Entre las innumerables perturbaciones de la pandemia del nuevo coronavirus, una de las más dramáticas es la pérdida de horas lectivas presenciales en todos los niveles de los sistemas educativos del mundo. Cada país abordó la solución de este problema según sus capacidades, recursos y prioridades sociales para el tema educativo.
Al leer este párrafo, estoy segura que varios están pensando en la educación básica o primaria o secundaria. Poco se está hablando de la educación terciaria y, particularmente, de la educación universitaria, y menos sobre cómo está afectando los derechos de las mujeres estudiantes universitarias de recibir una educación de calidad.
En el IEP, hemos desarrollado un proyecto de investigación, junto con José Burneo y Danna Duffó, precisamente para aprender de la experiencia de jóvenes estudiantes universitarias y, sobre esa base, pensar en recomendaciones de política pública para mitigar las pérdidas a todo nivel que se podrían haber acumulado en este largo periodo.
Antes de presentar los resultados del estudio, es importante tener claro el contexto de la educación universitaria en el Perú, para lo cual, es preciso recordar un poco de historia. La reforma liberal que se inició en la década de los noventa, incluyó normas de promoción de la oferta educativa con fines de lucro, junto a una implementación preocupada por asuntos formales para autorizar el funcionamiento de instituciones educativas (en lenguaje económico, casi libre entrada). En el nivel universitario, el resultado fue una proliferación de instituciones, de calidad muy diferenciada y, en algunos casos, claramente fraudulenta para los fines de la educación. Surgieron así universidades, otorgando títulos a nombre de la nación, ubicadas en un garaje o en los altos de un restaurante, ejemplos que dan cuenta de la precariedad del servicio.
Es recién en 2014, luego de una larga discusión en el congreso, cuando se pudo promulgar la ley universitaria que hoy nos rige. Con la elevación del nivel de calidad como su principal objetivo, se dio inicio a un proceso de evaluación de instituciones, sobre la base de estrictos requerimientos sobre locales, número de docentes a tiempo completo, dedicación a la investigación, bienestar universitario y demás. Todas las universidades, independientemente de su régimen de propiedad (públicas, asociativas, o con fines de lucro) han tenido que pasar por el proceso de licenciamiento y varias fueron cerradas.
De cara a la digitalización y las tendencias de la educación a distancia, la ley universitaria peruana nació desfasada. La preocupación por la calidad, y las respectivas condiciones básicas, se tradujeron en una gran desconfianza por los programas educativos a distancia, y en grandes desincentivos a quienes los ofrecieran.
La pandemia ha sido el punto de quiebre. Las universidades tuvieron que adaptarse sobre la marcha para, originalmente “salvar el semestre”, pero luego definir una nueva normalidad con la modalidad a distancia. La superintendencia de educación superior (conocida como SUNEDU) tuvo que emitir, rápidamente, pero consultando con las instituciones, normas para adaptarse a la emergencia, permitiendo a las universidades ofrecer programas educativos enteramente a distancia.
Cuán rápida y exitosamente se adaptó la universidad, dependió en gran medida de los recursos disponibles. Las universidades privadas tenían una ventaja ya que su gestión es más flexible que la de las universidades públicas, la mayoría de las cuales sufren de varios de los males de cualquier entidad pública cuando de ejecutar recursos se trata: dificultades legales para mover las asignaciones de partidas de tal modo de adaptarse con rapidez a las nuevas circunstancias y nuevas prioridades de gasto.
Por su parte, la juventud estudiantil debía ahora llevar clases cuya calidad dependía en gran medida de su conectividad a internet y en otra gran medida del grado de adaptación al cambio de modalidad de sus docentes.
Este fue el contexto. Ahora, volvamos a nuestro estudio. Elegimos trabajar con estudiantes de universidades públicas en dos regiones del Perú: una en Lima, la capital de la república y donde la oferta de internet es amplia, y otra en la ciudad de Iquitos, en el noreste, que se encuentra en una región que carece de redes de tercera o cuarta generación para la conexión a internet y mucho menos de fibra óptica.
De las entrevistas con más de cincuenta estudiantes hombres y mujeres (en igual número), encontramos que la conectividad ha sido uno de los factores críticos para mantener las clases, a pesar de las ayudas focalizadas que llegaron a ofrecer las universidades para que todos los estudiantes pudieran conectarse. Las cuarentenas y prohibiciones de reuniones han sido incumplidas por los estudiantes juntarse y compartir internet o equipos (laptop o Tablet). En Iquitos, los estudiantes debían rendir exámenes a horas cuando la probabilidad de caída de señal fuera menor, es decir, de madrugada. Asimismo, el principal medio de comunicación con los docentes ha sido la plataforma WhatsApp.
Los estudiantes de carreras que requieren prácticas han sufrido particularmente y esto no se restringe a especialidades como forestales sino, por ejemplo, a educación, y, por supuesto, a ciencias médicas. Todos lamentan la falta de intercambio con sus docentes en un entorno de aula.
Pero para las estudiantes mujeres, el balance horas de estudio-tareas del hogar ha sido complicado. El hecho de salir e ir a la universidad es un claro parteaguas: si no estás, no puedes materialmente llevar adelante tareas de cuidado. Ocurre todo lo contrario cuando estás en casa: si estás, deja lo que estás haciendo para ayudar o hacerte responsable. Otro de los aspectos críticos para las mujeres ha sido la percepción de incomodidad al tener que interactuar con algunos docentes a través de sus redes sociales personales.
Por lo menos dos agendas de políticas públicas surgen en este punto. La primera tiene que ver con priorizar la mejora de la conectividad acompañadas de mejoras en la alfabetización digital. La segunda con diseñar mecanismos para recuperar aprendizajes. Ambas agendas tienen que estar acompañadas de un enfoque transversal que reconozca las diferencias en las oportunidades entre hombres y mujeres para acceder a una educación a distancia de calidad.