Por Soulange Gramegna y Gabriel Natividad
Son tiempos difíciles para ser humano, ante un panorama mundial ensombrecido por conflictos armados después de décadas de una paz inestable. Los ánimos están alicaídos también en el Perú, que viene enfrentando la crisis económica y política más dura de los últimos treinta años, además de la amenaza de un fenómeno de El Niño moderado o fuerte. La incertidumbre sobre el futuro da miedo y las noticias negativas generan sensación de impotencia. ¿Qué podemos hacer si los sucesos se desarrollan como en una película—de suspenso o terror—sin que podamos cambiar el desenlace? Muchos peruanos tienden a la resignación, asumiendo que no hay salida, y encuentran cobijo en la desconexión.
También es cierto que las crisis económicas han existido desde que existe la humanidad; fórmulas para superarlas han sido ofrecidas en distintas variedades y paquetes. Una opción ampliamente aceptada para retomar la senda del desarrollo económico es la institucional. Acemoglu y Robinson [1] sostienen que, en países con instituciones políticas extractivas, las élites concentran el poder y lo usan para extraer recursos e impedir el cambio hacia instituciones más inclusivas. Por ejemplo, los grupos enquistados en el poder pueden bloquear reformas que promuevan más transparencia en el sector financiero o mayor calidad en la educación pública. Aunque los argumentos sobre rediseñar y fortalecer las instituciones para hacerlas más inclusivas en países como el Perú parecen convincentes, mejorar las instituciones puede tomar décadas. Además, los efectos persistentes de instituciones antiguas en el Perú pueden reflejarse siglos después de que ellas dejaron de existir. El camino propuesto parece largo, tortuoso e incierto.
Acercándose más al ciudadano concreto, Philippe Aghion y sus coautores [2] le dan un rol más activo a la sociedad civil, que puede propulsar acciones de corto y mediano plazo. Explican que una constitución política es un contrato incompleto, al no poder abordar cada escenario posible de un país, y destacan que la sociedad civil tiene una función crucial como medio para asegurar la implementación efectiva de dicho contrato. Por ejemplo, la constitución propugna la paz, pero no prescribe cómo evitar los conflictos internos y externos. Ese mensaje sobre la necesidad de acción ciudadana es relevante para nuestro país, cuya constitución más reciente tiene ya treinta años y ha sido hallada como un factor muy favorable para el crecimiento económico [3], aunque insuficiente para garantizar el bienestar de todos. Hacen falta actores protagónicos que se propongan alcanzar objetivos más altos.
Un cambio “micro”
¿Cómo puede cualquiera de nosotros contribuir más activamente al desarrollo de la sociedad civil? Una opción al alcance de la mano, aunque invisible para los gobernantes y políticos, es la familia. Considerada por Alesina y Giuliano [4] como la institución más primitiva en cualquier sociedad, la familia curiosamente ha sido poco mencionada en los debates institucionales. Históricamente, la organización familiar ha adoptado configuraciones variadas: la familia nuclear, por un lado, es la que tiene hijos que se emancipan de sus padres y dejan el hogar en el momento de casarse o antes; por otro lado, la familia extendida incluye a varias generaciones viven juntas y cooperan bajo una autoridad [4]. En cualquier punto entre esos dos casos, cabe resaltar la importancia de los vínculos entre sus miembros y con la sociedad en general.
Por ejemplo, Merelman [5] postula que existe una relación de dependencia mutua e intercambio entre las familias y el estado. Las familias producen bienes y servicios—le venden al estado, trabajan para el estado y pagan impuestos—, lo que permite que el estado provea bienes públicos y seguridad jurídica, así como programas de apoyo para las familias. Además, las familias cultivan la socialización de los hijos, de manera que desarrollen el interés en ser ciudadanos bajo el amparo de un gobierno. Este argumento tiene sentido y es muy práctico. Es en la familia donde cada ser humano desarrolla las cualidades que demanda la sociedad—el respeto a la autoridad y al prójimo, el valor del mérito y la perseverancia—y donde aprende (o no) a vincularse con los demás.
En la sociedad moderna y urbana, según Merelman, la mayoría de las familias ha dejado de ser una unidad productiva. Ha quedado atrás el esquema en que los padres tienen un oficio (por ejemplo, agricultores) y se lo enseñan a sus hijos, que trabajan con ellos y se esfuerzan por salir adelante como un núcleo. Actualmente, lo común es que el ingreso económico de cualquier persona sea una función de su grado de preparación, entre otras cualidades individuales, más que de un esfuerzo familiar cooperativo. Esto ha llevado a que las familias estén más orientadas al consumo que a la producción, lo cual implica padres más ausentes y mayor dificultad en la estabilidad de los matrimonios—cada cónyuge desea potenciar su propia carrera profesional—, menor comunicación entre padres e hijos, y relaciones de autoridad más horizontales. Una consecuencia de esto será que los hijos crezcan menos socializados y, por tanto, menos preparados para tener un rol activo en la vida pública. Sería iluso pretender volver a unidades de producción familiares en el sentido premoderno. Sin embargo, es rescatable la esencia de ese modelo: las familias tenían un objetivo común que servía como punto de encuentro.
Cabe entonces recordarles a los gobernantes de hoy que el proyecto educativo familiar puede ser una institución de primer orden para lograr objetivos de envergadura, empezando por nuestra coexistencia [6]. Aprender a coexistir es una de las tareas pendientes más urgentes que tenemos como peruanos, y como humanos, en un panorama mundial de incomprensión y conflicto. Ese proyecto implica que padres e hijos vivan juntos, inviertan tiempo en aprender a comunicarse, resuelvan sus desacuerdos sin recurrir a la violencia, adquieran principios de tolerancia y respeto civil, y luego compartan lo aprendido a través del contacto intercultural e intergeneracional de la vida pública y privada. En ese desarrollo “micro” de la vida del hogar, la educación económica tiene una importancia fundamental. Economía viene del griego oikonomos: normas de la casa. Bienvenidas sean las buenas propuestas sobre desarrollo institucional, estabilidad macroeconómica, democracia y orden civil: pero todo empieza y termina en la familia.
Referencias
[1] Acemoglu, Daron; James Robinson. 2013. Why nations fail: The origins of power, prosperity and poverty. Crown.
[2] Aghion, Philippe; Céline Antonine; Simon Bunel. 2021. The power of creative destruction. Economic upheaval and the wealth of nations. The Belknap Press of Harvard University Press.
[3] Mendoza, Waldo. 2023. Constitución y crecimiento económico: Perú 1993—2021. CIES y PUCP.
[4] Alesina, Alberto; Paola Giuliano. 2014. Family ties. Handbook of Economic Growth 2A, 177—215.
[5] Merelman, Richard. 1980. The family and political socialization: Toward a theory of exchange. Journal of Politics 42, 461—486.
[6] Minow, Martha. 2002. Education for co-existence. Arizona Law Review 44, 1—29.
Foto de Cypresses de Vincent van Gogh (1889), Metropolitan Museum of Art. Gabriel Natividad.
Creo que deberían hacer explicito que son miembros (o esposa de uno) del Opus Dei, un poco para que se entienda con mayor claridad los sesgos y la adecuación de las referencias hacia puntos de interés de la obra (Maestria de Familia?) y no tanto como decisión de política relevante, seria interesante ver esfuerzos para analizar, por ejemplo, la competencia del sistema financiero, que es algo que podria hacer el gato Natividad si no fuera porque seria un «ataque» hacia sus socios del silicio