No estoy conforme con el trabajo de la Convención Constitucional. A diferencia de las críticas cada vez más frecuentes y duras desde la derecha -la negra, la azul y la amarilla- mi disconformidad con la Convención proviene de constatar la falta de vocación de cambio de esos 2/3 activos. Su falta de aptitud para identificar y resolver correctamente -eso es, drásticamente- los problemas constitucionales más relevantes.
El más importante de todos, el sistema presidencial de gobierno, ya no fue resuelto. El Partido Comunista avalado por la derecha capitalizó el prejuicio contra el parlamentarismo y eso nos ha condenado al a repetir el callejón sin salida del siglo XX. Queda la tarea de explicar el fracaso de la propuesta parlamentarista. Una razón es sin embargo manifiesta: la asunción fatalista de la inercia de las condiciones actuales.
El partido comunista avalado por la derecha capitalizó el prejuicio contra el parlamentarismo y eso nos ha condenado al a repetir el callejón sin salida del siglo XX.
Un régimen parlamentario con el actual sistema electoral, con la actual indisciplina partidaria y con la tradicional división partidista en tres tercios estaba ciertamente condenado al fracaso. Pero un cambio del régimen electoral y de la regulación de los partidos pudieron haber ofrecido una chance de gobernabilidad inédita para este país, generando la posibilidad de coaliciones. Pensar esa posibilidad exigía superar el fatalismo. Los convencionales no fueron capaces de hacerlo.
El segundo en importancia ni siquiera fue discutido. Una auténtica distribución territorial del poder político sólo es viable de la mano de suficiente autonomía económica de las unidades territoriales. Eso exigía enfrentar la lógica de la provincialización de las regiones que ha prevalecido en la crítica al centralismo y sustituirla por una lógica de integración de regiones provinciales en pocas mega regiones, no más de cuatro. Pero si algo campea en la Convención es el localismo. “Territorio” es el término con que la imaginación política contestataria expresa su aversión a una articulación institucional de la integración territorial que compense con estabilidad la movilidad cultural y espacial de una sociedad compleja, fantaseando en su lugar con una suerte de negociación permanente entre tribus. Eso también es expresión de fatalismo.
Eso exigía enfrentar la lógica de la provincialización de las regiones que ha prevalecido en la crítica al centralismo y sustituirla por una lógica de integración de regiones provinciales en pocas mega regiones, no más de cuatro. Pero si algo campea en la Convención es el localismo.
En vez de diseñar la reforma del poder territorial que se requería, la Convención se ha dedicado a jugar con palabras, incoherentemente. Declara a Chile un “Estado regional conformado por entidades territoriales autónomas” para luego afirmar que “el Estado garantizará el desarrollo armónico, adecuado, equitativo, solidario y justo entre las diversas unidades territoriales”. Pero ¿si el Estado está constituido por esas entidades entonces cómo puede distinguirse de ellas para obligarse en su favor? La explicación de la incoherencia es simple y paradójica: pese a su retórica, los convencionales implícitamente identifican al Estado con el gobierno central.
Ahora se discute acerca de la propuesta de sustituir el Senado tradicional por un Consejo constituido por representación regional. El término “Consejo territorial” suena a parlamento tribal, pero es lo que corresponde contextualmente como adaptación del término alemán “Bundesrat” (consejo de la federación), de donde proviene el diseño. La propuesta está afectada sin duda por la inercia: mientras más provinciales sean las regiones menos se distingue su representación de la local del nuevo Congreso. Pero éste es el flanco más grave abierto por el fatalismo: que el nuevo Congreso tenga pura representación fragmentada, ya sea local (moderna y democrática) o sectorial (premoderna y protofascista).
La propuesta se basa en una crítica a la genuina representación regional por la institución actual de los senadores. Y sostiene -esta vez sin fatalidad- que su contribución específica a la racionalidad de la toma de decisiones puede transferirse al nuevo Congreso una vez que éste tenga que hacerse íntegramente responsable de ella. Lo que la propuesta pierde de vista, sin embargo, es el peso específico que tiene cada senador medido por su respaldo electoral. En ese peso específico descansa el poder del Senado como contrapeso del gobierno y su función moderadora de la Cámara. Perdido ese peso desaparecen ese poder y esa función.
El término “Consejo territorial” suena a parlamento tribal, pero es lo que corresponde contextualmente como adaptación del término alemán “Bundesrat” (consejo de la federación), de donde proviene el diseño.
La única manera de introducir una segunda cámara asimétrica sin producir esas pérdidas es establecer en la Constitución las bases de un nuevo régimen electoral que incluya listas nacionales cerradas. Eso se puede combinar además sin problemas con la satisfacción del afán localista: más distritos más pequeños, pero con un solo representante, el que obtenga más votos. Cuál sea la representación distrital que se diseñe es sin duda importante. Que fuera uninominal sería lo óptimo. Pero lo esencial es la introducción de la representación nacional. Este es el tercer gran problema constitucional chileno, que aún puede ser resuelto. Una política partidista disciplinada bajo liderazgos efectivos y con oportunidad de generar legitimación carismática por su proyección nacional es la única manera de contrapesar la figura del presidente y contener el potencial de irracionalidad inherente a la representación fragmentada.
Si los convencionales no tienen el valor de introducir ese diseño constitucional esta será, definitivamente, la oportunidad perdida.