Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, escribió que la vida humana era “nefasta, brutal y corta” hasta que el Estado se hizo del legítimo monopolio de la coerción. En el mes pasado Chile dio pasos agigantados hacia el estado de violencia anárquica y destructiva que describió Hobbes. Las víctimas son en primerísimo lugar quienes han sufrido en carne propia la violencia. Pero, en realidad, todos somos víctimas.
Son víctimas quienes marcharon pacíficamente por un Chile mejor hasta que los vándalos secuestraron las manifestaciones. También lo somos quienes hemos puesto esperanzas en un proceso constituyente que hoy tambalea bajo el ataque de la violencia destituyente. Son víctimas todos los que aspiran a completar sus estudios, hacer su trabajo o criar a sus hijos sin la zozobra de la piedra o el balazo. Las llamas no purifican, sino que destruyen.
La izquierda, que cree en el Estado, debió haber sido la primera en alertar por la privatización de la violencia. Pero una parte de esa izquierda ingenuamente apostó a que sería el camino más rápido para alcanzar los cambios que desea, como si la violencia fuese un aparato que se prende y se apaga a la discreción del usuario, sin dejar secuelas.
Parece patético tener que recordarle a alguien que un estado de violencia en las calles acabó en la destrucción de nuestra democracia el 73, año a partir del cual las torturas y los asesinatos se tomaron Chile. Es una tragedia que hemos vivido demasiadas veces en la historia de América Latina. Marx dijo que la violencia es la partera de la historia, pero le faltó añadir que en esos partos suelen nacer monstruos.
Otra parte de la centroizquierda optó por pasarle el bulto al gobierno de derecha para que este pagara todos los costos. Y ese gobierno por demasiado tiempo se comportó de modo errático frente a la violencia, declarando la “guerra” un día y reculando al día siguiente. Tampoco fue capaz de ejercer un control efectivo sobre los uniformados, aplicando los indispensables protocolos del caso. Las violaciones de los derechos humanos cometidas por carabineros le han permitido a algunos insensatos legitimar la violencia delictual de los vándalos.
Nuestras instituciones —especialmente las de seguridad— se han quedado grotescamente cortas. Las democracias tienen aparatos de inteligencia para defenderse de quienes no creen en la democracia, pero hoy resulta evidente que Chile carece de esa defensa. Duele leer en el semanario The Economist que “los carabineros, otrora muy admirados, han demostrado ser no solo brutales, sino que también incompetentes, y los servicios de inteligencia han probado ser unos despistados”. Duele, porque es cierto.
La cosa no da para más. Senadores de todos los colores políticos han dado un paso crucial, suscribiendo un documento que condena a los violentistas y apoya al Gobierno para que haga lo que la ley le encomienda. Un grupo de dirigentes históricos del socialismo y otro de exministros DC también han sacado la voz con claridad y valentía. Pero demasiados parlamentarios siguen actuando como si la violencia fuera problema de otros. Lo suyo es irresponsabilidad, pura y dura.
No es tan difícil delinear los contornos del paquete de acciones concretas que la situación exige. Todo parte por entender que controlar la violencia y respetar los derechos humanos son dos caras de la misma medalla. Ambas son necesarias para proteger la dignidad humana.
Para salir del trance actual, la oposición democrática debería apoyar con sus votos a los proyectos de ley que perfeccionan facultades necesarias para combatir a los violentistas. Dado el fracaso evidente de nuestras instituciones de seguridad, nadie puede dudar de que se necesiten cambios. La oposición debería también comprometerse a no tratar de anotarse ganancias políticas pequeñas restándole legitimidad al accionar del Gobierno. Un ejemplo extranjero resulta útil: cuando se encuentran en la oposición, los partidos socialdemócratas europeos no han dudado en prestar todo el apoyo que la lucha contra el terrorismo exige.
El Gobierno, aparte de centrarse en el fin de la violencia como prioridad número uno, debería garantizar que ahora los civiles sí ejercerán el control que corresponde, asegurando que los uniformados actúen de modo menos brutal y más competente. Otra cosa es regalarles legitimidad a los vándalos. El Gobierno debe además convocar a una comisión transversal de expertos que, tras amplias consultas ciudadanas, diseñe una reforma profunda a Carabineros y a la ANI.
Hay finalmente un error que los políticos de todos los partidos no pueden seguir cometiendo: pretender que abrir la billetera a tontas y a locas va a poner coto a la violencia. Los narcos que saquean supermercados en autos de lujo no van a dejar de hacerlo porque una partida presupuestaria suba tanto por ciento más. Las conductas infantiles que hemos visto por estos días en el Congreso —exigencias financieras fantasiosas, presentación de indicaciones inadmisibles, aprobación de gastos contrariando todas las normas constitucionales— solo contribuyen a desprestigiar aún más a nuestras vapuleadas instituciones democráticas.
Si la democracia no controla la violencia, esta terminará controlando la democracia. Queda poco tiempo. Fin a la violencia, ahora.