es adecuado para tiempos de bonanza (o de emisión monetaria extrema) y no para épocas de parate o de ajuste como la actual.
Esta huelga, en resumen, es el efecto de un fin de ciclo (re)iniciado diez años antes. Otro movimiento del siempre presente péndulo argentino.
En su definición de política, la LFE apenas gambeteó las grandes inequidades del federalismo fiscal argentino por lo que terminó por agravarlas. Las provincias tuvieron que hacerse cargo de los aumentos presupuestarios y a la Nación le quedaron, apenas, costos residuales : el incremento presupuestario nacional de la finalidad educación aumentó en la década apenas el 1%..
No es menor que esta lógica también guarda coherencia con la política educativa de los 90s: la Ley de Transferencia Educativa de 1991 de Cavallo/Menem desplazó a las provincias las responsabilidades financieras de la educación. Nada cambió, más allá de la garantía de un piso salarial docente que la Nación le aporta a 8 de 24 provincias.
Lo más dramático de este evidente fracaso de la LFE es la oportunidad perdida: en tiempos de auge económico y de un evidente acuerdo político entre el sindicalismo docente y el gobierno nacional, no se hubieron ni tan siquiera propuesto (no ya debatido e implementado) cambio alguno en las condiciones laborales docentes ni se propuso mejorar la calidad educativa.
Por ejemplo, los aumentos salariales para los educadores argentinos los determina la “antigüedad en la docencia”, igual que en 1957 cuando se sancionó el primer estatuto. Los aumentos por capacitación, innovación, resultados, compromiso social, etc no estuvieron en la agenda cuando se crecía a “tasas chinas”, mucho menos ahora que la único que importa es “cerrar el número”.
En un alarde de originalidad en tiempo de descuento, en las últimas semanas el gobierno nacional ha propuesto aumentos salariales por presentismo: una medida tan vieja y poco efectiva para la educación como la antigüedad. Todo atrasa 50 años.
Ni la LFE ni el make up de leyes educacionales post 2003 modificaron do la tendencia a la privatización del sistema educativo argentino, sino que fueron mudos testigos de su agravamiento. La sangría en las escuelas primarias públicas, que durante la década perdieron el 9% de sus alumnos mientras las privadas ganaban el 20% es apenas un ejemplo del deterioro escolar y de la deslegitimada percepción que amplios sectores de la sociedad mantienen sobre la educación pública
Supongo (y espero) que de alguna manera los conflictos sindicales van a lograr un punto de equilibrio y las clases se van a normalizar en algún tiempo. Contaremos nuevos pases a la escuela privada, analizaremos cómo reformular el ciclo lectivo; en fin, trataremos de construir cierta normalidad.
La educación, entonces, perderá las primeras planas de los grandes diarios y desaparecerá de los programas de radio y TV. Habremos de esperar a los inicios del 2015 para reactualizar la situación como cada año: siempre, claro está, con un grado mayor de deterioro.