¿Es del todo sorpresivo que las voces más sensatas y más sensibles de las que se ha oído en el mundo político de estos días sean la de los hermanos Ossandón (Ximena y Manuel José)? ¿Es también sorprendente que cuando el acuerdo parecía imposible haya sido el diputado Mario Desbordes el que se atreviera a saltar la zanja y conseguir un acuerdo que es mucho más que lo que la izquierda ha sido capaz de soñar jamás? ¿Por qué los conservadores y no los liberales más jóvenes y abiertos de Evópoli, parecían entender mejor la calle?
En el caso de Desbordes, su sensibilidad se explica en gran parte por su origen social. Para desautorizarlo, esa bancada perfecta que se podría llamar el Gilismo que va de José Antonio Kast a la Pamela ídem, le han lanzado a la cara su pasado de carabinero.
Pero, aunque no se puede decir ahora, los carabineros no han pertenecido nunca a la élite del país, y muchos de los que apalean en las calles de hoy son hermanos y compañeros de curso de los que apalean. Desbordes aprendió en la institución más odiada de Chile de que las instituciones importan y que la calle es algo más que un lugar simbólico con el que jugar a hacer un videoclip choro desde el drone de tu superioridad moral. O supo, y sabe, que más allá del momento heroico en que todos somos soldados, existen las tardes y las mañanas frías de todos los días en que todos somos civiles.
En el caso de los hermanos Ossandón su sensibilidad, como la de Daniel Mansuy entre los intelectuales, no proviene de su origen social sino de su fe religiosa. El catolicismo riguroso y conservador que profesan es, paradojalmente, lo que los abre a comprender que en el desorden hay necesidad, que en el incendio hay frío, que el hambre es verdad y la rabia no es sólo rabia sino muchas veces desesperación.
Entienden, con razón, que protagonizan el estallido social no sólo los huérfanos del neoliberalismo, sino los huérfanos del liberalismo mismo. Que es mucho más la “buena onda”, permisiva pero olvidadiza, la que desespera a los que han quedado no sólo sin Estado que los proteja, sino que también sin sindicato, sin partidos, sin clubes, sin familia en que abrigarse, pero fumando pito y bailando perreo hasta la 5 de la mañana.
Porque ¿Cómo se podría interpretar más que como una búsqueda de sentido trascendental, el eslogan “Hasta que valga la pena vivir”? ¿Qué puede conseguir que valga la pena vivir si no es el amor de otro semejante, la necesidad de una comunidad que no termine en comer y dormir, y dormir y comer?
¿Y si hay que quemar la Iglesia porque es pedófila y ciega, y quemar las farmacias porque venden cara la salud de todos, y quemar los bancos porque roban, pero quemar también el registro civil porque nombra y clasifica, si hay que quemar todo… qué y quién queda en pie?
“Yo. Yo y nadie más que yo”, dice el liberal, pero esa respuesta es justamente en toda su insuficiencia, la que convierte la rabia en infinita, porque es infinita la estafa de hacerte creer que puedes en esta sociedad, o en otra, valerte por tí mismo sin ser parte de un continuo, de una historia, de un patrimonio que también se quema porque no es mío, porque no soy yo esa mansión de madera y adobe, porque no es nuestro ninguno de los 12 juegos.
El rol histórico de la izquierda, el secreto de su dolor y de su éxito, fue hablar por el hombre común, por el hombre apurado, por el hombre presionado, por el hombre olvidado que por cierto casi siempre es mujer.
Es el rol que parece querer abandonar para convertirse en comentarista deportivo de movimientos sociales que ni esperan, ni predicen, ni dirigen. Semanas antes que saltara el torniquete del metro, la izquierda parlamentaria estaba empeñada en revivir sus años de gloria estudiantiles y se empeñaban en acusar constitucionalmente a la ministra de Educación, cosa que han hecho con toda suerte de ministros de Piñera con el mismo y nulo éxito. El resto de sus compañeros ocupaban su tiempo en hacer política testimonial y pelearse entre ellos dejando que el gobierno pudiera desplegar su agenda.
Sólo Camila Vallejo se tomó en serio su papel y batalló por el único proyecto realmente de izquierda y de oposición de toda esta legislatura, que no era nada menos que el de las 40 horas semanales (que recibió el apoyo de los “conservadores” hermanos Ossandón).
Tengo la impresión que con más proyectos como este o como las farmacias populares de Jadue, el estallido social no habría sido tan violento y tan brusco como fue o está siendo. Quizás por eso sorprende que los comunistas se hayan comportado en esta crisis como el peor de los brokers de Wall Street, intentando encontrar en la crisis una oportunidad, desconociendo que la revolución es también una responsabilidad.
La responsabilidad, confundida con la tibieza o con “la cocina” ha brillado por su ausencia de manera, que haría sonreír de felicidad a cualquier teórico del neoliberalismo más feroz. La izquierda, que apuesta como en un mercado a ver como suben sus acciones mientras se desploma la vida de sus votantes, es la imagen misma de una izquierda neoliberal.
Una izquierda, sorprendida y sin respuesta, que reprueba la violencia como actos aislados sin comprender su sentido y su alcance y reflota la preciosa canción de Víctor Jara, El derecho de vivir en Paz, olvidando que es justamente una canción de guerra, de una guerra justa pero cruel que costó millones de muertos. Millones de muertos que el poeta Ho Chi Min no dudó en sacrificar para conseguir la libertad de Vietnam.
Como el poeta de Vietnam, a la izquierda neoliberal le importó más volver a la superioridad moral que impedir más muertos, y más heridos. Se sumaron por semanas al discurso “que se vayan todos”, que por cierto los incluía a ellos en primera línea, y no vieron justamente en ese narcisismo enfermo de querer “que se vayan todos”, sin pensar que uno también es parte del todo, es el síntoma más visible de la neoliberalización de las mentes y los cuerpos de un pueblo al que han dejado huérfano de significado, dedicados ellos en Londres a competir quien es más de izquierda que el otro.
La izquierda no es nada ni nadie sin sindicatos, sin centro de alumnos, sin partidos políticos, sin alcaldías donde convertir la masa en poder. La izquierda no es nada en la fogata en que se queman el mobiliario público, el metro publico, todo lo que es de todo para convertirlo en tierra de nadie, o sea, del más fuerte.
La izquierda pierde todo al hacerse liberal y pelear por las minorías abandonando su vocación, que son justamente las mayorías que disfrutan el carnaval porque es una excepción, pero que lo encuentran una opresión cuando se convierte en la regla.
La izquierda cuando se vuelve meramente estética termina siendo fascista (Mussolini venía de la izquierda, no de la derecha). La izquierda sólo puede apelar a la ética como su única fuerza. La ética que tiene como misión, como deber, darle cara a los que no la tienen y voz a los que no hablan y por eso no puede tener nada más que una simpatía residual por los que se encapuchan, y esconden la mano después de tirar la piedra.
Se debe, por supuesto, abominar la violencia uniformada. Pero tampoco se puede desconocer que la capucha es un uniforme y que hay también entre ellos soldados de un poder, de otro poder—el narco para no ir más lejos—, que es él que administra cada vez más y más metros cuadrados de la poblaciones periféricas. Miles y miles de chilenos de La Granja, Pedro Aguirre Cerda, La Pintana, por las que sólo hablan en los matinales fundaciones de buen corazón, turistas de las buenas causas, pero no ellos, nadie de ellos, porque ni Boric, ni Jiles, ni Hertz, ni Elizalde, ni Sharp, (ni el que esto escribe), ni casi nadie que interviene en el debate público (menos Desbordes), pertenece al mundo popular.
Yo no puedo más que celebrar el Acuerdo Constitucional pero no puedo más que alarmarme de no ver que no está consiguiendo a la brevedad ese aterrizaje social, con plata, con leyes, que impida que se vea como el acuerdo de “ellos sin nosotros”. Tiene que haber un “nosotros” que sea más que la suma de tú y yo. Es urgente que esté también sobre las mesas el mundo popular que, como lo vimos con Desbordes, suele tener más sentido común que sus intérpretes universitarios y faranduleros.
Acabar con la corrupción, la colusión o el “pico en el ojo” no son más generalidades que no veo que se aterricen en medidas concretas y visibles que alivien la sed sin fin que nos ahoga en esta primavera de todos los descontentos. Sin plata sobre la mesa, sin alivio a la vida cotidiana de hoy mismo, el fuego seguirá siendo la única forma del pueblo de hacerse visible, aunque el costo para hacerlo sea arrasar con los faroles y los semáforos, con cualquier otra luz que no sean las llamas.