El 2014 el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (TDLC) dictó un fallo lapidario en contra del cartel del pollo, imponiendo las multas más altas desde el nacimiento —allá por el año 1959— de la ley de competencia. Unos días después, el dueño de la principal empresa pollera dio una extensa entrevista. Negó el cartel y dijo que las autoridades simplemente se habían “querido lucir” y que les “faltaba calle”.
En CeCo/UAI quisimos saber qué pensaba la calle —esa misma que se ha hecho escuchar con fuerza desde octubre del 2019—, y le encargamos a connotados profesionales una encuesta sobre la percepción ciudadana acerca de la libre competencia.
Los resultados sorprenden en cuatro frentes distintos.
Primero, las personas valoran de manera abrumadora la competencia. La mayoría cree que es buena y beneficia a los consumidores. Entrega más alternativas, a mejores precios y calidades. Incentiva la innovación y el desarrollo económico. Pero sabe que esa competencia no ocurre al descampado y se requiere un Estado fuerte para garantizar que se dé efectivamente en igualdad de condiciones.
Segundo, el ciudadano sabe qué es la competencia y, por ende, su valoración no es en abstracto. Puede distinguir entre colusión y fusión, entre problemas de precios, calidades o alternativas. Sobre la colusión, considera evidente que cada empresa debe determinar sus precios por sí sola. Que la delación compensada es útil y necesaria y que los denunciantes aumentarían si hubiese una gratificación monetaria de por medio. Prefiere la cárcel del ejecutivo infractor, a la multa a la empresa, pero le otorga al delito de colusión menor gravedad que al soborno, la estafa y el robo, y le gustaría que se privilegiara la compensación a los clientes que pagaron sobreprecios. Sobre las fusiones, cree que el Estado debe revisar aquellas que restrinjan la competencia, alterando el precio o calidad, en especial si la empresa fusionada es grande. Por último, quiere que el Estado proteja a las pymes frente a las grandes empresas.
Tercero, y a pesar de las dos tendencias arriba anotadas, la encuesta refleja que existe cierta tensión ideológica entre Estado y empresas, que implica un desafío, pero a su vez una oportunidad, para evitar la polarización. En efecto, ante la pregunta sobre quién debe proveer mayoritariamente bienes y servicios, aparece un 21% que quiere que sea el Estado y un 15% el mercado. En un sentido parecido, frente a la pregunta sobre quién debiera fijar los precios de los productos esenciales, un 27% opina que debe ser el Estado versus un 21% el mercado, con el resto disperso entre ambas posiciones antagónicas. Igual tendencia se advierte cuando se interroga sobre si el Estado debe regular las ganancias de los privados o no debe existir tal regulación. Si uno hace el ejercicio de sumar las preferencias puede ver el asunto de esta manera: un 26% está en una posición pro Estado de manera monolítica y un 24% en una alternativa absolutamente pro mercado. Los demás, que no es nada menos que el 50%, están en una posición equidistante de ambos extremos.
Por último, frente a la pregunta sobre el nivel de conocimiento del TDLC y la Fiscalía Nacional Económica (FNE), un 67% y 61% respectivamente contestaron positivamente, lo que contrasta con porcentajes superiores al 95% respecto del Banco Central, SII, Sernac, Ministerio Público y CGR. Los organismos más conocidos tienen, en general, mejor evaluación. Esta valoración algo disminuida de los organismos de competencia puede tener muchas explicaciones. La más evidente es la falta de suficiente conocimiento de su labor. Ello puede deberse a que tales organismos han cultivado un bajo perfil o uno muy técnico, a que los temas de competencia no aparecen suficientemente en medios y redes sociales que privilegian las cuñas y las frases cortas, en circunstancias que sus decisiones tienen altos niveles de complejidad y a que las sanciones más drásticas aún no se han desplegado. La ley que las aumentó exponencialmente es reciente y los casos más conocidos, como farmacias, pollo y tissue, fueron sancionados bajo el marco anterior, que imponía un máximo de US$ 30 millones por infractor y no contemplaba pena de cárcel.
Surgen, entonces, dos desafíos. Por un lado, relativizar y permear las visiones ortodoxas —que o bien buscan concentrar todo en el Estado o minimizarlo drásticamente—, pregonando las bondades de la competencia como un sano equilibrio entre dos poderes: el público y el privado. Es sabido que una vibrante competencia requiere de un Estado vigilante, pero eso no debiera implicar que ese Estado mute de árbitro a principal jugador y asfixie la iniciativa privada. Si eso ocurre, se pierde la competencia —con todos los beneficios que las personas le reconocen—, y pasamos a un sistema estatista, dirigista y, por ende, sumamente monopolista.
Por el otro, sería deseable que se provea de mayores recursos, tanto a la FNE como al TDLC, y que las autoridades de competencia aumenten sus actividades de promoción de la libre competencia, con un lenguaje directo y sencillo, explicando sus decisiones a la opinión pública.
Pese a su dañosidad social, casos como el cartel del pollo han servido y sirven para explicar el deslinde entre la crueldad natural y aceptable del mercado y las infracciones a la libre competencia y para crear ese sentir común que existe en Chile en relación con la importancia de la libre competencia.