Ante una dolencia uno recurre a los doctores, quienes -bajo un impecable delantal blanco- saben qué hacer. Los doctores nos examinan, y si el asunto lo amerita, nos prescriben un medicamento. Con una letra infernal, salvo excepciones, nos rellenan sus recetas con el nombre del remedio que nos va a aliviar -esto es, la marca del medicamento que produce un determinado laboratorio-.
Luego, dando pasos decididos, uno busca una farmacia cerca y le solicitamos al dependiente -también de delantal blanco- que nos venda el medicamento recetado.
Ahí es cuando levantamos las cejas ante el precio del medicamento que tenemos que pagar de nuestro bolsillo. Si se trata de un medicamento que debe consumirse recurrentemente, como el del colesterol o de la presión alta, las platas pueden ser serias.
La salud es lo primero, nos decimos, y así seguimos al pie de la letra las instrucciones de nuestros médicos. Ellos o ellas son los que saben.
Esta es la versión sencilla e ingenua del cuento. Blanca. Una versión más compleja -y con tonos grises- está descrita en el reciente informe preliminar sobre el estudio de mercado de los medicamentos en Chile de la Fiscalía Nacional Económica (FNE).
¿Qué hay detrás del servicio de los doctores y la venta de las farmacias?
Los laboratorios -que llegan a sumar alrededor de 200- fabrican o importan los medicamentos y pueden gozar de un monopolio legal sobre los medicamentos que inventen. Se debe tratar de una nueva molécula o principio activo -por ejemplo, un nuevo remedio para el cáncer- y ese invento debe patentarse ante la autoridad. Aquí los laboratorios pueden cobrar un precio monopólico por haber introducido al mercado un medicamento innovador, y así se incentivan las inversiones en investigación.
El monopolio tiene, sin embargo, fecha de expiración, y una vez que la patente caduca, los otros laboratorios pueden fabricar ese medicamento con el mismo principio activo y entrar de lleno a competir.
Los laboratorios competidores fabrican medicamentos genéricos, que pueden llegar a denominarse bioequivalentes si demuestran ante el Instituto de Salud Pública (ISP) que son equivalentes farmacéuticos y terapéuticos del innovador. Los bioequivalentes, y no así los genéricos, pueden intercambiarse por los dependientes de las farmacias, si así lo solicita el cliente/paciente. Sus precios debieran ser competitivos, o sea, cercanos al costo marginal de producirlos.
Pero eso no ha estado ocurriendo.
Según el citado estudio, este mercado “opera como uno de marcas” y no de precios. Los laboratorios compiten por marketing y promociones y las cadenas de farmacias por logística y ubicación. Así, el 67% de los medicamentos no innovadores -que representan el 90% de las ventas- son de marca y los bioequivalentes de marca son en promedio tres veces más caros que los bioequivalentes sin marca.
La ley no ayuda, sino lo contrario. El Código Sanitario dispone que la receta del médico contendrá “un producto farmacéutico individualizado por su denominación de fantasía”, esto es marca, y su principio activo, “a modo de información”, en caso de que pueda operar la intercambiabilidad entre bioequivalentes.
Tampoco ayuda la autoridad. El ISP demora en promedio más de lo que le permite la ley en cada registro. El costo del registro es alto para los laboratorios y no existe un acoplamiento automático con los registros extranjeros. Sólo el 20% de los medicamentos genéricos son bioequivalentes.
Pero el asunto es más profundo, y aquí entran los doctores en el baile. Nuestros médicos deciden no sólo qué medicamentos debemos tomar para mejorarnos de nuestras dolencias, sino que también la marca específica de ese medicamento, aunque no tengan una profunda experticia en química.
Si nuestros médicos nos recetan “esa” marca, esa es la que vamos a comprar, aunque sea más cara que otras alternativas de igual equivalencia.
El médico recetará un medicamento eficaz y seguro, y puede no considerar -ni conocer- los precios de las alternativas. Esa preferencia por esa marca puede provenir de experiencias pasadas y de investigaciones, que se ve reforzada por un ejército de visitadores médicos y por congresos financiados por cada laboratorio. De hecho, los gastos de promoción de los laboratorios explican el 25% del costo de los medicamentos.
Además, hay una evidente asimetría de información: nosotros sabemos de nuestras dolencias, pero es el médico quien sabe de sus tratamientos y como se trata de un bien de confianza, seguimos los consejos del médico. Esa asimetría se complejiza por un tema de agencia, que se advertía en un estudio de la FNE de 2013: “mientras que quien elige (prescribe) -i.e., el médico- no es quien paga ni usa el medicamento, quien usa el medicamento y paga por éste -i.e., el paciente- no es quien lo elige”.
¿Cómo se puede perfeccionar este mercado con miras a obtener medicamentos bajo receta más baratos?
Primero, aumentando los medicamentos bioequivalentes. Para eso se requiere una autoridad seria y vigilante sobre las patentes de los medicamentos innovadores y sus caducidades, y activa en buscar facilitar nuevos registros que cumplan con las exigencias de calidad. El ISP debiera, además, ir reemplazando la labor de difusión de los visitadores médicos.
Segundo, obligando a los doctores a recetar por principio activo y no por marcas, como se ha estado discutiendo en el Congreso a propósito de la Ley de Fármacos II.
Tercero, exigiendo a las farmacias contar con bioequivalentes y que ofrezcan a sus clientes el más barato, cobrando como comisión una cifra fija en pesos y no porcentual por cada venta.
Este proceso, si se hace bien, va a permitirnos en el mediano y largo plazo contar con medicamentos más baratos.
Entretanto, me permito ofrecer dos sugerencias concretas. Pregunte a su médico las distintas alternativas de medicamentos que ofrece el mercado y sus precios. En caso de que le insista en una marca, indague si recibe algún tipo de promoción del laboratorio elegido. Y si su medicamento tiene alternativas bioequivalentes, vuelva a hacer lo mismo con los dependientes de las farmacias. De esta forma, además de sanar su cuerpo, no dañará innecesariamente su bolsillo.