Para discutir políticas públicas es indispensable contar con buena información, específicamente, con buenas estimaciones sobre los efectos probables de diversas medidas. También es importante conocer los márgenes de incerteza que enfrentamos y reconocer nuestros grados de ignorancia.
Lamentablemente, en las discusiones más relevantes de los últimos meses, los cálculos y estimaciones han sido grandes exageraciones que reflejan más bien deseos que realidad.
Se puede entender —pero no por eso deja de ser reprochable— que, en el fragor de la discusión, aquellos que tienen un rol más político caigan en esto. Ha sido el caso, por ejemplo, de las congresistas que descartan que la reducción de la jornada pueda afectar negativamente los salarios y la actividad.
Lo que no se entiende es que autoridades del ejecutivo, que tienen una responsabilidad mayor que la de un congresista, caigan en lo mismo.
La estimación del gobierno sobre la destrucción de empleo que provocaría la aprobación del proyecto de 40 horas (suponiendo que los salarios no se ajustan) se ubica dentro de los rangos plausibles. Sin embargo, la idea de que el proyecto de 41 horas y algo de flexibilidad creará cientos de miles de empleos parece una broma.
Si fuera el único caso, no importaría tanto. Pero hay más.
Los efectos de la reintegración de la Reforma Tributaria es un caso paradigmático. El gobierno la presenta como una medida que hará que la economía crezca más rápido y, simultáneamente, sea más justa. ¡Una bala de plata!
La realidad es que se trata de una medida regresiva, lo que se puede verificar fácilmente a partir de la información que el Servicio de Impuestos Internos presentó a la Cámara de Diputados. Si no fuera así, nadie entendería el esmero de Hacienda por buscar “compensaciones”.
También son de una exageración asombrosa las estimaciones sobre el efecto que la reintegración tendrá sobre la actividad económica. Hacienda señala que el crecimiento aumentará 0,6% por año, por 10 años. La estimación no ha generado mucha discusión, pero ¿es plausible?
No lo es, y por mucho.
Una manera de evaluar su realismo es compararla con el efecto estimado de otras reformas tributarias parecidas. Tenemos a mano la reforma reciente de Trump, que redujo el impuesto a las personas y corporativo. Si aplicamos las estimaciones promedio que se usan en EEUU, esta vez para para calcular el efecto de la reintegración (escalada apropiadamente por el tamaño de medida), el resultado es que sería bastante menos de 0.1% por año.
Es legítimo defender la reintegración, pero es necesario reconocer que, por un lado, su efecto en el crecimiento será alrededor de 20 veces más pequeño de lo que se dice y, por el otro, será regresiva.
La estimación del efecto de los paquetes fiscales reactivadores también fue innecesariamente exuberante. Se dijo que, en su conjunto, las medidas provocarían un crecimiento de un punto porcentual en dos años. Pero es imposible que una mera reasignación produzca ese efecto
(¡otra bala de plata!).
¿Cómo se llega a ese cálculo? Aparentemente, lo que se busca con la medida es ejecutar el 100% del presupuesto, lo que está muy bien. Respecto del caso de no gastar los montos anunciados, los efectos estimados pueden ser adecuados. Entonces, el anuncio prudente, simplemente, es: “gastaremos lo aprobado”. Si no, por lo demás, sería imposible cumplir con la regla fiscal. La exageración no ayuda a la credibilidad. De hecho, el mercado financiero ni se inmutó con los anuncios.
Finalmente, el último Imacec de julio, esperado con ansias y celebrado con poco recato, da cuenta de un asunto similar. El resultado de 3,2% debe casi un punto porcentual a que julio de este año tuvo dos días hábiles más que el año pasado. La autoridad, sabiéndolo, no lo mencionó. Pero sí lo hizo, y a los cuatro vientos, en noviembre pasado, cuando se conoció el crecimiento de septiembre, esa vez castigado por exactamente el mismo efecto con signo
contrario.
Puede ser que argumentando con estimaciones y descripciones exageradas se gane la refriega política. Puede que sirva para obtener algún apoyo a una medida que se considera adecuada. O también, que con ello se busque levantar las alicaídas expectativas.
Pero es un error. Mal que mal, si los cálculos no son creíbles, ¿qué se puede esperar de las decisiones de política económica? ¿Cómo se puede negociar un proyecto de ley de manera constructiva? Los mismos objetivos loables —lograr apoyo a una medida o proteger las expectativas— se terminan socavando.
Y existe, además, un efecto colateral más silencioso y dañino. Si las estimaciones de los economistas son reflejo de sus deseos más que de las posibilidades, progresivamente perderán autoridad y credibilidad, atentando contra una deliberación informada. No nos quejemos después.