El proceso constitucional que estamos viviendo responde a una crisis en un país que tiene problemas concretos, dolores, fragilidades y también fortalezas. Sería un error transformarlo en un certamen de gustos teóricos, y conformarnos con soluciones que sumen preferencias de distintos bandos para llegar a los quórums requeridos sin fijarnos en el efecto integral que ello tendrá cuando opere en el Chile real.
Lo que más necesitamos es un Estado que funcione, es decir, que cumpla sus obligaciones. La primera de ellas es representar bien a la sociedad y garantizar los derechos de las personas. Para eso el Estado estar abierto a la participación ciudadana y a la vez tener capacidad de tomar decisiones y cumplirlas. No es fácil lograr ese equilibrio pero hay que recordar que no partimos de cero. Tenemos un grotesco retraso en materia de descentralización, un proceso político trabado y un sistema de partidos cuestionado, pero también tenemos instituciones públicas robustas y competentes, que han tenido un papel histórico clave en el desarrollo del país. ¿Que sería de Chile sin su red de atención primaria, sin sus universidades públicas, sin CODELCO, sin su Dirección de Presupuestos, sin el Metro, sin la Biblioteca del Congreso, sin la Dirección de Vialidad, sin el Servicio Electoral o el Servicio de Impuestos Internos? Todas esas instituciones tienen mucho que mejorar, pero representan una fortaleza que debemos proyectar, no dilapidar. Nuestra descentralización debe apoyarse en esas fortalezas y construir nuevas allí donde faltan. Especialmente debe reconocerle a los territorios, las ciudades y sus comunidades el derecho a ser protagonistas de las decisiones que les afectan, sin confundir esa participación con fragmentación. Un proyecto de inversión no es sólo un asunto de la comunidad circundante, también lo es de la Región y del país en su conjunto. De consecuencia no podemos dictaminar que los proyectos se definirán mediante plebiscitos locales, porque en ese caso no tendríamos cárceles en ninguna parte. La riqueza que los proyectos generan debe producir un aporte importante en el territorio donde están, pero no sólo ahí. Si nos equivocamos en eso tendremos una ampliación de las desigualdades en lugar de una reducción. Especialmente, la descentralización debe ser una forma de acercar las decisiones a las personas, pero acercarlas para que operen mejor, no para que se diluyan aún más las responsabilidades del Estado o el sentido de solidaridad entre chilenas y chilenos.
En el debate del sistema político tenemos dilemas similares. El rechazo al informe de la comisión encargada del tema da cuenta de que aún no encontramos la fórmula que los resuelva. Hay que partir por destrabar nuestro sistema político y acercarlo a los intereses de la ciudadanía. La propuesta que fue rechazada suponía que el bloqueo del proceso legislativo se resolvería sacando un eslabón de la cadena: el Senado. Se puede discutir si tener un sistema unicameral, pero ello no hará la diferencia en este problema. Su origen no es la duplicación de cámaras sino la falta de incentivos a colaborar y la ausencia de consecuencias para quien no lo hace. Un sistema unicameral sin colaboración arriesga estar aún más bloqueado que uno bicameral, porque en este último la segunda cámara puede ayudar a desempatar los conflictos. La fórmula que se presentó no atacaba el verdadero problema y, en lugar de eso, cargaba al Ejecutivo con dos nuevas figuras poco claras en su función y sin herramientas para contribuir a la fluidez del sistema. Para resolver la crisis de los partidos la solución no era mejor. Dado su creciente deterioro, se proponía que los movimientos sociales les compitieran en igualdad de condiciones, lo que constituye un impulso adicional a la fragmentación política que ya tenemos. La diversidad es un valor gigantesco para la democracia, siempre y cuando sus instituciones ayuden a articularla en proyectos comunes. Una democracia con partidos débiles y movimiento ocupando su lugar promueve que cada quien trabaje para su santo y nadie esté obligado a mirar el conjunto. Si un movimiento que protege los glaciares o el patrimonio logra elegir congresistas terminará definiendo políticas educacionales, impuestos y leyes penales pese a que no tiene ninguna obligación o incentivo para tener definiciones en esas materias. Y si las tuviera, se transformaría en un partido. El convencional Jaime Bassa cuestionó que los partidos se opusieran a esta competencia insinuando que lo hacen porque no les conviene. Tiene toda la razón. Nuestros partidos están tan desprestigiados que cada vez que opinan no hacen más que ahuyentar todo posible apoyo a sus posturas. Pero personas como Bassa y quienes nos representan en la Convención tienen el deber de mirar más allá de la mala fama del interlocutor e ir al fondo de los argumentos. Quizás no tenemos partidos que puedan hablar con autoridad sobre estas materias, pero sí tenemos la autoridad de la experiencia de otros países que nos muestra lo que pasa cuando el sistema político se organiza en torno a movimientos con agendas específicas en lugar de partidos con proyectos de sociedad. Y esa experiencia no ha sido buena.
Me cuento entre quienes promueven un sistema bicameral asimétrico, pero hay otros defensores del Senado que amparan su postura en un argumento nefasto: la necesidad de frenar el despelote que nos espera si se aprueba una cámara única protagonizada por movimientos sociales dispersos. Si para eso queremos un Senado querrá decir que todo este esfuerzo fue estéril, y terminamos una vez más levantando instituciones para contener los potenciales males de la democracia en lugar de asegurar aquellas que le permitirían funcionar bien. Buenos partidos es lo que necesitamos y legislación leonina que los regule, garantizando apertura a la sociedad, democracia interna, transparencia del financiamiento, rendición de sus compromisos programáticos, renovación de sus liderazgos, control del clientelismo y responsabilidad colectiva en lugar del individualismo desatado.