Quizás nunca sabremos cuán planificada (o improvisada) fue la decisión, pero es un hecho que las palabras pronunciadas por el Presidente el día martes por la noche tuvieron un efecto apaciguador. Después de una jornada marcada por grados inusitados de violencia y descontrol, sentimos el vértigo de estar al borde del abismo, sin saber cómo salir de allí. Todo indicaba que los militares volverían a salir a la calle —con la crispación correspondiente—, pero el Primer Mandatario optó por darle una última oportunidad al diálogo. La clase política acusó el golpe, y empezó a fraguarse el acuerdo que fija un itinerario constitucional. La pacificación política tuvo, eso sí, un alto costo para el gobierno: en lo que viene, su papel no será protagónico. Para intentar darle una salida a todo esto, el Presidente tuvo que salir de escena.
Desde luego, quedan múltiples preguntas por responder. Nadie puede tener la certeza de que la cuestión constitucional sea la válvula que permita encauzar el malestar. De hecho, en la primera etapa de la movilización, el énfasis estuvo puesto en los aspectos sociales. Además, está por verse si el mecanismo logra sacudirse del estigma de ilegitimidad que tienen nuestros actuales parlamentarios, a sabiendas de que emplearemos el mismo sistema electoral. También queda pendiente una reflexión sobre la violencia desatada, que no podemos dar por finalizada. Con todo, no puede negarse que la Carta de 1980 arrastraba un pecado de origen un poco insuperable, que estaba intoxicando nuestra vida política. En ese sentido, el cambio constitucional parece ir en la dirección correcta si acaso queremos reconstituir las confianzas, aunque naturalmente no sea suficiente.
Como fuere, me parece que el cambio constitucional sólo tendrá éxito si, con él, advienen también nuevos hábitos. El desafío es colosal para ambos sectores políticos, pues todos deberán abandonar ciertas disposiciones muy arraigadas. Es innegable que nuestra larga transición —que consiste, básicamente, en el pacto tácito entre Jaime Guzmán y Edgardo Boeninger— le dio estabilidad y conducción a Chile en momentos particularmente delicados; pero, en el largo plazo, sus consecuencias fueron muy nocivas. Para decirlo brevemente, la izquierda perdió todo sentido de responsabilidad, mientras que la derecha abandonó cualquier atisbo de vocación política.
La izquierda perdió la responsabilidad porque la transición fue la excusa perfecta para nunca asumir sus actos como propios. Aunque este sector ha gobernado Chile durante cinco de los últimos siete períodos presidenciales, siempre eludió sus responsabilidades: no hacemos, decían, lo que queremos, sino sólo aquello que nos permite un sistema viciado. Incluso nuestro mejor tribuno —Ricardo Lagos— renegó de sus palabras. Si en 2005, al firmar la Constitución, anunciaba solemnemente el despunte de la primavera; pocos años después afirmó que todo le había sido impuesto. El desajuste narrativo de la izquierda con su propia historia está en el origen de nuestras dificultades: la Concertación administró durante largo tiempo un sistema que (supimos luego) le parecía infumable. Así puede explicarse, por ejemplo, el enorme vacío generacional del progresismo, pues hay un grupo de dirigentes que nunca logró explicar esta contradicción. Esto permite comprender también el constante chantaje moral que ejerce el Frente Amplio respecto de la antigua Concertación, y la demonización de los acuerdos. Ahora, la izquierda tendrá que aprender que la pureza no se aviene con la política. En una palabra, el progresismo deberá dejar atrás el lirismo adolescente. De aquí en adelante, las decisiones tendrán que ser reconocidas como propias (esto, dicho sea de paso, hará más difícil la convergencia de las oposiciones: al desaparecer un adversario común, las diferencias se harán más visibles).
La derecha, por su parte, no tendrá más alternativa que asumir una vocación de mayoría que hace mucho tiempo que no tiene. Anestesiada durante décadas por un entramado institucional que la protegía y le aseguraba ciertos mínimos, la derecha renunció a la política. En el nuevo escenario, antes de reaccionar y negar, tendrá que proponer, persuadir y dibujar horizontes de sentido más allá de la mera gestión de intereses. Quien mejor ha comprendido esto ha sido Mario Desbordes, que encarna una derecha muy distinta a la tradicional. Si la derecha no se toma en serio este desafío, si no cambia su manera de argumentar y de aproximarse a la realidad, será reducida a su mínima expresión. Si se quiere, el modo ignominioso en que la derecha dejó caer la Constitución de 1980 es un condensado de todos sus defectos.
La transición ha sido un animal especialmente duro de matar, y el motivo es más simple y pedestre de lo que suele creerse: ambos sectores encontraron allí una zona de confort muy cómoda. No hay nada más fácil que hacer política sin asumir las responsabilidades, ni nada más fácil que enfrentar elecciones con subsidios institucionales. El nuevo ciclo anuncia el posible regreso de la política. Enhorabuena.