La participación de la mujer en la fuerza laboral se ha incrementado progresivamente desde fines del siglo XX. Actualmente, las mujeres representan el 40% de la fuerza laboral a nivel global. Sin embargo, existen disparidades considerables entre regiones; por ejemplo, en Oriente-Medio y África del Norte, solo el 21% de las personas económicamente activas son mujeres, mientras que, en el África Subsahariana, este porcentaje llega a 63% (FMI, 2017). En el caso de América Latina, en 1980 solo el 36% de las mujeres participaba en la economía (OEA, 2011), pasando a 49.7% en el 2016 (BID Invest, 2017).
Ello ha tenido un impacto importante en el desarrollo y la reducción de pobreza. De acuerdo con el Estudio de Pobreza Multidimensional de PNUD, la feminización de la fuerza laboral es una de las tres trasformaciones estructurales que explican el avance social y la reducción de pobreza en América Latina, junto con la urbanización y el crecimiento del sector servicios (PNUD, 2016). Mientras que un estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) encontró que la participación de la mujer en la región habría contribuido a una reducción de la pobreza en un 30%. Más aun, si los países latinoamericanos impulsaran un mayor acceso de las mujeres al empleo y redujeran las diferencias de ingresos entre hombres y mujeres, se calcula que reducirían la pobreza en un 10% adicional (CEPAL, 2015). En este sentido, el FMI (2017) encontró que la reducción de un 0.1% del Índice de Inequidad de Género (GII) puede llevar a un 1% de aumento en el desarrollo económico.
Por otro lado, la participación de las mujeres en el mercado laboral ha venido acompañada de un incremento de los años de escolaridad de la población femenina. En todos los países de América Latina, a excepción de Bolivia, la participación de las mujeres en la educación superior excede a la de los hombres. Sin embargo, pese a haber alcanzado un nivel de educación más alto, ello no ha conducido a mejores resultados en el mercado laboral (BID, 2017). Así, la remuneración por igual trabajo realizado entre hombres y mujeres mantiene una brecha importante. Por cada hora trabajada, una mujer recibe en promedio 40% menos que un hombre con las mismas características (Ñopo, 2016). Esta brecha es 24 puntos porcentuales mayor a la existente en los países miembros de la OCDE, donde la inequidad salarial llega al 16% (FMI, 2017). Por ello la importancia de identificar las barreras que aún existen y que limitan la participación económica de las mujeres.
Existen distintos tipos de barreras, como aquellas que afectan las capacidades de trabajar, las perspectivas laborales y el ascenso, el potencial de ingreso por trabajo igual, el crecimiento profesional y la capacidad de conciliar el trabajo con la familia y/o la vida personal. Estas desigualdades de género que se producen en el mercado laboral se manifiestan en distintos niveles: acceso y permanencia en el trabajo, brecha salarial, la capacidad de tomar decisiones y transformarlas en el resultado deseado, y segregación.
A nivel global, cerca del 90% de los países tiene al menos una ley que restringe la participación de las mujeres (FMI, 2017). En América Latina, si bien la legislación y las políticas públicas muestran un gran avance en cuanto a la promoción de la equidad de género, aún existen diversos aspectos relacionados con la calidad y las condiciones de trabajo que limitan la participación de las mujeres. Sumado a ello, las normas de género y barreras culturales, profundamente arraigadas generan desigualdad en el acceso a oportunidades económicas, afectando el ingreso, el desempeño y la trayectoria de la mujer en el mercado laboral.
Las normas sociales de género marcan el rol que desempeñan hombres y mujeres dentro de la familia y la sociedad (BID, 2018). Las mujeres asumen en gran medida, las obligaciones domésticas, dedicando una parte importante de horas a actividades no remuneradas, y afectando sus oportunidades económicas. Un estudio realizado por Egon Zenhder (2016) en diversos países de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México) encontró que no solo el bagaje cultural de dichos países representaba un obstáculo para el desarrollo de las mujeres en el mundo laboral, sino que, exceptuando Colombia, menos del 22% de las empresas consultadas consideraron la presencia de mujeres en puestos de directorio como un tema de agenda por resolver. Ello pese a que, la presencia de mujeres en los directorios de las empresas ha demostrado tener un impacto positivo en variables como mayores activos, mayores ingresos, y más empleados (Brown, Brown y Anastasopoulos, 2002). Las compañías con tres o más mujeres en sus directores obtienen mejor rentabilidad sobre su patrimonio, lo que provoca que la valorización de dichas compañías aumente en el mercado (Catalyst, 2004). Este desinterés por solucionar un problema que es evidente para las compañías (70.6% considera que la diversidad de género es importante en el manejo de un directorio) muestra la dificultad de romper con las barreras culturales establecidas en estos países.
Más aun, los estereotipos y las normas sociales de género son una barrera para el desarrollo profesional de las mujeres que llevan a que los empleadores no siempre les den oportunidades de ascenso y capacitación. Un ejemplo de ello, es la idea de que las mujeres dejarán el trabajo cuando se embaracen, o que su carga domestica será mayor y por ello le dedicaran menos tiempo al trabajo. Está marcada inequidad de género impide que las mujeres lleguen a los puestos más altos dentro de las organizaciones. Si bien muchas mujeres ingresan a un trabajo con la esperanza de que su esfuerzo sea reconocido apropiadamente y así lograr alcanzar los cargos directivos más altos, muchas abandonan su carrera en el trayecto, ya sea por las obligaciones culturales impuestas sobre ellas (familia o administración del hogar) o por una mínima valoración de su trabajo por parte de los directivos de su lugar de trabajo.
Es así que la contratación y retención de mujeres se ha convertido en un reto. Un Estudio realizado en Chile constató que solo el 6% de todos los directores ejecutivos eran mujeres, mientras que el 11.8% de todos los puestos gerenciales estaban ocupados por mujeres (BID, 2015). Este hecho se ve reflejado en la mínima atención que prestan algunas empresas en enfrentar el problema de género. De acuerdo al estudio de Egon Zehnder (2016), el 0% de las compañías chilenas consultadas respondió que su compañía contaba con programas especiales o políticas que promovían el ingreso de mujeres a puestos directivos. De manera similar, OIT (2017) muestra que, en Argentina, solo el 16% de las empresas entrevistadas tenían mujeres en funciones directivas y de esas mujeres, el 23% eran directoras ejecutivas. En el caso peruano, mientras que 1 de 2 estudiantes universitarios es mujer, solo 1 de 4 gerencias está ocupada por una mujer y solo 1 de 10 miembros de directorios lo es (Ñopo, 2016).
De acuerdo con el estudio Mujer, Empresa y la Ley 2018, a pesar de que casi el 80%, de 189 países, cuenta con un marco normativo interno que prohíbe la discriminación en el trabajo en base a género, solo el 25% de los países de América Latina cuentan con leyes que protegen la igualdad salarial entre hombres y mujeres (Banco Mundial, 2018) y en varios de estos países, no se cumplen en la práctica. Más aun, solo el 21% de las empresas cuenta con una política de igualdad de género escrita (OIT, 2017). Ello lleva a que el talento femenino constituya uno de los recursos subutilizados más importantes para el crecimiento económico sostenible de América Latina.
La brecha salarial se refleja en el hecho de que, en América Latina, las mujeres ganan en promedio entre 60% y 75% del salario de los hombres y tienden a trabajar en sectores de menor productividad. El Informe Global de Brecha de Género 2017 publicado por el Foro Económico Mundial establece que la brecha de género actual en América Latina es de 30% y se estima que a la región le tomara cerca de 79 años cerrarla (FEM, 2017).
Las mujeres son conscientes de su situación de desventaja frente las oportunidades que se le presentan a los hombres; por ejemplo, en EEUU, el 61% de las mujeres emprendedoras considera que les fue más difícil iniciar su negocio en comparación con lo difícil que podría ser para los hombres (Bank of America, 2018). No obstante, muchas buscan salir de la pobreza a través del establecimiento de negocios propios. Lamentablemente, ellas se chocan rápidamente con una pared financiera. Las entidades financieras no ofrecen créditos a empresas manejadas por mujeres de la misma manera que se los ofrecen a empresas dirigidas por hombres (ONU Mujeres, 2017). Como resultado, la mayoría de mujeres (68%) considera que asegurar el financiamiento es una de las dificultades más grandes que deben superar; Y, para respaldar este punto, el financiamiento sin sesgo de género fue la opción más recurrente al momento de consultarles qué mecanismo tendría el mayor impacto en la obtención de fondos para impulsar sus emprendimientos (Bank of America, 2018). Mientras que, en América Latina, las empresas de propiedad de mujeres están concentradas en sectores de baja productividad y son menos rentables que las empresas de propiedad de hombres (BID, 2018).
Muchas de las mujeres que entran al mercado laboral, sobre todo en los quintiles más bajos de la población, lo hacen en condiciones de desigualdad y desprotección, marcadas por la informalidad, inestabilidad, bajos ingresos, menor productividad y falta de cobertura de seguridad social. De las mujeres que participan en el mercado laboral en América Latina, el 54% lo hace en el sector informal (BID, 2018). Además, otra diferencia importante es que, en promedio, las mujeres registran 8 horas de trabajo semanal más que los hombres (ONU Mujeres, 2015). En el caso peruano, son el 65% quienes se desarrollan en el sector informal (CEPAL, 2015), caracterizado por su precariedad, subempleo, aislamiento e inestabilidad. Mientras que, del total de la población peruana con empleo formal, 61% son hombres y 39% mujeres. El 32% de las mujeres en el Perú no tiene ingresos propios.
Otra barrera identificada es la segregación por género, esto es la existencia de oficios, dirigidos a hombres o a mujeres específicamente. La segregación puede ser horizontal, cuando se hace una distinción en los distintos sectores de ocupación laboral para hombres y mujeres, o vertical cuando afecta el acceso a los diferentes niveles jerárquicos al interior del Centro Laboral. La segregación produce diferencias relativas a las condiciones laborales y a las remuneraciones percibidas. Existen estereotipos que colocan a hombres y mujeres en trabajos “más adecuados para cada uno”. Por ejemplo, en el caso de mujeres, se piensa que la enfermería, la educación primaria, el estilismo, los trabajos en temas de belleza, y la manufactura compleja que requiera una habilidad manual muy diestra, son labores adecuadas para mujeres (Hesmondhalgh y Baker, 2015). Este encasillamiento limita las oportunidades de las mujeres no solo al momento de buscar un trabajo que las sustente, sino incluso al momento de elegir una carrera. Una gran cantidad de mujeres se ven condicionadas a definir su futuro de acuerdo a lo que la sociedad espera de ellas, no de acuerdo a sus capacidades.
Sumada a estas razones, existe una de las mayores manifestaciones de inequidad de género, el acoso sexual laboral. Esta práctica debilita el desempeño de los trabajadores, condiciona a muchos de ellos a mantenerse en una posición de victimización por necesidad de subsistencia, y es una de las causas de que valiosos empleados abandonen la empresa.
Es importante resaltar la perdida económica que la limitada participación de la mujer en la fuerza laboral implica en América Latina. El potencial de crecimiento de personal altamente capacitado es desperdiciado. Se estima que la desigualdad de género ocasiona una pérdida de ingresos promedio de un 15% en las economías de la OCDE y el 40% de estas se debe a diferencias en la actividad empresarial (Banco Mundial, 2018).
McKinsey Global Institute encontró que, si bien las mujeres constituyen la mitad de la población mundial, solo generan el 37% del PBI mundial. En un escenario donde las mujeres tuviesen la misma participación económica que los hombres, se podría generar un impulso potencial de 28 trillones de dólares a la economía o un 26% del PBI mundial para el 2025 (McKinsey Global Institute, 2015).
Para que una economía funcione en todo su potencial, se requiere la participación de las mujeres en actividades que desarrollen y utilicen de la forma más productiva sus habilidades y talentos. Cuando las mujeres no tienen la posibilidad de completar su educación, especializarse en determinadas ocupaciones y ganar los mismos salarios que los hombres, como consecuencia de la discriminación de género, el país no desarrolla todo su potencial. Es por ello que las empresas deben adoptar políticas que promuevan la equidad de género, incentiven la capacitación de las mujeres, y su acceso a puestos de dirección, prohíban el acoso y hostigamiento sexual y generen oportunidades para que tanto hombres como mujeres puedan desarrollarse profesionalmente conciliando el trabajo con la familia y/o la vida personal.
Banco Interoamericano de Desarrollo (BID), 2018. Evaluación del Apoyo del Banco a los Temas de Género y Diversidad.
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Brown, David A.H., Debra L. Brown and Vanessa Anastasopoulos (2002) Women on Boards Not Just the Right Thing . . . But the “Bright” Thing
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Hesmondhalgh, David and Sarah Baker (2015), Sex, gender and work segregation in the cultural industries
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Zehnder, Egon (2016) Latin American Board Diversity Analysis