“Chile sube 3 lugares en ranking internacional de control de corrupción, del lugar 37 al 34, entre más de 200 países”, es un posible titular resumiendo las nuevas mediciones del Indicador de Control de la Corrupción (CdC) publicado esta semana. El subtítulo podría ser “Chile supera con creces a los países restantes de la América Latina, con la sola excepción de Uruguay”.
En el reportaje propiamente tal se leería que durante los 25 años que se lleva publicando el CdC, Chile y Uruguay han sido los únicos países de la región que aparecen junto a naciones desarrolladas, en lugares que van del 20 y 40 entre más de 200 países. Les siguen Costa Rica alrededor del lugar 60. Los restantes países de la América Latina juegan en ligas inferiores: ninguno está entre los 100 países mejor evaluados. El peor, y el que más ha empeorado durante la última década, es Venezuela, que aparece en el lugar 201 de 209 países en la nueva versión publicada esta semana.
Las cifras anteriores contradicen la percepción generalizada de que Chile hoy es mucho más corrupto que en el pasado. Es cierto que hemos conocido muchos casos de gran corrupción, algunos en instituciones en que la ciudadanía confiaba. En efecto, si nos atenemos a la definición estándar de corrupción como “el mal uso del poder encomendado para obtener beneficios privados”, estos incluyen a Carabineros, el Ejército y, en semanas recientes, las investigaciones que se están realizando en los municipios de Vitacura, Lo Barnechea y Las Condes. Si ampliamos el concepto para incluir el financiamiento ilegal de la política, el tráfico de influencias y los conflictos de interés, podemos agregar los casos Corpesca, Penta, SQM, Caval y varios más.
Un primer tema a explicar, entonces, es la brecha entre los valores del CdC para Chile y la percepción generalizada de un incremento importante de la corrupción.
Partamos por descartar que el indicador no mide lo que dice medir. Desarrollados por investigadores del Banco Mundial y Brookings y disponibles en www.govindicators.org, los seis Indicadores Mundiales de Gobernanza, conocidos por su acrónimo en inglés WGI, se construyen a partir de indicadores de instituciones especializadas y diversas, entre ellas FreedomHouse, EconomistIntelligenceUnit, HeritageFoundation, Foro Económico Mundial, Banco Mundial, BID y Gallup. Se trata de encuestas a ciudadanos, expertos, funcionarios públicos y empresarios, con metodologías que se han ido perfeccionando. Uno de los seis indicadores es el CdC. Que sus valores y tendencias sean similares a aquellas del índice de corrupción de Transparencia Internacional también es una señal positiva.
Una de las ventajas de los WGI es que cuantifican la precisión de los valores reportados, de modo que es posible distinguir diferencias significativas de aquellas que no lo son. Chile tuvo una baja relevante entre 2014 y 2017 (del lugar 20 al 38 o media desviación estándar) y desde entonces nos hemos estabilizado (los cambios del último año, siendo positivos, no son significativos).
Si los datos son confiables, ¿qué explica la brecha entre el estado de ánimo nacional y las mediciones? Primero, se destapan más escándalos y se conocen más detalles que antes. Este es un fenómeno mundial, facilitado por las redes sociales. Esto sucede más en países con una sociedad civil activa y medios independientes que fiscalizan a las autoridades, investigando y denunciando casos de corrupción. Otro de los indicadores WGI, el de Voz y Accuntability (VA), captura esta dimensión de gobernanza. Al igual que con el CdC, en América Latina solo Chile, Costa Rica y Uruguay tienen buenos valores del VA.
Segundo, Chile ha mantenido intacta la capacidad de indignarse frente a casos de corrupción, lo cual permite reaccionar y reformar vacíos legales e institucionales que facilitaron los delitos. Muchos países reaccionan con cinismo y no hacen nada. Esta capacidad de reacción, sin embargo, significa que los casos se mantienen por largo tiempo en las noticias. Y, muchas veces, las legislaciones débiles que facilitaron los hechos no permiten que los responsables reciban las sanciones que la ciudadanía considera merecen, todo lo cual contribuye a una sensación de impunidad, a veces merecida, pero muchas veces producto de que vivimos en un Estado de Derecho, lo cual significa que nuevas legislaciones no tienen efecto retroactivo.
Tercero, y posiblemente el factor más importante, es que una de las áreas donde hay mayores problemas de corrupción en Chile es a nivel municipal. Como los municipios tienen una enorme importancia en la vida cotidiana de las personas, proveyendo salud, educación, subsidios y aseo, entre otros, los casos de corrupción municipal causan particular frustración en la ciudadanía.
De los muchos temas que abordamos en la Comisión Anticorrupción que presidí el 2015, el más novedoso fue el de la corrupción municipal. Era bien sabido que era un problema serio, pero la sección que dedicamos al tema incluye una propuesta ambiciosa y multifacética de reformas, con 26 medidas concretas, que abarcan la capacitación profesional, la gestión financiera, compras y adquisiciones, políticas de control y fiscalización, políticas de control ciudadano y el límite a la reelección (ver https://consejoanticorrupcion.
Tal como lo han señalado varios analistas, la forma en que se conciben los municipios requiere un rediseño mayor, y por qué no decirlo, un cambio de paradigma. La manera en que concebimos la autonomía municipal en la actualidad se traduce en barreras para el control de los recursos públicos por parte de la Contraloría, imposibilidad de aplicar sanciones a quienes comenten infracciones a la probidad, y malos estándares en transparencia y en la gestión de personal conforme a criterios profesionales. Los concejos municipales, por su parte, tampoco han cumplido debidamente el rol fiscalizador que les corresponde, pues son también órganos políticos y hemos visto que son susceptibles de corrupción (caso basura). Las corporaciones municipales regidas por normas de derecho privado y que manejan grandes cantidades de recursos públicos, con enorme discrecionalidad y sin transparencia, son un caldo de cultivo para nuevos casos de corrupción. En definitiva, urge una revisión profunda del modelo que ha demostrado no funcionar.
Esta es una tarea urgente también de cara al proceso de descentralización que estamos iniciando. Las debilidades frente a la corrupción que se aprecian en los municipios se verán proyectadas en los gobiernos regionales, pues su orgánica y particularidades institucionales replican el diseño municipal. Desde luego, veremos que a nivel regional podrán darse los problemas de fiscalización por parte del Consejo Regional, y también será posible encontrar los flancos ya mencionados respecto de las corporaciones municipales ahora en las corporaciones regionales que se creen, también regidas por las reglas del derecho privado.
La autonomía municipal y la descentralización son temas que abordará la Convención Constitucional. Es importante que tenga presente cómo estos temas impactan sobre la capacidad de prevenir y sancionar la corrupción a nivel municipal y regional. También sería valioso que cada presidenciable haga propuestas concretas sobre las reformas que impulsará para evitar la corrupción local. Ahora es el momento para que exijamos que se pronuncien sobre este tema; una vez elegidos, los incentivos serán pocos porque los problemas de mala gestión y corrupción municipal son transversales (basta recordar los casos luminarias y basura).
Vivimos un momento de nuestra historia con grandes oportunidades y grandes riesgos. La corrupción es uno de los temas donde estos polos opuestos están presentes. Dependiendo de si las cosas se hacen bien o mal, nuestras percepciones y las mediciones de control de la corrupción pueden mejorar o empeorar mucho en los años que vienen. Dado el proceso de descentralización que estamos iniciando, no hacer nada llevará a un deterioro importante.