“Lo que veo, entonces, es que el mayor problema que tenemos es el miedo”, concluyó en tono sereno una de mis compañeras de colegio en un Zoom de conversación una semana después de las elecciones. Hacía ver que el proceso constitucional seguía su cauce y que las aprensiones que compartíamos parecían exageradas.
Es evidente que los resultados de la Convención Constitucional fueron inesperados y abren más preguntas que respuestas. Y sería ingenuo pensar que no hay riesgos significativos en el horizonte. Pero también se abre frente a nosotros una oportunidad para superar desafíos pendientes.
De partida, ha habido enorme progreso en la legitimidad del proceso, algo que se veía particularmente difícil de lograr. Darle un camino institucional a la protesta social era un objetivo central que parece estar lográndose.
Varios factores han aportado a la legitimidad de la Convención. El cambio generacional es significativo, mueve el foco hacia el futuro. Hay constituyentes que no crecieron en dictadura ni se encandilan con los éxitos de los años noventa o de los dos mil, y que serán los líderes de los próximos 30 años.
También es alentadora la representación social. Los elegidos son una fotografía más ajustada a la realidad social del país. Los apellidos asociados a la elite tienen menor participación que en cualquier otra elección parlamentaria en nuestra historia. Algo similar sucede con los colegios privados. Tener poder, o haber estado relacionado a la política, terminó siendo una desventaja. No tuvieron suficientes votos la presidenta de la CUT, el vocero principal de No+AFP, y el expresidente del Colegio de Profesores. Varias personas de familias relacionadas a la política tampoco fueron elegidas.
Por otra parte, la amplitud de la agenda también confiere legitimidad. Serán protagonistas temas como la equidad de género, el medio ambiente, los pueblos originarios o la descentralización, por nombrar algunos.
La irrupción de los independientes abre grandes posibilidades. Fortalece la legitimidad del proceso, eclipsando la desconfianza existente en los partidos. Y es una inesperada punta de lanza (posiblemente la única) para actualizar las reglas de la política, sin el veto de los incumbentes. Era difícil pensar que los partidos, por ejemplo, fueran a apuntar al bien común sin mirar la calculadora electoral.
Pero, al mismo tiempo, la obsesión por los independientes representa un riesgo. Por ejemplo, si sus listas proto-partidos terminan por sustituir a los partidos en el Congreso. Es enteramente distinta una elección por una vez —la Convención— que la dinámica de las elecciones recurrentes —como el Congreso. En la primera es deseable que los independientes sean la norma. No es el caso para el Congreso, en que la agregación de preferencias políticas, la coherencia y el accountability a posteriori dependen crucialmente de la existencia de partidos en el tiempo.
Las democracias liberales no funcionan bien sin partidos fuertes y, sin partidos, simplemente no hay democracia. No se trata de dificultar la participación de los independientes; pero, si son como un partido, deben tener las mismas reglas que imponemos a los partidos. La discusión tiene un raro paralelo con el debate sobre el rol de los sindicatos versus el de los grupos negociadores.
El hecho de que ninguna fuerza política tenga 1/3 ni 2/3 de la Convención obligará a conversar, a pactar, a negociar. No será fácil y, posiblemente, lleve a momentos de tensión, pero es la garantía de que lo que se acuerde represente a grandes mayorías. El indudable éxito electoral de la izquierda no es un cheque en blanco.
Algunos convencionales no parecen muy acostumbrados a escuchar opiniones diferentes. Son admirablemente aguerridos y seguros, sin embargo, en exceso, esas cualidades resultan perjudiciales si lo que se busca es pactar. Un primer test será la idea de condicionar el inicio del trabajo de la Convención a la liberación de los “presos políticos del estallido social”. Por el momento, es una idea que flotó una parte de la Lista del Pueblo y que el PC apoya. ¿Tiene derecho un sector de la Convención a imponer su visión al resto? ¿Puede la Convención atribuirse supremacía frente al Poder Judicial independiente? ¿Qué sucederá si recurren a la fuerza? Las posiciones radicales opacan a las mayorías y alimentan los miedos.
Para aportar a una discusión constructiva debemos escuchar a todos los constituyentes, no solo a los más vociferantes. El turno de hablar es de ellos. Si hay algo esencial en el resultado de esta elección es que los que no tenían mucha voz, ahora sí la tienen. Para que el proceso sirva, debemos oír más y hablar (o paradojalmente escribir) menos.
Por último, un consejo para los economistas: evitar la práctica de disfrazar como algo técnico una preferencia política. La técnica es un insumo importante, pero no puede sustituir a la deliberación. Aunque aporte información valiosa e indispensable, al final del día, los dilemas son casi siempre éticos.