Publicado en La Tercera – Reportajes el 16 de junio, 2012
Al igual que los gobiernos de Lagos y Bachelet, el de Piñera ha presentado al Congreso un proyecto de ley que propone normar la actividad de lobby. ¿Correrá mejor suerte este proyecto que sus antecesores? ¿Vale la pena que corra mejor suerte? ¿Cuáles son sus principales virtudes y defectos? ¿Cómo se compara con versiones anteriores, con las legislaciones de otros países, y con lo que se considera mejor práctica según la Ocde? Esas son las preguntas que abordamos a continuación.
Orígenes y teorías
El lugar donde, siglos atrás, los ciudadanos se reunían con los parlamentarios británicos para hacerles ver sus puntos de vista sobre temas legislativos, era el lobby o vestíbulo de los edificios del Parlamento en Londres. Esto dio origen al término de lobbista, para referirse a quienes buscan influir sobre las autoridades de gobierno.
No existe consenso sobre los efectos del lobby. Una primera teoría (Allard, 2008) postula que incrementa la información con que cuentan las autoridades y funcionarios de gobierno. Esta teoría parte por notar que los legisladores y sus asesores no tienen tiempo ni recursos para informarse debidamente sobre muchos temas con los cuales deben lidiar. Entonces, es conveniente que existan lobbistas que se especializan en temas particulares, recabando y procesando información, para luego compartirla con las autoridades.
Una teoría alternativa postula que los lobbistas extraen rentas, es decir, obtienen para sus clientes beneficios económicos más allá de los habituales en mercados competitivos, a costa de los restantes ciudadanos. El tiempo y la energía que dedican los lobbistas tiene
una correlación alta y significativa con la aprobación de las legislaciones que promueven (McKay, 2012). Mientras el retorno de los índices accionarios de los Estados Unidos durante el período 2000-2011 fue prácticamente nulo, un índice conformado por las 50 empresas estadounidenses que más gastaron en lobby, como fracción de sus activos, triplicó su valor durante este período (The Economist, octubre 2011).
Otros países
En Canadá, la regulación del lobby promueve la transparencia y regula conductas. Este sistema, que varios analistas consideran el mejor, requiere que los lobbistas se registren y entreguen información financiera que luego es publicada. Además, contempla un Código de
Etica que es jurídicamente vinculante, aunque las sanciones son leves, pero impactan la reputación de los sancionados. El sistema australiano es similar al canadiense, con la salvedad de que no requiere que los lobbistas reporten información financiera.
El sistema estadounidense no regula conductas, más allá de prohibir las coimas y acciones burdas similares. La legislación del lobby en los Estados Unidos se centra en transparentar la actividad, exigiendo que las empresas del rubro publiquen información financiera y los
nombres de sus clientes. La información financiera incluye valores trimestrales para los ingresos de empresas lobbistas y el gasto, también trimestral, por parte de las empresas que las contratan.
En la mayoría de los países de Europa occidental, las regulaciones y normativas del lobby son débiles o inexistentes. Así, por ejemplo, los registros de lobbistas típicamente son voluntarios y no incluyen información financiera de las empresas del rubro.
La falta de presión de los ciudadanos europeos por regular el lobby se debe, probablemente, a que en estos países se restringe seriamente el rol corporativo en el financiamiento de la política, siendo los fondos públicos la principal fuente de recursos. No es sorprendente,
entonces, que en buena parte de Europa, los lobbistas sean percibidos más cercanos al ideal de generadores de información antes descrito.
El contraste europeo-estadounidense en materia de regulaciones del lobby, posiblemente refleje la diferencia entre la cultura socialdemócrata europea, donde la equidad juega un rol central en el contrato social, y el sistema individualista estadounidense. En el
esquema europeo es impresentable que las empresas financien la política, no así en el estadounidense, donde una interpretación fundamentalista de la libertad de expresión explica la ausencia de límites a la influencia del dinero en política.
Mejores prácticas, según la Ocde
Tres son las principales recomendaciones que hace la Ocde para las legislaciones de lobby. La primera es una definición clara y amplia de qué constituye un lobbista, la cual debe ser fiscalizada con determinación. Esta definición debe ir más allá de quienes se autodefinen
como lobbistas, incluyendo dirigentes empresariales y sindicales, organizaciones no gubernamentales (ONG) y académicos con acceso regular a legisladores. Los lobbistas también deben incluir a quienes buscan influir sobre el Poder Ejecutivo, además del Legislativo.
Una segunda recomendación de la Ocde es que los lobbistas deben hacer pública información relevante sobre su actividad. Dicha información incluye sus clientes y los destinatarios de sus actividades de lobby. Más aún, también debiera hacerse pública información financiera de las empresas del rubro.
La tercera recomendación de la Ocde es que las regulaciones del lobby tengan por objetivo crear una “cultura de integridad” en el gobierno, las ONG y los propios lobbistas.
Nuevo proyecto, viejo proyecto
En Chile, el nuevo proyecto que ingresó al Congreso, recientemente, se centra en la creación de registros de la agenda pública de funcionarios y autoridades de gobierno, proponiendo la creación de un total de nueve (leyó correctamente, nueve) registros. En dichos registros se deberá indicar la persona, organización o entidad con quien se sostuvo la audiencia o reunión, el lugar o fecha de su realización y la materia específica tratada.
El proyecto del gobierno anterior combinaba los registros de audiencias con exigencias de transparencia para los lobbistas, quienes tenían la obligación de inscribirse en un registro público. Las exigencias para los lobbistas han desaparecido en la nueva versión.
Con el nuevo proyecto de ley, será la institución fiscalizada la que dictará las normas que regulan sus registros, la que fiscalizará su aplicación y que aplicará eventuales sanciones. Así, por ejemplo, “las normas que regulen los registros del Congreso Nacional, serán, para cada Cámara, las que apruebe la Sala de cada una de ellas, a proposición de las respectivas Comisiones de Ética y Transparencia Parlamentaria, según corresponda”. En la versión anterior, el rol fiscalizador lo jugaba el Consejo para la Transparencia, un ente autónomo cuya independencia se ha ido demostrando con su actuar.
Cabe preguntarse por qué se pasó de un esquema de contrapesos en la fiscalización a uno de “autofiscalización”, con los evidentes riesgos que tiene “dejar al gato cuidando la carnicería”. Aunque el gobierno no justifica ninguno de los cambios, es probable que uno de los problemas que enfrentó el proyecto anterior hayan sido, precisamente, las objeciones de parlamentarios a que la ley sea
fiscalizada por un ente autónomo.
También cabe preguntarse por qué la nueva legislación no regula directamente a las empresas lobbistas, exigiendo, por ejemplo que se inscriban en un registro, como sucede en la mayoría de los países con legislaciones que abordan el lobby. No dejaría de ser irónico que hayan sido estas empresas las que hayan convencido a la autoridad de la “conveniencia” de regular las actividades de los demás actores,
pero no las propias.
Chile y el mundo
La evidencia comparada sugiere que existe una clara relación entre cómo se financia la política y cómo se debiera regular el lobby. Dado que en Chile el Servicio Electoral no monitorea el gasto efectivo en las campañas, en la práctica no existe un límite al financiamiento privado de la política. En este escenario, es importante que una ley de lobby promueva la transparencia y regule las conductas. La
legislación propuesta es sumamente débil en ambas dimensiones.
El proyecto del gobierno no incluye las principales recomendaciones de transparencia de la Ocde, centradas en que las empresas lobbistas informen sus clientes, los destinatarios de sus actividades y sus finanzas. En cuanto a conductas, el proyecto no hace el menor atisbo para incorporar un Código de Conducta que promueva una cultura de integridad.
Si se compara la legislación propuesta con las buenas prácticas internacionales, es difícil evitar la conclusión de que el proyecto que ingresó a la Cámara de Diputados el 18 de mayo no es más que un saludo a la bandera, que contribuirá poco o nada a transparentar la relación entre dinero y política. Probablemente sea mejor no tener una legislación para el lobby que aprobar el nuevo proyecto. La ausencia de una regulación, al menos, hace evidente una falencia importante de nuestro sistema político.
*Eduardo Engel es Profesor de Economía de la U. de Chile y U. de Yale.
**Daniel Kaufmann es Senior Fellow en la Brookings Institution basada en Washington, DC