Hace tres meses publiqué una columna titulada “La República adolorida”. En ella retrataba la desazón que a muchos nos provoca el deterioro de las instituciones, particularmente de aquellas en que todos, de manera transversal, habíamos depositado nuestra confianza. Hacía ahí también un explícito reproche a la administración de Sebastián Piñera, que no sólo contribuyó a este proceso por la vía de arbitrariamente intervenir en el resultado de varios procesos, sino también por ser protagonista de acciones directas que instalaron la sospecha sobre la posible manipulación de datos que públicamente se nos entregan.
Ilustrativo de lo primero, y a poco de haber iniciado su mandato, fue la decisión de suspender la instalación de la termoeléctrica Barrancones, pese a que estaba aprobada por la institucionalidad ambiental. Como si fuera poco, después autorizó el funcionamiento de otra planta similar, me refiero a Punta Alcalde, pese al rechazo de las autoridades competentes. Un ejemplo de lo segundo fueron las polémicas en torno a las cifras de empleo o delincuencia, cuyo corolario estaba reservado para el triste espectáculo en torno a un vital instrumento de la política pública como es la Casen.
Cuando creíamos que no podía ser peor, durante estas semanas hemos conocido de dos casos que nuevamente lesionan la fe pública. El más reciente es el ocurrido con el Servel, que saltó a la palestra con motivo de una polémica televisiva entre un aspirante a La Moneda y un muy destacado periodista. Para ponerlo en una línea: nuestro garante electoral no sólo oficialmente, con sello y firma, equivocó la fecha de la primera inscripción de tres precandidatos presidenciales, sino que días después reconoce que en el nuevo padrón figuran más de medio millón de personas fallecidas.
El otro episodio, todavía más grave, en la medida en que fue rodeado de una acción dolosa, fue el del Instituto Nacional de Estadísticas. Más allá de los casos de simulación de contratos y las inéditas filtraciones de datos a la prensa, cuestiones que la Contraloría parece todavía no tomar nota, lo que derechamente ahí ocurrió fue la intervención maliciosa de información, con el pobre propósito de presentar el último censo como uno de los más exitosos de nuestra historia. Desoyendo todo rigor técnico y mínimo sentido común, se inflaron derechamente los resultados, afectando de forma terminal la credibilidad de una institución que, entre otras cosas, calcula mensualmente el IPC, lo que redunda en importantes decisiones del ámbito público y privado.
En este escenario, muchos han recurrido a la sorna e ironía. Es tentador desahogarse con “la nueva forma de contar” o interrogarse sobre si de verdad en el gobierno conocen el resultado de la multiplicación 24 por 7. Tampoco debiera ser un consuelo para nadie el paupérrimo lugar que esta administración nuevamente obtiene en las encuestas. Esto es mucho más grave, trasciende a esta gestión y la cuenta por lo dilapidado en estos años la pagarán Chile y su política. La destrucción del capital público, sumado a una masiva desconfianza y constante sospecha, puede ser el síntoma definitivo de un quiebre sin retorno en la relación entre los ciudadanos y sus instituciones.