La calidad de las bases de licitación pública y la certidumbre sobre los criterios de evaluación de las ofertas son determinantes en atraer oferentes y lograr procesos competitivos. Así, se requieren conocimientos técnicos en diseño de bases que no siempre tienen las agencias licitantes. Por ejemplo, es necesario fijar precios de máximos secretos para declarar la licitación desierta y desincentivar la colusión. La fijación de tal precio requiere conocimiento del mercado para que no sea irrelevantemente alto, ni tan bajo que imposibilite la adjudicación.
Lo ideal en una licitación es conocer exactamente las características de lo requerido. Así, la licitación se adjudica al menor precio y no hay incertidumbre ni opacidad sobre la evaluación técnica de la oferta. En el caso de los bienes comunes a varias entidades, sería más fácil, puesto que las características deberían ser previamente aceptadas por todos los usuarios. Pero existen adquisiciones que son específicas a una repartición en particular y a su principal misión.
El caso de los bienes no comunes plantea otros problemas a la competencia. La calidad requerida no suele estar completamente especificada y, por tanto, pasa a ser variable de adjudicación, junto con el precio. Como es imposible comparar directamente los distintos aspectos de la calidad y el precio se acude a fórmulas ad hoc para comparar las distintas ofertas, con la consecuente pérdida de certidumbre y predictibilidad que lleva a menor participación.
Analizando casos específicos de licitaciones de bienes no comunes se observan procesos preparados con recursos profesionales internos a las entidades, que no siempre tienen los conocimientos para definir con precisión las características técnicas del objeto a licitar, ni los conocimientos teóricos para evaluar los incentivos que se generan.
Para ilustrar, es interesante la licitación de pasaportes y cédulas de identidad de 2010, que llegó al TDLC por presuntas arbitrariedades. En las bases de licitación —no reclamadas— se identificaron importantes falencias. Si bien se definió una calidad mínima, esta no se usó para adjudicar por precio, ya que igualmente se le dio puntaje a cada elemento de calidad que superara ese mínimo, luego se ponderó cada uno de estos elementos de manera discrecional y, además, en forma relativa a las otras ofertas. Una vez obtenido el ranking de las ofertas por calidad se construía el ranking final dando igual ponderación a la calidad y al precio.
La ponderación que se les da a los distintos elementos de las características técnicas, y a la oferta técnica versus la oferta económica, es irremediablemente arbitraria; plantea que un punto adicional obtenido en cualquier aspecto de la oferta técnica tiene un valor específico y constante en pesos, lo que no tiene ningún sentido, literalmente es comparar peras de distintas variedades con manzanas. Así, este tipo de mecanismo de selección distorsiona el conjunto de ofertas al no revelarse ofertas más económicas por el temor a perder puntos en calidad. Lo que se ve exacerbado por la prohibición de presentar más de una oferta.
Si bien la reciente licitación ha concitado reclamos, se nota aprendizaje. La valorización de la oferta económica sube a 65%, la calidad pareciera haberse determinado previamente y el no cumplimiento conllevaría a multas. La variable relativa a la experiencia sí habría sido sujeta a puntuación, pero con parámetros previamente conocidos; ello no justificaría permitir presentar varias propuestas por consorcio, ya que la experiencia no es algo que se pueda manejar.
La experiencia adquirida pudo haber sido útil para una mejor licitación en este caso, pero el mensaje es que son procesos complejos y se requiere especialización con la que no cuentan todos los servicios. Así, dado que como país tenemos aún un desafío en esta materia, desde la Red de ProCompetencia hemos incluido el tema en la agenda que se entregó a las candidaturas presidenciales.