La informalidad es una respuesta a situaciones muy diversas. En ocasiones, se trata de una decisión razonada, en que individuos y empresas escogen permanecer al margen de la economía formal para evitar impuestos, regulaciones o las contribuciones a la seguridad social. En otros casos, se trata de individuos que por sus circunstancias personales no tienen cabida en el mercado formal y no les queda más que generar ingresos en la informalidad.
De acuerdo a estimaciones de la OIT, alrededor de un 40% de los trabajadores en Chile labora de manera informal. De ese total, la mayor parte son trabajadores por cuenta propia o empleados y empleadores en empresas operando sin registros. Sin embargo, un grupo no despreciable —un quinto del total— trabaja informalmente en el sector privado formal o en casas particulares. A excepción de Uruguay, estas cifras son menores a las de los demás países de la región, pero varias veces más altas que las de los países avanzados. Al mismo tiempo, el FMI ha estimado que alrededor de un 16% de la actividad económica en Chile ocurre en la informalidad.
La informalidad es problemática porque significa que un gran número de personas no accede a mecanismos que mitigan riesgos como enfermarse, perder el empleo o experimentar la pobreza en la vejez. Tampoco acceden a la protección que otorgan la justicia y la policía. Asimismo, la economía pierde recaudación fiscal y los respectivos aportes a fondos comunes –como el Fondo de Cesantía Solidario– que permiten compartir riesgos entre trabajadores.
Pero al mismo tiempo, la informalidad otorga flexibilidad y ofrece oportunidades a quienes están excluidos del mercado formal. En cierta forma, la actividad informal provee de una red de protección social: cuando la economía crece más lento y algunos trabajadores pierden su empleo, acuden al trabajo por cuenta propia y al emprendimiento informal como mecanismo para generar ingresos. La informalidad, con todas sus limitaciones, es preferible al desempleo. Sin ella habría mayor desocupación y pobreza.
La crisis provocada por el covid-19 ha sido particularmente dura con quienes trabajan en la economía informal, lo que en parte explica el alza en la incidencia de la pobreza. A diferencia de recesiones anteriores, el empleo por cuenta propia se redujo el año pasado, con una caída de hasta el 35% anual. Las restricciones a la movilidad impidieron que ellos pudiesen prestar servicios y vender productos, y al mismo tiempo, no tuvieron acceso a los ingresos provistos por la Ley de Protección al Empleo.
Sería deseable que la recuperación del empleo luego de la crisis estuviera marcada por la formalidad. Los subsidios al empleo formal que ha diseñado y puesto en marcha el Gobierno son una herramienta para ello. Pero la estrategia que se adopte no puede dejar de reconocer que, debido a sus circunstancias de vida (por vivir lejos de las oportunidades de empleo, por tener que cuidar a otros, por tener bajos niveles educativos y por discriminación, entre otros), estos subsidios no alcanzarán a personas vulnerables por generosos que sean.
Por ello, en esta etapa, parece razonable combinar estos subsidios con la entrega de transferencias monetarias centradas en los grupos más vulnerables, que se retiran en el tiempo y que no se condicionan al empleo formal. Al mismo tiempo, se puede redireccionar parte de los recursos dedicados al IFE a una entrega condicionada a asistir a capacitación y hacia empleos temporales de alto valor social, como el apoyo al cuidado de adultos mayores y a la asistencia en labores de educación y salud.
En plazos más largos, superar la informalidad pasa por reformas estructurales: una educación de calidad, una elevada productividad, viviendas integradas, un buen transporte público y eficiencia en el sistema judicial. También pasa por un sistema regulatorio eficiente y que haga sentido: que los trámites a realizar y las reparticiones estatales a las que haya que responder al efectuar una actividad económica formal se entiendan como requisitos que ayudan a enfrentar necesidades reales.
El diseño de la focalización de beneficios también puede revisarse, graduando la entrega de prestaciones a través de tramos del Registro Social de Hogares. Con ello, además, se reduciría la sensación de injusticia que promueve el sistema actual de cortes abruptos. También se puede revisar si el nivel más apropiado de focalización es la familia o grupos más amplios, como la comunidad o la localidad. Ello permitiría, además, reconocer que, por lo general, la superación de la pobreza y la vulnerabilidad no son un problema puramente doméstico sino más bien uno comunitario.
Alcanzar un desarrollo inclusivo pasa por superar la informalidad. Pero al abordar este proceso, no podemos olvidar que la actividad informal en la actualidad es la única forma de sustento económico para muchos.