Tres ideas inaceptables para un demócrata

La democracia es una de las obras cúlmines de la humanidad. Desde el principio de los tiempos los seres humanos, que dependemos unos de otros para sobrevivir, hemos necesitado regular la vida social. Siglos de lucha de los más débiles por defender sus derechos impulsó el nacimiento de la democracia. Ésta es un sistema de decisión social que se basa en que es solo el pueblo soberano el depositario del derecho a definir su destino.

Como la elaboración y articulación de las reglas de convivencia cuando confluyen múltiples intereses que se deben armonizar es una tarea en extremo compleja y detallada, el soberano delega parcialmente el desarrollo, renovación y profundización de dichas reglas en representantes. Estos representantes son elegidos por y se deben exclusivamente al soberano. La democracia establece férreos mecanismos de control para que los representantes cumplan este deber de exclusividad, tanto mediante la renovación periódica de los mismos a través del voto popular como por medio de un sofisticado balance de pesos y contrapesos entre dichos representantes.

La democracia entrega finalmente el monopolio del uso de la fuerza a instituciones especializadas cuyo control esta rigurosamente delegado a representantes directamente elegidos por el soberano. La democracia es particularmente consciente tanto de la necesidad de construir una fuerza capaz de hacer cumplir las normas emanadas del proceso democrático como del peligro que conlleva el que esta fuerza caiga dominada por intereses particulares.

¿Porque revisamos aquí la esencia de una democracia? Porque nos permite revisar críticamente tres ideas que nos han acompañado en el debate de las últimas décadas. La primera de ellas es que existen conceptos tales como democracia burguesa y democracia popular. Nada más contradictorio con la esencia de la democracia. La democracia es de todos, burgueses y proletarios, capitalistas y trabajadores, ciudadanos todos, sin distinción de credo, raza, género u origen. Es también un sistema en permanente construcción, pero siempre con arreglo a los mecanismos que la misma democracia se ha dado.

Todavía resuenan en mis oídos los gritos de algunos —solo algunos— en las manifestaciones de la Unidad Popular que apoyé con fervor en mi adolescencia: “poder popular” decían sus consignas. Poder popular, tribunales populares y un sinfín de instituciones con apellido popular, propios de aspiraciones de otras revueltas contra dictaduras oligárquicas, pero que no tenían cabida alguna en Chile, a la sazón, un ejemplo democrático en el continente. Cuánto daño causó la mezcla de ignorancia e impaciencia que animaba esas reivindicaciones. Es bueno recordarlo ahora para que no se vuelva a colar entre las grietas de “la calle”.

La segunda idea inaceptable es que era posible, o comprensible, apoyar el golpe de Estado pero no la dictadura que le siguió. ¿Ingenuidad o hipocresía? Tan pronto como el manejo de la fuerza se escinde del control democrático del soberano, los mecanismos de balance, que tan cuidadosamente establece la democracia, se hacen añicos. Como en todas las experiencias de la historia de la humanidad lo que sigue es la pulverización de las reglas que protegen los intereses de quienes antagonizan al nuevo amo de la fuerza. Así como no hay democracias con apellidos tampoco hay “dictablandas”. La brutalidad, la persecución y la arbitrariedad serán, necesariamente, la nueva norma. La ocasión crea al ladrón reza el refrán.

Cuántas veces hemos sido testigos de crisis políticas y económicas equiparables a la vivida en Chile a comienzos de los setenta. Sin ir más lejos miremos lo acaecido en el sur de Europa en años recientes. ¿Se destruyó allí la democracia? No, porque la madurez histórica de esos pueblos los ha hecho conscientes de que las crisis en democracia se solucionan solo con más democracia.

Por último, y lo que se solapa como más inocuo, se sostiene que es necesario rescatar las reformas económicas de la dictadura. Jamás en la conciencia de un demócrata. Las sociedades exhiben legítimamente distintas preferencias entre maximizar el nivel de vida individual o procurar una distribución equitativa de la riqueza, entre crecer y proteger el medio ambiente, entre la expedición de políticas más centralizadas o la mayor descentralización de las decisiones a nivel local, entre otras disyuntivas. No hay, por lo mismo, una medida única de calidad ¿Qué hace entonces mejor una política pública que otra? Aparte de la consistencia entre los objetivos que declara y los logros que obtiene, la evaluación de una decisión pública en democracia solo proviene de la legitimidad que le entrega el pueblo soberano. Ninguna otra.

Chile se enfrenta a decisiones claves para su futuro. Solo añoro que tanto sufrimiento y dolor puedan llevarnos a concordar, al menos, nociones básicas como estas.