Las sociedades se fundan y amalgaman en amplios acuerdos políticos. Pero tales acuerdos, que se cristalizan en la carta magna, requieren ser precisados en reglas. En leyes y reglamentos y en última instancia en precedentes. Las personas de a pie no pueden hacer aquello que se prohíbe en esas reglas y tienen que hacer lo que ellas mandan; las autoridades solo pueden hacer lo que se les faculta a realizar, sea con normas más o menos abiertas.
Necesitamos reglas porque la incertidumbre limita nuestra actuación futura y nuestras posibilidades de realización personal, y porque no queremos depender de los apetitos, humores o arbitrariedades de los demás o de quienes ejercen atribuciones y restringen nuestras libertades.
No basta que esas reglas estén bien escritas, o incluso bien inspiradas o explicadas. Se requiere operativizar el mecanismo y que la aplicación de las normas sea constante en el tiempo. Que se apliquen universalmente. Que sepamos, y podamos prever, aquello que prohíben o mandan, y las conductas específicas que podrían ser reprochables, así como el orden de magnitud de la sanción estatal en caso de infracción. O sea, nuestra vida en sociedad exige mutar, en lo que a la aplicación de las normas se refiere, de un cuadro impresionista a una fotografía saturada de pixeles.
Así como un mapa del tamaño exacto del terreno que representa no sirve a su finalidad, las reglas también requieren un cierto nivel de generalidad y abstracción –no al nivel de la Constitución, por cierto– para que quepan en unas resmas de hojas, puedan ser conocidas y gocen de vigencia, y para permitir, asimismo, que se adapten a los desafíos que su aplicación le depararán a futuro, evitando su inmediata o temprana obsolescencia.
Los jueces, y también en cierto grado las autoridades administrativas, están llamados a ir dándole sentido a las reglas, a través de su aplicación a los casos concretos que deben resolver. A ellos se les confían las llaves del sistema y son ellos los que deben resolver las incógnitas que la vida nos va presentando –incluso aquellas pedestres–, bajo los parámetros de las normas. Además, el intérprete debe muchas veces ponderar derechos que se encuentran amparados en reglas que pudiesen ser contradictorias o entrar en colisión, algo que es más usual de lo que se cree.
Uno quisiera y esperaría que las reglas fuesen perfectamente monolíticas. Sin contradicciones y coherentes entre sí. Puras y claras. Con precisión matemática sobre lo que se puede o no hacer. Que estén escritas en piedra y que no admitan rendijas ni poros que den pie a interpretaciones.
Sin embargo, eso no es así, y Ariel Ezrachi, profesor de la Universidad de Oxford, se encarga de derribar esa quimera de pureza y claridad en su artículo titulado “Sponge”, a propósito del derecho de competencia. Ezrachi sugiere que la regulación de competencia –lo cual sería aplicable a otras áreas del derecho, aunque en grado distinto– es una esponja, o sea, una suave, porosa y liviana sustancia absorbente, que puede ser impregnada por variadas y diversas políticas públicas, y que está teñida con los valores y contextos sociales de cada país.
Así, por ejemplo, la Unión Europea establece como objetivos del derecho de competencia asuntos tan variados como la promoción de la eficiencia, el bienestar del consumidor, la protección de la estructura del mercado, la libertad económica y, como si lo anterior no fuese poco, la integración de los mercados.
En Estados Unidos, el país pionero en el derecho de competencia, el foco –hasta ahora– ha estado en proteger principalmente el bienestar de los consumidores y el precio de los productos y servicios, lo que no ha impedido que el lobby genere leyes de excepción para industrias tan diversas como la agricultura, seguros y exportaciones. Sus leyes nada dicen explícitamente sobre qué es lo protegido –al igual que la chilena–, y esa flexibilidad les está permitiendo a las actuales autoridades, a modo de ejemplo, dar un giro como reacción al poder adquirido por las Big Tech, y sostener una mirada más estructural, con un foco adicional en la protección de competidores.
Si fuese cierto –como nos sugiere el profesor– que el derecho de competencia es un tejido de elasticidad analítica más que una fibra de pureza estricta, entonces sería necesario buscar y encontrar aquello que limita la absorción de esa esponja y que le permite seguir cumpliendo –pese a los ajustes– su función.
Ahí Ezrachi introduce el concepto de “membrana”, que sería una suerte de tela que rodea a la esponja de la libre competencia, y que filtra ciertas y determinadas sustancias. Esa membrana estaría construida por la ciencia económica que, junto a la necesidad de predictibilidad –esa sana obsesión del Derecho por hacer cognoscibles y administrables las reglas– limitarían esta capacidad casi infinita de absorción de una esponja. Sin esos límites, se arriesga a caer en la instrumentalización del derecho de competencia, un botín por cierto atractivo por las drásticas sanciones que permite imponer. Una muestra de esa politización la encontramos en la amenaza de sanciones de competencia que hizo el presidente Nixon en 1971 a los canales de televisión de su país para frenar la cobertura negativa hacia su gobierno.
Volvamos a nuestro comentario general sobre las reglas. A mi juicio, la membrana del sistema jurídico son los jueces y los funcionarios administrativos. Esas autoridades son las llamadas a precisar las reglas, darles coherencia y continuidad. Su herramienta principal es la interpretación. Pero deben decidir razonablemente dentro de las opciones que las reglas les brindan, aunque les disgusten, evitando cualquier arbitrariedad. Asimismo, deben respetar los precedentes anteriores –con “cariño”, como si fuesen propios–, a menos que tengan razones poderosas para no hacerlo, debidamente fundamentadas, y en cualquier caso, enmarcadas dentro de lo que las normas permiten.