El bajísimo nivel de aprobación del gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet debiera ser causa de preocupación para todos los chilenos.
Un país no puede progresar cuando lo que prima es la desconfianza y el temor. Pero eso es, precisamente, lo que está pasando.
Entre sus muchos resultados, la última encuesta del CEP consigna lo siguiente: 85% de la gente cree que Chile está estancado o en decadencia; 72% cree que el gobierno actúa sin destreza ni habilidad (vale decir, que es incompetente); 65% de los encuestados declara, abiertamente, que la Presidenta no les inspira confianza; 68% encuentra que Bachelet es lejana o distante, y sólo un 22% aprueba la forma en que conduce su gobierno (este es el nivel más bajo de aprobación de cualquier presidente en la historia de la encuesta). Además, 60% de la gente cree que la delincuencia es el problema más serio que aqueja al país.
Pero las malas noticias no están restringidas al gobierno. También afectan a otras instituciones de la República: tan sólo 7% confía en los tribunales de justicia, sólo 6% confía en el Congreso y un escaso 3% de la gente confía en los partidos políticos. Temas para preocuparse.
Aunque la encuesta del CEP no lo especifica, existe abundante evidencia que indica que la desilusión y el desencanto son particularmente agudos entre la gente joven, entre estudiantes de educación superior y entre quienes recién se inician en la vida laboral. Debido a su desconfianza, los jóvenes no votan en las elecciones, quitándoles legitimidad a las autoridades políticas. Otra causa de inquietud.
Ausencia de liderazgo
Entre todas las malas noticias para el gobierno hay dos que son particularmente sorprendentes y alarmantes: la percepción de que la Presidenta es “lejana” y el hecho de que más gente sienta más desconfianza que confianza hacia ella. Tradicionalmente, el sentimiento de “cercanía” había sido uno de los atributos más apreciados de Bachelet, la característica que la había catapultado a la cima de la popularidad nacional. Y hasta hace muy poco, y en prácticamente todas las encuestas, mucha más gente sentía confianza que desconfianza hacia ella. Pero ya no.
¿Qué pasó? ¿Qué explica este cambio tan drástico, esta verdadera hecatombe política?
La respuesta tiene tres partes: la primera, desde luego, tiene que ver con el caso Caval y los negocios de su hijo, y con la percepción de que la Presidenta reaccionó tarde y sin la claridad que se esperaba. Para muchos, su actuar no fue suficientemente decidido. Su reacción, se piensa, se caracterizó por una falta de liderazgo.
La segunda razón es la forma empecinada en que Bachelet se ha aferrado al “programa” de gobierno, aún a la luz de las dudas y resquemores que partes de él generan en la población. Un verdadero líder está permanentemente tomándole el pulso a la ciudadanía, escucha a la gente, recaba opiniones, acepta cambios de visiones y no insiste “a mata caballo” con ciertas ideas -aun cuando estén en el documento programático- cuando percibe que hay resistencias entre los ciudadanos.
La tercera razón tiene que ver con la idea de que la Presidenta no entiende (ni apoya) las preocupaciones de muchos de los ciudadanos, en particular de los más jóvenes. Esta percepción se vio magnificada en los últimos días, cuando se publicaron los intercambios de correos electrónicos entre el arzobispo de Santiago y el cardenal con respecto al caso Karadima y al potencial nombramiento de Juan Carlos Cruz a una comisión papal para resguardar a los niños de posibles predadores.
Esta correspondencia es, por decirlo en forma simple, de terror. Dos jerarcas de la Iglesia parecen estar conspirando para proteger a un cura de barrio -no de cualquier barrio, claro- de acusaciones masivas de abusos sexuales.
Las reacciones del público fueron, primero, de incredulidad y luego, de ira. ¿Cómo es posible que dos adultos, hombres de Iglesia, no sientan ninguna compasión por las víctimas de transgresiones horribles?
Con justificada razón un número creciente de personas -y especialmente de jóvenes- indicó que el cardenal Ezzati no estaba en condiciones de presideir la ceremonia del tedeum, un acto tradicional de acción de gracias que busca la reconciliación entre los chilenos. ¿Cómo puede abogar por la reconciliación un hombre que no siente simpatía por víctimas de abusos sistemáticos, recurrentes y horribles?
La reacción de gobierno ante esta situación ha sido tímida, alejada de la gente y de las víctimas, y carente de cualquier sentido político. Los voceros han dicho: el tedeum es un acto tradicional, con un contenido histórico, que se realiza desde los albores del siglo XIX. La Presidenta no dejará de asistir; quién encabeza la ceremonia es decisión de la Iglesia y no de las autoridades políticas, y los ministros de Estado tienen que acompañarla al acto. Ese es su deber.
Todo mal. Decididamente mal.
Ante los abusos y la nueva evidencia que sugiere una conspiración de proporciones, y ante el sufrimiento de las víctimas, el gobierno tomó una actitud que, sin dudas, alimentará la desconfianza y la sensación de lejanía, que refrendará la noción de la falta de liderazgo.
La oportunidad perdida
La Presidenta perdió una oportunidad única para dar una señal de cercanía, para decirle a la gente que entendía sus frustraciones, sus rabias y sus tristezas.
La Presidenta debiera haber dado libertad de acción a su gabinete, haberle permitido a cada ministro y ministra decidir personalmente si asistiría al tedeum, o si preferirían quedarse en casa, o acompañar a algún familiar o amigo que haya sufrido cualquier tipo de abusos en el pasado.
Más específicamente, esto es lo que debiera haber sucedido: la Presidenta en persona -y no el vocero- debiera haber salido al Patio de los Naranjos y, en forma tranquila, y en su estilo propio, haber dicho:
“Entiendo que para mucha gente la revelación de esta correspondencia es triste y que se sienten abandonados. Comprendo que para una gran cantidad de chilenos este es un tema muy serio, personal y doloroso. Yo voy a asistir al tedeum, porque los presidentes siempre lo han hecho, y porque es una tradición que vale la pena preservar. Pero no creo que pueda pedirles a mis ministros que lo hagan si tienen problemas de conciencia. Preferiría que me acompañaran, pero es bueno que cada uno de ellos decida por sí mismo. Los que prefieran no ir, pueden quedarse en casa”.
Eso es lo que hubiera hecho un líder cercano a la gente, un líder que genera confianza, un líder que percibe el estado de ánimo de la población.
La Presidenta perdió una oportunidad de mostrar liderazgo y cercanía y, al mismo tiempo, aumentar fuertemente su tasa de aprobación”.